Anne Perry - La médium de Southampton Row

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Londres, Junio de 1892. Pronto habrá elecciones. El clima está caldeado. En el Parlamento y en las calles se discute sobre la autonomía de Irlanda. La reducción de la jornada laboral a ocho horas, el coste y la preservación del Imperio, el derecho al voto de las mujeres. Los liberales creen que podrán acceder al poder; los conservadores, que deben jugar todas sus bazas para no perderlo. Y una de sus principales cartas es Charles Voisey, el acérrimo enemigo del superintendente Thomas Pitt.
Voisey va a presentarse a un escaño en un distrito electoral conflictivo. Pitt, que, pese al éxito de la resolución del complot de Whitechapel, ha vuelto a ser destinado a la Brigada Especial, recibe la orden de vigilar todos sus pasos. Sin embargo, cuando la médium consultada por toda la alta sociedad victoriana aparece muerta en su casa en sospechosas circunstancias, Pitt es apartado de sus actuales obligaciones para indagar en este extraño crimen. Ignora que ambos casos pueden estar más relacionados de lo previsto.

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¿Tal vez si diera la vuelta al razonamiento tendría más sentido? ¿Cuál era el precio? Si estaba relacionado con Voisey, era algo que podía impulsar su campaña electoral. Tenía toda la ayuda que necesitaba en sus discursos, los fondos, los temas a debatir… Lo que realmente podía ayudarle era que Serracold acabase hundido. Y eso era lo que había encomendado a Kingsley. Ya se había ganado a sus defensores; la victoria dependía de su capacidad para persuadir a los votantes liberales de toda la vida, manteniendo así el equilibrio del poder. ¿Quién había atacado a Serracold y había obtenido algún resultado? ¿Quién era esa persona con la que nadie habría contado?

Volvió a coger de mala gana el periódico y hojeó la sección de política interior, las cartas al director y las reseñas de los discursos. Había muchos elogios y acusaciones dirigidos a los candidatos de ambos bandos, pero la mayoría eran generales, orientados al partido antes que a un individuo. Aparecían varios comentarios mordaces sobre Keir Hardie y su intento de convertirse en el nuevo portavoz de la clase trabajadora.

Debajo de uno de ellos Pitt encontró una carta personal que criticaba las opiniones inmorales y potencialmente desastrosas del candidato liberal por Lambeth sur, y elogiaba a sir Charles Voisey, quien defendía la cordura antes que el socialismo, los valores del ahorro y la responsabilidad, la autodisciplina y la caridad cristiana antes que la laxitud, el egoísmo y un experimento social no ensayado que barría con los ideales del valor y la justicia. Lo firmaba Reginald Underhill, obispo de la Iglesia de Inglaterra.

Desde luego, tenía tanto derecho a poseer opiniones políticas, y a expresarlas con toda la virulencia que quisiera, como cualquier otro hombre, independientemente de si eran lógicas o incluso honradas. Pero ¿lo hacía por convicción propia o porque le habían hecho chantaje para que lo hiciera?

Sin embargo, no veía los motivos que podía tener un obispo para haber acudido a una médium. Sin duda, como a Francis Wray, la sola idea le habría horrorizado.

Pitt seguía considerando la posibilidad cuando llegó la señora Brady. Le dio los buenos días con bastante cordialidad y se quedó de pie, apoyándose en un pie y en otro, visiblemente incómoda.

– ¿Qué ocurre, señora Brady? -preguntó él. Ese día no estaba de humor para ocuparse de una crisis doméstica.

Ella parecía consternada.

– Lo siento, señor Pitt, pero después de lo que he leído en los periódicos esta mañana, no puedo seguir viniendo a esta casa. Mi marido dice que no está bien. Hay trabajo de sobra, y dice que tengo que encontrar otra casa. Dígale a la señora Pitt que lo siento mucho, pero tengo que hacer lo que él me dice.

No tenía sentido discutir con ella. Lo miraba con una triste expresión de desafío. Tenía que vivir con su marido, independientemente de cuáles fueran sus opiniones. En cambio, podía darle la espalda a Pitt.

– Entonces será mejor que se vaya -dijo él con rotundidad. Sacó una moneda de media corona de su billetera y la dejó en la mesa-. Es lo que le debo de esta semana. Adiós.

Ella no se movió.

– ¡No tengo la culpa! -exclamó en tono acusador.

– Ha tomado una decisión, señora Brady. -La miró fijamente con la misma cólera y dolor a punto de estallar de la impotencia-. Hace más de dos años que trabaja aquí, y ha preferido creer lo que aparece escrito en los periódicos. Asunto zanjado. Le diré a la señora Pitt que se ha marchado sin avisarnos previamente. Ella decidirá si le da una carta de recomendación o no. Pero como deben de pensar mal de ella por ser mi mujer, dudo que la recomendación le sirva de mucho. Por favor, cierre la puerta al salir.

