– Sí, supongo que sí. -A Harriet la asaltó una idea inquietante-. Si no hubiera sido perfecto, ¿lo habrías comprado?
– A ningún precio.
– ¿Ni aunque yo lo quisiera?
– No. Eso es lo malo que tengo. Además, tú no habrías querido. Tienes una mente académica, y te habrías sentido incómoda al saber que algo no era bueno, aunque nadie lo supiera.
– Es verdad. Siempre que alguien lo elogiara, me sentiría obligada a decir: «Sí, pero una de las piezas es moderna», y sería una pesadez. En fin, me alegro de que todas sean buenas, porque le he cogido un cariño realmente absurdo. Llevo semanas soñando con ellas. Y ni siquiera te he dado las gracias.
– Claro que sí… y, además, para mí ha sido un placer… Veamos si esa espineta funciona.
Se abrió paso por «el extremo y abismo oscuros» de la tienda, apartando una rueca, un enfriador de vino georgiano, una lámpara de bronce y un bosquecillo de ídolos birmanos que se interponían entre el instrumento y él.
– Variaciones sobre una caja de música -dijo, pasando los dedos por las teclas, y tras acercar un taburete, se sentó y tocó, primero un minué de una suite de Bach, después una giga, y a continuación atacó la melodía de «Mangasverdes»:
Ay, amor, cuánto me duele
tu descortés abandono ,
yo que tanto tiempo te amé
y tu compañía fue mi deleite.
Ahora verá que no me importa, pensó Harriet, y alzó la voz alegremente en el estribillo:
Pues Mangasverdes era mi dicha
y Mangasverdes era mi gozo…
Peter dejó de tocar inmediatamente.
– No es tu tono. Dios te tiene destinada a contralto. -Transportó la canción a mi menor, en una tintineante cascada de modulaciones-. No me habías dicho que supieras cantar… No, ya veo que no practicas… ¿En un coro? ¿Un coro de Bach?… Claro… Tendría que habérmelo imaginado… «Y Mangasverdes era mi corazón, y quién sino mi señora Mangasverdes»… ¿Conoces alguna de las Cancionetas para dos voces , de Morley?… Vamos… «¡Y hete aquí al rayar el alba…!» La parte que quieras, son todas iguales… «Ella, mi amor, adornaba…» Sol natural, hija mía, sol natural…
El comerciante bajó las escaleras cargado con materiales para embalar, sin prestarles atención. Estaba acostumbrado a las rarezas de los clientes, y además, probablemente albergaba la esperanza de venderles la espineta.
– Esto es la esencia misma de la música -dijo Peter, después de que tenor y contralto se hermanaran en una última y cordial cadencia-. Cualquiera puede alcanzar la armonía, si nos dejan a nosotros el contrapunto. ¿Qué más?… ¿«Acuéstate, dulce musa…»? ¡Vamos, vamos! ¿Es cierto? ¿Es gentil? ¿Es necesario?… «El amor es capricho, el amor es frenesí»… Muy bien, te debo una por eso, y con mirada pícara tocó los compases iníciales de «Dulce Cupido, madura su deseo».
– No -dijo Harriet, sonrojándose.
– No, no es de muy buen gusto. Otra cosa.
Vaciló unos momentos, pasó de una melodía a otra y al final se decidió por la más conocida de las canciones de amor isabelinas:
De buen grado cambiaría esa nota
con que el sincero amor me cautivó…
Con los codos apoyados en la tapa de la espineta y la barbilla entre las manos, Harriet dejó que Peter cantara solo. Dos caballeros que habían entrado y estaban hablando en voz muy alta en la parte delantera de la tienda, abandonaron la desganada búsqueda de candelabros de bronce y avanzaron a trompicones en medio de la oscuridad para ver quién hacía aquel ruido.
Albergue de dicha y gozo ,
de los más dulces placeres ,
solo a ti adoro ;
te veo como eres ,
te amo de corazón
y ante ti me postro .
El excelente aire de Tobias Hume se eleva en un desafío agudo y triunfal en el penúltimo verso y a continuación retoma la tónica con estruendo. Harriet le hizo una señal al cantante para que bajase la voz, pero era demasiado tarde.
