Emily guardó silencio unos minutos mientras el coche avanzaba, pensando en las extrañas preguntas que le había hecho de repente Rose sobre las sesiones de espiritismo y lo tensa que la había visto. No estaba segura de si debía preocupar o no a Jack con ello, pero era un peso demasiado grande, una inquietud que no podía quitarse de la cabeza.
El coche tomó bruscamente una curva y se internó en una calle más tranquila, donde las farolas estaban más espaciadas y proyectaban un brillo fantasmagórico en las ramas.
– Rose ha estado hablando de los espiritistas -dijo con brusquedad-. Creo que también deberías insinuarle a Aubrey que le pida que sea discreta sobre ese tema. Sus enemigos podrían malinterpretarlo, y una vez que se disuelva el Parlamento y empiece en serio la campaña electoral habrá muchos… Creo… que tal vez Aubrey no está acostumbrado a que le ataquen. Es un hombre tan encantador que cae bien a todo el mundo.
Jack se sobresaltó.
– ¿Espiritistas? ¿Te refieres a médiums como Maude Lamont? -Había en su voz una nota de ansiedad lo bastante marcada para que ella no necesitara ver su rostro para saber cuál era su expresión.
– No mencionó a Maude Lamont, aunque todo el mundo está hablando de ella. En realidad nombró a Daniel Dunglas Home, pero supongo que es lo mismo. Habló de levitación, ectoplasma y cosas así.
– Nunca sé si Rose bromea o no. ¿Estaba bromeando? -No era tanto una pregunta como una orden.
– No estoy segura -admitió Emily-. Pero no lo creo. Me dio la impresión de que había algo que le importaba mucho.
Jack se sentía incómodo y cambió de postura, pues el coche traqueteaba sobre los adoquines desiguales.
– Tendré que hablar con Aubrey también de eso. Algo que no es más que un juego social cuando eres un hombre corriente se convierte en una soga con la que pueden colgarte los periodistas cuando te presentas al Parlamento. ¡Ya estoy viendo las tiras cómicas! -Torció el gesto de tal modo que ella vio el movimiento de sus mejillas al pasar por debajo de una farola, antes de volver a sumirse en la oscuridad-. Pregunta a la señora Serracold quién va a ganar las elecciones. Qué diablos, mejor aún… ¡pregúntale quién va a ganar el Derby! -exclamó imitando una voz-. Preguntemos al fantasma de Napoleón qué va a hacer el zar de Rusia a continuación. No puede haberle perdonado por la invasión de Moscú de mil ochocientos doce.
– Aunque lo supiera, es poco probable que nos lo dijera -señaló Emily-. Y aún es menos probable que nos haya perdonado lo de Waterloo.
– Si no pudiéramos preguntar a aquellos con los que hemos estado alguna vez en guerra, tendríamos que dejar fuera a todo el mundo excepto a los portugueses y los noruegos -replicó él-. Puede que sus conocimientos sobre nuestro futuro sean bastante limitados; probablemente les importa un comino. -Respiró hondo y exhaló el aire con un suspiro-. Emily, ¿crees que está viendo realmente a un médium, no por diversión como haría en una fiesta?
– Sí… -Emily habló con fría convicción-. Me temo que sí.
* * * * *
Los dos días siguientes vinieron acompañados de noticias de distinta y preocupante naturaleza. Pitt hojeaba el periódico mientras desayunaba arenques ahumados hervidos y pan con mantequilla -una de las pocas cosas que se le daba bien era cocinar- cuando se encontró con la sección de las cartas al director. La primera ocupaba un lugar destacado en la página.
Estimado director:
Escribo con cierta consternación como ciudadano que ha apoyado durante toda su vida al Partido Liberal y todo lo que ha conseguido por la gente de este país e, indirectamente, por el mundo. Siempre he admirado y aprobado todas las reformas que han emprendido y han convertido en leyes.
