Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– ¿Qué hacía Annie en la conserjería a esas horas?

– Acababa de entrar, porque tenía medio día libre, señorita. Pasó un ratito con la señora Padgett en la conserjería.

– ¿Ah, sí? No le habrá contado nada de esta historia, ¿verdad, Padgett? No le tiene ningún aprecio a la señorita Hillyard, y para mí que es una lianta.

– No dije ni media palabra, señorita, ni siquiera a la señora Padgett, y no pudieron oírme hablar por teléfono, porque al no encontrar ni a la señorita Lydgate ni a la señorita Edwards, cuando usted empezó a contármelo, cerré la puerta del cuarto de estar. Después me asomé y le dije a la señora Padgett: «Oye, vigila tú la verja, que voy a salir un momento a darle un recado a Mullins». Así que esto es lo que se podría llamar confidencialidad, entre usted y yo, señorita.

– Pues que siga siendo confidencial, Padgett. A lo mejor son imaginaciones mías, algo absurdo. Lo de la llamada fue un embuste, sin duda, pero no hay pruebas de que se hiciera con maldad. ¿Entró alguien más entre las once menos veinte y las once?

– Eso lo sabrá la señora Padgett, señorita. Le enviaré una lista de los nombres, o si quiere venir ahora a la conserjería…

– No. Será mejor que no. Déme la lista mañana por la mañana.

Harriet fue a buscar a la señorita Edwards, de cuya discreción y sentido común tenía muy buena opinión, y le contó lo de la llamada.

– Es que si hubiera ocurrido algo, posiblemente hicieron la llamada con intención de demostrar una coartada, aunque no sé cómo -dijo-. Si no, ¿por qué intentar que yo volviera a las once? O sea, si querían que el incidente empezara a esa hora y que yo lo presenciara, la persona en cuestión ha tenido que arreglar las cosas de tal manera que pareciera que estaba en otro sitio en esos momentos, pero ¿por qué era necesario que yo fuera testigo?

– Sí… ¿y por qué dijo que ya había empezado todo cuando no era así? ¿Y por qué no iba a servir usted de testigo cuando además estaba la rectora?

– Claro, la idea era que se produjera un altercado mientras yo estaba en medio, a tiempo para que se sospechara que yo lo había provocado -replicó Harriet.

– Esto es absurdo. Todo el mundo sabe que precisamente usted no puede ser la Poltergeist .

– Pues entonces tenemos que volver a la primera idea. En teoría, yo tenía que ser la persona a la que agrediesen, pero ¿por qué no a medianoche o en cualquier otro momento? ¿Por qué tenía que volver a las once?

– ¿Y no podría ser algo ideado para que estallase a las once, mientras se establecía la coartada?

– Nadie podía saber con exactitud el tiempo que yo tardaría en volver de Somerville a Shrewsbury, a menos que esté pensando en una bomba o algo que estallaría al abrirse la verja… pero eso funcionaría igualmente en cualquier momento…

– Pero si la coartada era para las once…

– Entonces, ¿por qué no estalló la bomba? Es que simplemente no me puedo creer que fuera una bomba.

– Yo tampoco…, no, la verdad es que no -dijo la señorita Edwards-. Son simples teorías. Supongo que Padgett no vio nada sospechoso…

– Solamente a la señorita Hillyard, que estaba sentada en el jardín de las profesoras -replicó Harriet como sin darle mayor importancia.

– ¡Ah!

– Algunas noches pasea por allí. Yo la he visto alguna vez… No sé, a lo mejor se asustó por algo…

– Es posible -dijo la señorita Edwards -. Por cierto, parece que su aristocrático amigo ha vencido los prejuicios de la señorita Hillyard de una forma sorprendente. No me refiero al que la saludó a usted en el patio, sino al que vino a cenar.

– ¿Quiere hacer una novela de misterio con lo que ocurrió ayer por la tarde? -replicó Harriet sonriendo-. Creo que solo se trataba de presentarle a alguien que tiene una biblioteca en Italia.

