Anne Perry - La médium de Southampton Row

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Londres, Junio de 1892. Pronto habrá elecciones. El clima está caldeado. En el Parlamento y en las calles se discute sobre la autonomía de Irlanda. La reducción de la jornada laboral a ocho horas, el coste y la preservación del Imperio, el derecho al voto de las mujeres. Los liberales creen que podrán acceder al poder; los conservadores, que deben jugar todas sus bazas para no perderlo. Y una de sus principales cartas es Charles Voisey, el acérrimo enemigo del superintendente Thomas Pitt.
Voisey va a presentarse a un escaño en un distrito electoral conflictivo. Pitt, que, pese al éxito de la resolución del complot de Whitechapel, ha vuelto a ser destinado a la Brigada Especial, recibe la orden de vigilar todos sus pasos. Sin embargo, cuando la médium consultada por toda la alta sociedad victoriana aparece muerta en su casa en sospechosas circunstancias, Pitt es apartado de sus actuales obligaciones para indagar en este extraño crimen. Ignora que ambos casos pueden estar más relacionados de lo previsto.

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– De acuerdo -aceptó Tellman, sin plantearse siquiera cuestionar su petición. Dijo a Pitt que Wetron le había dado órdenes de ocuparse de Cartucho, luego se guardó el dinero y se sentó al lado de Vespasia.

Tan pronto como Pitt se subió, se dirigieron a la estación de tren del Great Western y, tras una despedida muy breve, Tellman fue a comprar el billete para tomar el siguiente tren.

Fue una pesadilla de viaje que no parecía acabar nunca. Kilómetros y kilómetros de campiña desfilaban más allá de las ventanas del traqueteante vagón. El sol empezaba a ocultarse por el oeste, y la luz de la última hora de la tarde se atenuaba poco a poco, y sin embargo seguían sin estar cerca de su destino.

Tellman se levantó para estirar las piernas, pero no había nada que hacer aparte de balancearse tratando de mantener el equilibrio y contemplar cómo las colinas y los valles se elevaban para allanarse a continuación. Se sentó y siguió esperando.

Ni siquiera había pasado por su casa para recoger unas camisas limpias, unos calcetines o algo de ropa interior. De hecho, no tenía ni una navaja de afeitar, un peine o un cepillo de dientes. Pero nada de eso importaba, y era más fácil pensar en las cosas pequeñas que en las grandes. ¿Cómo iba a defenderlos si Voisey enviaba a alguien? ¿Y si cuando llegara allí ya se habían ido? ¿Cómo los encontraría? Era un pensamiento demasiado terrible para soportarlo, y sin embargo no podía apartarlo de su cabeza.

Se quedó mirando por la ventana. Seguramente ya estaban en Devon. ¡Llevaban horas viajando! Advirtió lo roja que era la tierra, tan distinta de la de los alrededores de Londres a la que estaba acostumbrado. El campo parecía inmenso, e incluso en pleno verano había algo amenazador en él. Las vías se extendían sobre la elegante arcada de un viaducto. Por un momento la osadía que revelaba la construcción de algo semejante le dejó pasmado. Luego se dio cuenta de que el tren reducía la velocidad; estaban llegando a una estación.

¡Ivybridge! Ya había llegado. ¡Por fin! Abrió la puerta de par en par y casi tropezó con las prisas por bajar al andén. La luz de la tarde alargaba las sombras y aumentaba dos y hasta tres veces la longitud de los objetos que las proyectaban. El horizonte al oeste ardía en un derroche de color tan brillante que al contemplarlo le dolía la vista. Cuando le dio la espalda estaba cegado.

– ¿Puedo ayudarle en algo, señor?

Se volvió parpadeando. Tenía ante sí a un hombre con un elegante uniforme de jefe de estación que ciertamente se tomaba muy en serio su cargo.

– ¡Sí! -dijo Tellman con tono apremiante-. Tengo que llegar a Harford lo antes posible. En menos de media hora. Se trata de algo urgente. Necesito alquilar un vehículo para un día entero como mínimo. ¿Dónde puedo empezar a buscar?

– ¡Ah! -El jefe de estación se rascó la cabeza, ladeándose la gorra-. ¿Qué clase de vehículo desea, señor?

Tellman apenas podía contener su impaciencia. Tuvo que hacer un esfuerzo monumental para no gritarle.

– Cualquiera. Es urgente.

El jefe de la estación no pareció inmutarse.

– En ese caso, señor, pregunte al señor Callard, al final de la calle. -Señaló solícito-. Es posible que tenga algo. Si no está, vaya a ver al viejo Drysdale en la otra dirección, a un kilómetro y medio. Tiene algún que otro carro pesado, o algo por el estilo, que no utiliza demasiado.