– ¡Eh, oiga! -gritó con agresividad el más corpulento de los dos jóvenes-. ¡Está armando un jaleo de mil demonios! ¡Cállese!
Peter giró el taburete.
– ¿Cómo dice? -Limpió el monóculo con exagerada parsimonia, se lo colocó y recorrió con la mirada el inmenso personaje embutido en un traje de mezclilla inclinado sobre él-. Usted perdone, pero ¿iba dirigida a mi esa amable observación?
Harriet empezó a decir algo, pero el joven se volvió hacia ella.
– ¿Quién es este sinvergüenza afeminado? -preguntó a voz en grito.
– Me han acusado de muchas cosas, pero la acusación de afeminamiento es una novedad para mí. ¿Le importaría explicarse?
– No me gusta su canción -contestó el joven, balanceándose un poco-, no me gusta su voz y no me gusta su ridículo monóculo.
– Cálmate, Reggie -dijo su amigo.
– Está molestando a esta dama -insistió el joven-. La está dejando en evidencia. ¡Fuera de aquí!
– ¡Dios santo! -exclamó Wimsey, dirigiéndose a Harriet-. ¿No será este por casualidad el señor Jones, del Jesus?
– ¿A quién llama usted puñetero galés? -gruñó furibundo el joven-. Me llamo Pomfret.
– Y yo Wimsey -replicó Peter-. Igualmente ancestral pero menos eufónico. Venga, hijo, no sea tonto. No debe actuar así ante sus mayores, ni ante las damas.
– ¡Al diablo los mayores! -exclamó el señor Pomfret, a quien aquella frase tan poco afortunada le recordaba demasiadas cosas-. ¿Cree que puede burlarse de mí? ¡Defiéndase! ¿Por qué no puede defenderse solo?
– En primer lugar, porque tengo veinte años más que usted -repuso Wimsey con gentileza-. En segundo lugar, porque usted es quince centímetros más alto que yo, y en tercer lugar, porque no quiero hacerle daño.
– ¿Ah, sí? Pues a ver, gallina.
El señor Pomfret lanzó un impetuoso puñetazo contra la cabeza del Peter, que lo paró aferrándolo por la muñeca.
– Como no se tranquilice, va a romper algo -dijo su señoría-. Mire, caballero. Haga el favor de llevarse a casa a su eufórico amigo. ¿Cómo demonios puede estar borracho a estas horas?
El amigo ofreció una confusa explicación sobre un almuerzo y la consiguiente borrachera. Peter negó con la cabeza.
– Una ginebra detrás de otra, maldita sea -dijo Peter con tristeza-. En fin, caballero. Será mejor que pida disculpas a la señora y se largue.
Conteniéndose y a punto de estallar en llanto, el señor Pomfret dijo entre dientes que lamentaba haber armado tanto jaleo.
– Pero ¿por qué se ha burlado de mí? -le preguntó a Harriet en tono de reproche.
– No se ha burlado de usted, señor Pomfret. Está usted muy equivocado.
– ¡Al diablo con los mayores! -exclamó el señor Pomfret.
– No empiece otra vez -le pidió Peter con amabilidad. Al levantarse, sus ojos quedaron a la altura de la barbilla del señor Pomfret-. Si desea continuar con la conversación, me encontrará mañana por la mañana en el Mitre. Salga usted, por favor.
– Vamos, Reggie -dijo el amigo.
El anticuario, que había vuelto a la tarea de empaquetar tras asegurarse de que no hacía falta llamar a la policía ni a los supervisores de la universidad, dio un brinco para abrir la puerta y dijo amablemente: «Buenas tardes, caballeros», como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal.
– De mí no se burla nadie, maldita sea -dijo el señor Pomfret en la puerta, intentando volver a montar un espectáculo.
– Venga, muchacho, que nadie se está burlando de ti -dijo su amigo-. ¡Vamos! Ya te has divertido lo suficiente esta tarde.
Pusieron tierra de por medio.
– ¡Vaya, vaya! -dijo Peter.
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