– Eso nos contó ella -dijo la señorita Edwards. Harriet comprendió, que nada más volver la espalda, debían de haber llegado montones de cotilleos a oídos de la tutora de historia-. Pero bueno -añadió la señorita Edwards -, le prometí un trabajo sobre los grupos sanguíneos, y él todavía no ha empezado a darme la lata con eso. Es un hombre muy interesante, ¿no le parece?

– ¿Desde el punto de vista de la bióloga?

La señorita Edwards se echó a reír.

– Bueno, sí, como ejemplar de animal con pedigrí: excesivamente desarrollado pero con una gran inteligencia, un tanto nerviosa; pero no me refería a eso.

– Entonces, ¿desde el punto de vista de la mujer?

La señorita Edwards le dirigió una mirada muy sincera a Harriet.

– Supongo que desde el punto de vista de muchas mujeres.

Harriet la miró directamente a los ojos.

– No tengo información sobre ese asunto.

– ¡Ah! -exclamó la señorita Edwards-. Pero en sus novelas, se ocupa usted de los aspectos materiales más que de los psicológicos, ¿no?

Harriet no tuvo repara en reconocerlo.

– Bueno, no importa -replicó la señorita Edwards, y se despidió con brusquedad.

Harriet no acababa de comprender que significaba todo aquello. Curiosamente, jamás se había planteado qué pensaban las demás mujeres de Peter, ni él de ellas, lo cual debía de apuntar o bien a que sentía gran confianza o gran indiferencia, porque, bien pensado, Peter reunía todos los requisitos de soltero de oro.

Al llegar a su habitación, sacó la nota del bolso que había escrito deprisa y corriendo y la rompió sin volver a leerla. Solo de pensarlo se puso colorada. Las heroicidades que no salen bien constituyen la esencia misma de lo burlesco.

El jueves destacó por una pelea violenta, prolongada y completamente inexplicable entre la señorita Hillyard y la señorita Chilperic, que tuvo lugar en el jardín de las profesoras tras la comida. Después nadie fue capaz de recordar cómo ni por qué había comenzado. Alguien había revuelto un montón de libros y papeles en una de las mesas de la biblioteca, con el resultado de que una aspirante a entrar en la facultad de historia había llegado a una clase contando que le habían quitado unas notas, o que las había perdido. La señorita Hillyard, que llevaba todo el día de un humor de perros, se tomó el asunto muy a pecho, y después de pasarse la cena con cara larga, estalló indignada contra todo el mundo (no antes de que se hubiera marchado la rectora).

– Lo que no acabo de entender es por qué mis alumnas tienen que pagar por los descuidos de las demás -dijo.

La señorita Burrows replicó que no creía que sufrieran más que las demás. La señorita Hillyard adujo varios ejemplos que se remontaban a los últimos tres trimestres en lo que a varias alumnas de historia le habían interrumpido en sus estudios de una forma que parecía deliberada.

– Y teniendo en cuenta que historia es una de las especialidades más extensas y no precisamente la menos importante… -añadió.

La señorita Chilperic apuntó, y sin equivocarse, que precisamente aquel año había habido más alumnas de inglés que ningún otro año.

– Claro, faltaría más -replicó enfadada la señorita Hillyard-. A lo mejor hay dos o tres más este año… Sí, supongo que sí, pero no veo la necesidad de otra tutora de inglés, cuando yo tengo que enfrentarme sola a tantas…

Fue entonces cuando el motivo de la riña empezó a perderse en una auténtica tormenta de personalismos, en el transcurso de la cual la señorita Chilperic fue acusada de insolencia, altanería, desinterés por su trabajo, torpeza y el deseo de llamar la atención. La pobre señorita Chilperic se quedó atónita ante semejante catarata de insultos. Y la verdad es que nadie sabía qué hacer, salvo, quizá la señorita Edwards, que seguía tejiendo su suéter de hilo tranquilamente, a pesar de los pesares. Al final la agresión verbal pasó de la señorita Chilperic a su prometido, cuya beca fue sometida a mordaces críticas.

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