– ¡Yo no tengo la culpa! -exclamó-. ¡Yo no he ido a ver a un anciano y le he incitado a suicidarse!

– ¿Cree que mis sospechas sobre él eran infundadas? -preguntó Pitt, elevando más la voz de lo que pretendía.

– ¡Es lo que pone! -La mujer le sostuvo la mirada.

– Si para usted es suficiente, será mejor que me juzgue igualmente sin fundamento y se marche. Como he dicho, asegúrese de cerrar la puerta de la calle al salir. Hoy es un día de esos en los que alguien podría entrar con malas intenciones. Adiós.

La señora Brady resopló audiblemente, cogió el dinero de la mesa y, girando sobre los talones de sus botas, se alejó por el pasillo. El oyó cómo cerraba con un portazo, sin duda para que no tuviera ninguna duda de que se había marchado.

Pasó otro miserable cuarto de hora antes de que sonara el timbre. Pitt prácticamente no reparó en ello. Volvió a sonar. Quienquiera que fuese no iba a permitir que le rechazaran tan a la ligera. Sonó una tercera vez.

Pitt se levantó y recorrió el pasillo. Abrió la puerta en actitud defensiva. En el umbral estaba Cornwallis con aire abatido pero resuelto, mirando con cara sombría a Pitt.

– Buenos días -murmuró-. ¿Puedo pasar?

– ¿Para qué? -preguntó Pitt, con menos gentileza de la que hubiera deseado. Las críticas de Cornwallis le resultarían más difíciles de aceptar que las de cualquier otro hombre. Se sorprendió e incluso se asustó un poco de lo vulnerable que se sentía.

– ¡Porque me niego a hablar con usted aquí, en la puerta, como un vendedor ambulante! -dijo Cornwallis con brusquedad-. No tengo ni idea de qué voy a decirle, pero prefiero tratar de pensar algo mientras me siento. Me he enfadado tanto al leer los periódicos que me he olvidado de desayunar.

Pitt casi sonrió.

– Tengo pan y mermelada, y el agua acaba de hervir. Será mejor que avive el fuego del fogón. La señora Brady acaba de despedirse.

– ¿La criada? -preguntó Cornwallis, mientras entraba y cerraba la puerta detrás de Pitt, y le siguió por el pasillo.

– Sí. Tendré que empezar a hacerlo todo yo. -En la cocina le ofreció té y tostadas, que Cornwallis aceptó, poniéndose razonablemente cómodo en una de las sillas de respaldo duro.

Pitt echó carbón al fuego y lo atizó hasta que ardió con fuerza, luego puso una rebanada de pan en la tostadera y dejó que se dorara. El hervidor de agua empezó a silbar débilmente en el fuego.

Cuando cada uno tuvo una tostada y el té quedó reposando, Cornwallis empezó a hablar.

– ¿Tenía algo que ver ese tal Wray con Maude Lamont? -preguntó.

– Que yo sepa, no -respondió Pitt-. Detestaba a los médiums, sobre todo a los que daban falsas esperanzas a los desconsolados, pero que yo sepa, no sentía una especial aversión por Maude Lamont.

– ¿Por qué?

Pitt le contó la historia de la joven de Teddington, su hijo muerto, su consulta al médium, su profunda tristeza y luego su propia muerte.

– ¿Podría haber sido Maude Lamont? -preguntó Cornwallis.

– No. -Pitt estaba totalmente seguro-. No debía de tener más de doce años cuando eso ocurrió. La única relación que hay es la que se inventó Voisey para atraparme. Y yo le ayudé.

– Eso parece -asintió Cornwallis-. Pero que me aspen si dejo que salga impune. Si no podemos defendernos a nosotros mismos, debemos atacar.

Esta vez Pitt sonrió. El hecho de que Cornwallis hubiera tomado partido por él sin hacer preguntas le sorprendió y le llenó de gratitud.

– Ojalá supiera cómo -respondió-. He estado considerando la posibilidad de que el hombre que se esconde detrás del cartucho sea el obispo Underhill. -Se sorprendió al oírse a sí mismo decir aquello sin miedo a que Cornwallis lo descartara tachándolo de absurdo. La amistad que le había demostrado era lo único bueno que había ocurrido ese día. En el fondo sabía que Vespasia reaccionaría de manera similar. Confiaba en que ayudara a Charlotte en lo que iba a ser un momento difícil, no solo para ella, que se sentiría furiosa e incapaz de ayudar y sufriría por él, sino también por la crueldad que los niños tendrían que soportar de los amigos del colegio, hasta de la gente de la calle, sin saber apenas la razón, solo que su padre era repudiado. Era algo que nunca habían experimentado antes y no lo entenderían. Se negaba a pensar en ello en esos momentos. Ya sería bastante terrible cuando llegara el momento de hacerlo; no había necesidad de anticipar el dolor cuando no podía hacerse nada al respecto.

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