¿Podía el hombre no identificado haber sido un político o un amante, o había querido serlo? ¿Tal vez había albergado una pasión por Lamont que ella había rechazado, y sintiéndose humillado, se había vuelto contra ella y la había matado?
Seguramente a Pitt se le habría ocurrido esa posibilidad, ¿no?
Emily miró a Aubrey. Su expresión parecía entusiasta a primera vista, pero el fantasma del humor siempre rondaba sus ojos, como si estuviera presenciando alguna gran broma cómica y se creyera un actor secundario, ni más ni menos importante que cualquier otro, por intensos que fueran sus sentimientos. Tal vez esa era la principal razón por la que a ella le caía bien.
Rose seguía dándole parcialmente la espalda. Había estado escuchando a Aubrey, pero la rigidez de sus hombros dejaba patente que no había olvidado su discusión con Emily, y si ocultaba lo sucedido era porque no quería explicárselo a él.
Emily les dedicó su alegre y afectuosa sonrisa social, y dijo que se alegraba de verlos a los dos. Deseó a Aubrey éxito y le reiteró su apoyo y el de Jack, aunque no estaba tan segura de esto último, y luego se despidió. Rose la acompañó hasta el pasillo. Se mostró educada, hablando con voz alegre pero exhibiendo una mirada fría.
En el trayecto de regreso a casa, sentada en su coche a medida que se abría paso a través de la aglomeración de carruajes, landós y una docena de vehículos más, Emily se preguntó qué debía decir a Pitt, si es que debía hablar con él. Rose suponía que lo haría y eso le enfurecía; era como si ya la hubiera engañado, al menos en la intención. No era verdad y le parecía injusto.
Y sin embargo, su instinto le decía que contar todo aquello a Pitt podía serle de utilidad, pues ayudaría a explicar lo que había ocurrido, ¡tanto por el bien de Rose como por el de cualquier otra persona!
No era cierto. Lo haría en interés de la verdad y de Jack. Mientras permaneció sentada, dándole vueltas a la muerte de la médium, tuvo presente todo el tiempo la cara de Jack, sintió su presencia como si le tuviera junto al hombro y apenas le viera. Aubrey le caía bien, quería que ganara, no solo por el bien que podía hacer, sino también por él mismo. Pero era el miedo a que arrastrara consigo a Jack al hundirse lo que la llevaba a luchar por ello.
Nunca había considerado seriamente que Jack pudiera perder. Solo había pensado en las oportunidades que tenían ante sí, los privilegios y los placeres. De pronto, mientras el carruaje volvía a precipitarse hacia delante dando tumbos y los gritos de los enfurecidos cocheros hendían el aire cálido, se dio cuenta con un escalofrío de que su derrota supondría un amargo cambio al que deberían acostumbrarse, tan radical como el que Charlotte estaba experimentando en esos momentos. Recibirían otra clase de invitaciones, y las fiestas serían indescriptiblemente más aburridas. ¿Cómo iba a volver a la ociosidad de la alta sociedad después de haber sentido correr en las venas la emoción de la política, el embriagador sueño del poder? ¿Y cómo iba a ocultar la humillación, intensa y extraordinariamente real, de no tener ya nada que hacer que mereciera la pena?
Se propuso firmemente que Jack ganara. Era totalmente consciente de sus motivos, pero eso no cambiaba nada. La razón no afectaba a los sentimientos más que la luz del sol a las profundas corrientes marinas. Debía hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar.
Necesitaba hablar con alguien. Charlotte estaba en Dartmoor; ni siquiera sabía dónde. Su madre, Caroline, estaba de gira con su segundo marido, Joshua, un actor que en esos momentos protagonizaba una de las obras de teatro del señor Wilde en Liverpool. Su abuela estaba en Bath, disfrutando de sus baños.
