Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– Sí, comprendo… Espero que no vayas a insinuar que la señorita Hillyard es Arthur Robinson disfrazado, porque la conozco desde hace diez años.

– ¿Y por qué la señorita Hillyard? ¿Qué ha hecho?

– Nada que pueda demostrarse.

– Cuéntame.

Harriet contó lo de la llamada telefónica, y Peter la escuchó con expresión grave.

– ¿Ha hecho una montaña de un grano de arena?

– Creo que no. Creo que nuestra amiga se ha dado cuenta de que representas un peligro y ha decidido emprenderla contigo primero. A menos que se trate de un enfrentamiento totalmente distinto, que también es posible. Hiciste muy bien en llamar.

– El mérito es tuyo. No había olvidado tus mordaces comentarios sobre la protagonista de novela policíaca y el recado falso de Scotland Yard.

– ¿En serio?… Harriet, ¿me dejas que te enseñe a enfrentarte a una agresión si algún día se produce?

– ¿Enfrentarme a…? Sí, me gustaría saberlo, aunque la verdad es que soy bastante fuerte. Creo que podría hacer frente a casi todo, menos una puñalada por la espalda. Y eso era lo que me esperaba.

– Pues dudo que sea eso -replicó Peter con tranquilidad-. Se pone todo asqueroso y hay que deshacerse de un arma asquerosa. El estrangulamiento es más limpio y rápido y no se hace ruido.

– ¡Aaag!

– Tienes buen cuello -añadió pensativo su señoría-. Tiene un aspecto como de lirio de agua que es por sí mismo una invitación a la violencia. No quiero que me lleven preso por agresión, pero si tienes la amabilidad de acompañarme a ese prado que queda tan a mano, me complacerá estrangularte científicamente en varias posturas.

– Eres un compañero horripilante para una excursión.

– Hablo en serio. -Peter había salido del coche y tenía la portezuela abierta para Harriet-. Vamos, Harriet. Estoy fingiendo cortésmente que no me importan los riesgos que corras. No querrás que te suplique de rodillas, ¿no?

– Vas a hacer que me sienta ignorante y desvalida -repuso Harriet, siguiéndole de todas formas hasta la valla más cercana-. Y no me gusta la idea.

– Este prado nos viene que ni de perlas. No lo han preparado para el heno, está relativamente libre de cardos y boñigas de vaca y hay un seto que nos protege de la carretera.

– Y cuando me caiga estará blandito y además tiene una charca a la que arrojar el cadáver si te entusiasmas demasiado. Muy bien. He rezado mis oraciones.

– Entonces ten la bondad de imaginarte que soy un canalla malcarado con los ojos puestos en tu bolso, tu virtud y tu vida.

Los siguientes minutos resultaron agotadores.

– No te revuelvas tanto -dijo Peter con gentileza-. Así solo conseguirás cansarte. Usa mi peso para hacerme perder el equilibrio. Lo pongo enteramente a tu disposición, y no puedo moverlo en dos direcciones al mismo tiempo. Si dejas que me domine mi desmedida ambición, caeré al otro lado con la maravillosa precisión de la manzana de Newton.

– No lo entiendo.

– Tú intenta estrangularme a mí y lo verás.

– Conque este prado era blandito, ¿eh? -dijo Harriet cuando Peter la hizo tropezar ignominiosamente. Se frotó los pies con resentimiento-. Ahora voy a hacértelo a ti, ya verás.

Y en esta ocasión, por habilidad o por benevolencia, consiguió que Peter perdiera el equilibrio, de modo que se salvó de desplomarse despatarrado gracias a un complicado giro que recordaba a una anguila retorciéndose en un anzuelo.

– Deberíamos parar -dijo Peter después de haberle enseñado a Harriet cómo deshacerse del canalla que ataca de frente, del canalla que se abalanza por detrás y del canalla, más refinado, que inicia las operaciones con un pañuelo de seda-. Mañana te vas a sentir como si hubieras jugado al futbol.

– Creo que me dolerá la garganta.

– Lo siento. ¿Me he dejado llevar por mi naturaleza animal? Es lo peor que tienen estos deportes tan duros.