– Me convendría algo más rápido, y no tengo tiempo para caminar en las dos direcciones para buscarlo -replicó Tellman, tratando de que su voz no reflejara el pánico y la cólera que sentía.

– Entonces es mejor que tuerza a la izquierda, por allí. -El jefe de la estación señaló en la otra dirección-. Pregunte al señor Callard. Si no tiene nada, tal vez sepa de alguien que le pueda ayudar.

– Gracias -dijo Tellman por encima del hombro mientras echaba a andar.

La carretera era cuesta bajo y avanzó a grandes zancadas lo más deprisa que pudo, manteniendo el ritmo. Cuando llegó al patio tardó otros cinco minutos en localizar al propietario, que pareció inmutarse tan poco por sus prisas como el jefe de estación. Sin embargo, el dinero de Vespasia atrajo su atención y encontró un carro muy ligero, que todavía podía llevar a media docena de personas, y un caballo lo bastante bueno para tirar de él. Le pidió un depósito exorbitante, lo que molestó a Tellman, hasta que cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de cómo o cuándo iba a devolverlo, y que su destreza para conducirlo era mínima. De hecho, incluso le costó subirse, y oyó a Callard murmurar algo en voz baja al darle la espalda. Tellman alentó con mucha cautela al caballo a moverse y condujo el carro fuera del patio y a lo largo de la carretera que le habían dicho que llevaba a Harford.

Media hora después llamaba a la puerta de Appletree Cottage. Estaba oscuro, y a través de las cortinas de las ventanas veía luces. No se había cruzado con nadie por la carretera, aparte de un hombre en un carro pesado a quien le había preguntado el camino. De pie en el umbral, fue plenamente consciente de la profunda oscuridad que le rodeaba y del rugido del viento en la abierta extensión del páramo, donde ya no se alcanzaba a ver hacia el norte. Era de un negro tan profundo como el que servía de fondo a las estrellas desperdigadas. Era un mundo muy distinto a la ciudad y se sentía extraño allí, sin saber qué hacer o cómo enfrentarse a él. No tenía a nadie a quien acudir. Pitt le había confiado el rescate de las mujeres y los niños. ¿Cómo demonios iba a estar a la altura de la situación? ¡No tenía ni idea de qué hacer!

– ¿Quién es? -preguntó una voz detrás de la puerta.

Era Gracie. A Tellman le dio un vuelco el corazón.

– ¡Soy yo! -gritó. Luego añadió con timidez-: ¡Tellman!

Oyó cómo descorría los cerrojos y la puerta se abrió con gran estrépito, dejando ver el interior iluminado por velas y a Gracie de pie en el umbral, y a Charlotte justo detrás de ella, con el atizador de la chimenea en las manos. Nada podría haber expresado más claramente lo mucho que se habían asustado, más allá de la inquietud provocada por la simple llamada de un extraño a la puerta.

Vio en la cara de Charlotte el miedo y la duda.

– El señor Pitt está bien, señora -dijo en respuesta-. Las cosas se han puesto difíciles, pero está a salvo. -¿Debía hablarle de la muerte de Wray y de todo lo que había ocurrido? No había nada que ella pudiera hacer. Solo haría que se preocupara, cuando debería estar preocupada por sí misma y por escapar de allí. ¿Y debía decirles lo urgente que era? ¿Era su deber protegerlas del miedo así como del peligro físico?

¿O mentir por omisión haría que actuasen con menos urgencia? Había pensado en ello en el tren y se había debatido entre una respuesta y otra, tomando una decisión para a continuación cambiar de opinión.

– Entonces ¿por qué estás aquí? -La voz de Gracie penetró en sus pensamientos-. Si no ha pasado nada, ¿por qué no estás en la ciudad haciendo tu trabajo? ¿Quién mató a esa misteriosa mujer? ¿Lo has averiguado?

– No -respondió él, entrando para dejar que cerrara la puerta. Miró su cara pálida y firme, y la rigidez de su cuerpo enfundado en su vestido campestre heredado, y tuvo que esforzarse por contener la emoción e impedir que se le formara un nudo en la garganta que no le dejara hablar-. El señor Pitt está en ello. Ha habido otra muerte y necesita demostrar que no ha sido un suicidio.

– Entonces ¿por qué no estás allí haciendo algo al respecto? -Gracie estaba lejos de sentirse satisfecha-. Parece que vengas de la guerra. ¿Qué te pasa?

Tellman comprendió que estaba dispuesta a enfrentarse con él hasta el final. Era exasperante y, sin embargo, tan típico de ella que sintió el escozor de las lágrimas en sus ojos. ¡Era ridículo! ¡No debería permitir que le hiciera aquello!

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