Sin embargo, aunque todas ellas hubieran estado en casa, a la primera que hubiera escogido como confidente habría sido a lady Vespasia Cumming-Gould, una tía abuela de su primer marido que seguía siendo una de sus más queridas amigas. De modo que se echó hacia delante y pidió al cochero que la llevara a la casa de Vespasia, a pesar de no haberle escrito ni dejado una tarjeta, lo que estaba muy mal visto. Pero Vespasia nunca había permitido que las reglas le impidieran hacer lo que creía correcto, y Emily estaba casi segura de que le perdonaría por hacer lo mismo.
Tuvo la suerte de encontrar a Vespasia en casa, y de que se hubiera despedido hacía media hora de su última visita.
– Mi querida Emily, cuánto me alegro de verte -dijo Vespasia sin levantarse del asiento junto a la ventana del salón. Todo era de colores pálidos y estaba lleno de la luz del sol-. Sobre todo en este momento tan especial -añadió-, ya que debe de ser algo muy interesante o urgente lo que te trae por aquí. Siéntate y dime qué es. -Señaló la silla que tenía enfrente sin inmutarse y estudió con ojo crítico el vestido de Emily. Tenía la espalda recta y el pelo cano, y seguía conservando los maravillosos ojos y la complexión que la habían convertido en una de las grandes bellezas de su generación. Nunca había seguido la moda, siempre la había impuesto-. Muy favorecedor -dijo, dando su aprobación-. Has ido a ver a alguien a quien querías impresionar… una mujer que se toma muy en serio la vestimenta, imagino.
Emily sonrió con profundo placer y alivio al estar en compañía de alguien que le agradaba plenamente, sin la más mínima sombra de duda.
– Sí -dijo-. A Rose Serracold. ¿La conoces?
Vespasia no había tratado a Rose en reuniones sociales, ya que las separaban casi dos generaciones, un abismo en sus posiciones sociales y un considerable grado de riqueza, aun cuando Aubrey contaba con ingresos adecuados. No tenía ni idea de si Vespasia aprobaría las opiniones políticas de Rose; ella misma podía ser muy extremista en ocasiones, y había luchado como una fiera por las reformas en que creía. Pero también era realista y muy práctica. Podía llegar a creer perfectamente que los ideales socialistas estaban basados erróneamente en la realidad de la naturaleza humana.
– ¿Y qué ha sucedido durante la visita a la señora Serracold para que hayas venido aquí en lugar de ir a tu casa a cambiarte para cenar? -preguntó Vespasia-. ¿Está relacionado con Aubrey Serracold, ese que va a presentarse por Lambeth sur y según los periódicos ha hablado de ideales bastante ridículos?
– Sí, es su mujer.
– Emily. ¡No soy una dentista para tener que sacarte la información como si fuera una muela!
– Lo siento -dijo Emily con tono arrepentido-. Todo me parece tan absurdo ahora que intento expresarlo con palabras.
– Muchas cosas hacen que uno se sienta así -observó Vespasia-. Eso no significa que no sean reales. ¿Tiene que ver con Thomas? -Había una nota de preocupación en su voz, y tenía una mirada sombría.
– Sí… y no -respondió Emily en voz baja. De pronto no le parecía en absoluto ridículo. Si Vespasia también estaba asustada es que la causa era real-. Thomas y Charlotte iban a marcharse de vacaciones a Dartmoor, pero a Thomas le retiraron el permiso…
– ¿Quién? -la interrumpió Vespasia.
Emily tragó saliva. Sacudida por el dolor y desconcertada, se dio cuenta de que Thomas no había mencionado a Vespasia que le habían despedido de Bow Street por segunda vez. Pero tenía que saberlo. El silencio solo posponía lo inevitable.
– La Brigada Especial -respondió con voz ronca; su voz se vio empañada por la cólera y el miedo-. Volvieron a echarlo de Bow Street -continuó-. Me lo dijo Charlotte cuando vino a buscar a Edward para llevárselo a Dartmoor. Han vuelto a enviar a Thomas a la Brigada Especial y le han cancelado el permiso.
Vespasia asintió de manera casi imperceptible.
– Charles Voisey va a presentarse candidato al Parlamento. Es el jefe del Círculo Interior. -No se molestó en explicarle nada más. Al ver su cara debía de haber advertido que comprendía la gravedad de todo aquello.
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