Sin embargo, vivo en el distrito de Lambeth sur y he escuchado cada vez más alarmado las opiniones del señor Aubrey Serracold, el candidato liberal para ese escaño. No representa los viejos valores liberales de la reforma prudente e inteligente, sino más bien un socialismo histérico que arrasaría con todos los grandes logros del pasado en un frenesí de cambios insensatos, seguramente bien intencionado, pero que beneficiarían inevitablemente a la minoría por un tiempo, a costa de la mayoría y de destruir nuestra economía.
Pido encarecidamente a todos los votantes que suelen apoyar al Partido Liberal que presten mucha atención a lo que el señor Serracold tiene que decir, y que consideren, aunque les pese, si realmente pueden secundarle, y si lo hacen, que tengan en cuenta el camino de destrucción por el que nos están llevando.
La reforma social es el ideal de todo hombre honrado, pero debe hacerse con prudencia y sabiduría, y a un ritmo que podamos asimilarla dentro de la estructura de nuestra sociedad. Si se hace apresuradamente, respondiendo a la falta de moderación de un hombre que carece de experiencia y al parecer de todo sentido práctico, será a costa de la miseria de la vasta mayoría de nuestro pueblo, que se merece de nosotros algo mejor.
Le escribe con profunda tristeza,
ROLAND KlNGSLEY,
general de división retirado
Pitt dejó que el té se enfriara, mirando fijamente la página impresa que tenía ante sí. Aquel era el primer golpe franco contra Serracold, y era fuerte y contundente. Le perjudicaría.
¿Se trataba del Círculo Interior, que se estaba movilizando e iniciaba la verdadera batalla?
Pitt salió a comprar otros cinco periódicos y se los llevó a su casa para ver si el general de división había escrito a alguno más en los mismos términos. En tres de ellos encontró prácticamente la misma carta con alguna frase cambiada aquí y allá.
Dobló los periódicos y permaneció sentado unos minutos, inmóvil, preguntándose qué importancia debía conceder al ataque. ¿Quién era Kingsley? ¿Era un hombre cuyas opiniones influirían a otras personas? Y lo más importante, ¿era su carta una coincidencia o el comienzo de una campaña?
No había llegado a ninguna conclusión sobre la necesidad de averiguar más sobre Kingsley cuando sonó el timbre de la puerta. Levantó la vista hacia el reloj de la cocina y se dio cuenta de que eran las nueve pasadas. La señora Brady debía de haberse olvidado las llaves. Se levantó molesto por la intrusión, a pesar de que agradecía el trabajo de aquella mujer, y acudió a abrir ante los timbrazos cada vez más insistentes.
Pero en el umbral no encontró a la señora Brady, sino a un joven con traje marrón, cabello peinado hacia atrás y una expresión ansiosa.
– Buenos días, señor -dijo secamente en posición de firmes-. El sargento Grenville, señor…
– Si Narraway quiere hablarme de la carta del Times, ya la he leído -dijo Pitt con bastante aspereza-. Y las del Spectator, el Mail y el Illustrated London News.
– No, señor -respondió el hombre ceñudo-. Se trata del asesinato.
– ¿Cómo? -Al principio Pitt creyó que no le había oído bien.
– El asesinato, señor -repitió el joven-. En Southampton Row.
Pitt sintió unos remordimientos casi tan intensos como un dolor físico, seguidos de una oleada de odio hacia Voisey y todo el Círculo Interior por haberle alejado de Bow Street, donde se había enfrentado con crímenes que comprendía, por terribles que hubieran sido, y tenía el talento y la experiencia, en la mayoría de los casos, para resolverlos. Era su profesión, y él era bueno en ella. En cambio, en la Brigada Especial andaba perdido; sabía lo que se avecinaba y era incapaz de detenerlo.
– Ha cometido un error -dijo tajante-. Yo ya no me ocupo de los asesinatos. Vuelva y dígale a su comandante que no puedo ayudarle. Preséntese ante el superintendente Wetron en Bow Street.
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