– Más duro sería si fuera en serio. No me gustaría encontrarme contigo en un callejón en una noche oscura, y espero que la autora de los anónimos no haya estudiado el tema. Peter no pensarás en serio que…

– Huyo de los pensamientos serios como de la peste, pero te aseguro que no he estado dándote golpes a diestro y siniestro por divertirme.

– Te creo. Ningún caballero podría zarandear a una señora de una forma más impersonal.

– Gracias por el cumplido. ¿Un cigarrillo?

Harriet aceptó el cigarrillos, que en su opinión se merecía, y se sentó con los brazos alrededor de las rodillas, transformando mentalmente los acontecimientos de la última hora en una escena de un libro (la desagradable costumbre del novelista) y pensando que, con un poquito de vulgaridad por ambas partes, podía convertirse en una bonita secuencia de exhibicionismo para el varón y una provocación para la fémina en cuestión. Manipulándolo un poco, podría ser objeto del capítulo en el que el sinvergüenza de Everard va a seducir a Sheila, la esposa exquisita pero abandonada. Podía atraparla, rodilla contra rodilla y pecho contra pecho, estrecharla en un férreo abrazo y sonreír desafiante ante su rostro arrebolado, y Sheila podía desfallecer, momento en el que Everard cubriría su boca de apasionados besos o diría: «¡No, por Dios! ¡No me tientes!», que al fin y al cabo sería lo mismo. Les iría bien a esos dos ordinarios, pensó Harriet, y se pasó un dedo inquisitivo bajo la mandíbula, donde había dejado su recuerdo la presión de un pulgar implacable.

– Anímate -dijo Peter-. Se te quitará.

– ¿Tienes intención de darle clases de defensa personal a la señorita De Vine?

– Me tiene preocupado. Está mal del corazón, ¿no?

– Supuestamente, sí. No subió a la torre de Magdalen.

– Y seguramente tampoco andará por el college robando fusibles ni entrando y saliendo por las ventanas, en cuyo caso las horquillas la inculparían, lo cual nos remite a la teoría de Robinson, pero es fácil fingir que tienes el corazón peor de lo que está. ¿La has visto con un ataque al corazón?

– Pues ahora que lo dices, no.

– ¿Ves? Ella me dio la pista de Robinson. Yo le ofrecí la oportunidad de contar una historia, y la contó. Al día siguiente fui a verla y le pregunté el apellido. Se hizo mucho de rogar, pero me lo dijo. Es fácil arrojar sospechas sobre personas que te guardan rencor, sin necesidad de decir mentiras. Si quisiera que creyeras que alguien me la tiene jurada, podría darte una lista de enemigos tan larga como mi brazo.

– Supongo que sí. ¿Han intentado liquidarte?

– No con demasiada frecuencia. De vez en cuando me envían estupideces por correo, como crema de afeitar llena de bichos. Y en una ocasión, conocí a un caballero que tenía una píldora para curar la debilidad y la fatiga. Mantuve una larga correspondencia con él, siempre con sobres corrientes. Lo bonito de su sistema era que te hacía pagar por la píldora, lo que sigue pareciéndome un detalle magnífico. La verdad es que logró embaucarme, sólo cometió un pequeño error de cálculo al suponer que yo necesitaba la píldora, y no me extraña, porque con la lista de síntomas que le presenté, cualquiera habría pensado que necesitaba la farmacopea completa, pero un día me envió la dosis para una semana, siete píldoras, a un precio escandaloso, y yo, muy prudente fui a ver a mi amigo del Ministerio del Interior que se ocupa de los charlatanes, de los anuncios inmorales y demás, y desperté su curiosidad lo suficiente para que las analizara. «Hum. Seis de ellas no te harían ni bien ni mal, pero la otra, seguro que curaba la fatiga», me dijo. Así que, como es natural, le pregunté qué contenía. «Estricnina», me dijo. «Una dosis mortal. Si quieres echarte a rodar como un aro por toda la habitación, con la cabeza tocándote los pies, te garantizo el resultado.» Así que fuimos a buscar a ese caballero.

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