P. James - Muerte En El Seminario

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En La hora de la verdad, el diario que P. D. James comenzara a escribir en su 77 cumpleaños, leíamos cómo la publicación de su primera novela, Cubridle la cara, allá por 1962, había supuesto uno de los momentos más intensos de su vida.
Desde entonces han transcurrido cuarenta años, traducidos en quince novelas, con títulos inolvidables como Muerte de un forense, La calavera bajo la piel o No apto para mujeres. A lo largo de este tiempo P. D. James se “ha ganado” dos títulos, el de baronesa, que le concediera la reina de Inglaterra y el de la gran dama del crimen, otorgado por los lectores. Nombres como los de Minnete Walters o Ruth Rendell han irrumpido con fuerza en el género policíaco, pero ninguna de ellas ha logrado su popularidad y calidad.
En Muerte en el seminario encontramos a una P. D. James ya octogenaria que no ha perdido un ápice de su capacidad narradora, de la exquisitez de su estilo, la imaginación o la solidez de sus personajes. El lector vuelve a encontrarse con un viejo conocido, el detective de Scotland Yard Adam Dalgliesh, que logrará resolver uno de los casos más complicados de su ya dilatada carrera.
Uno de los internos del seminario anglicano de Saint Anselm, Ronald Treeves, ha aparecido muerto bajo un montón de arena. Accidente o suicidio, el acontecimiento se habría olvidado si Sir Alred Treeves, el padrastro de Ronald, no hubiera sido un influyente industrial que desea llegar al final del asunto. Adam Dalgliesh acepta el caso en la ilusión de comenzar unas vacaciones. Pero todo se complica con el asesinato del archidiácono Matthew Crampton. ésta es la trama inicial a partir de la cual se desarrolla la compleja resolución de las muertes y los motivos.
Como la propia autora, el Dalgliesh que conocemos ahora resulta mucho más completo. Recordamos al Dalgliesh de, por ejemplo, Mortaja para un ruiseñor (1971), cerebral, imaginativo y resolutivo. Las características definitorias del actual serían la reflexión, la humanidad e incluso sus propias incertidumbres, pues en ninguna otra obra le ha interesado tanto a P. D. James el componente psicológico de sus personajes en general y de Dalgliesh en particular. Sin perder en ningún momento el hilo conductor de la acción, la resolución de las muertes, la autora nos introduce en el mundo interior de los personajes. Aunque tal vez esa especie de declaración final sobre las bondades del hombre virtuoso, en el breve libro cuarto, Un final y un principio, resulte un tanto sentimental.
En cuanto a la resolución del caso, resulta singularmente compleja porque bajo la aparente “normalidad”, casi todos los personajes tienen motivos más que sobrados para cometer tan deleznable acción. Además, las coincidencias a las que se ha hecho referencia, aunque puedan resultar sospechosas desde el punto de vista narrativo, potencian la dificultad inherente a este nuevo caso que resolverá Dalgleish acompañado de Kate Miskin, a quien no habíamos visto en las últimas entregas. Además del personaje de Dalgleish esta última novela se parece a las anteriores en que resulta dificultoso abandonar su lectura.

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– ¿O sea que no observó nada sospechoso?

– Bueno, más que sospechoso, extraño. El muchacho estaba en una posición rara: boca abajo, como un conejo o un perro que hubiese estado escarbando en el acantilado.

– ¿Y no encontraron nada cerca del cadáver?

– Su ropa: una capa marrón y una túnica negra con botones…, la sotana. Estaban pulcramente dobladas.

– ¿Y algo susceptible de utilizarse como arma?

– Bueno, sólo un trozo de madera. Lo encontramos al desenterrar el cuerpo. Estaba bastante cerca de la mano derecha del muchacho. Lo traje a la comisaría por si era importante, pero nadie le prestó atención. Si quiere verlo, aún está aquí, señor. No entiendo por qué no lo tiraron a la basura después de la vista. No tenía huellas digitales ni restos de sangre.

Se dirigió a un armario situado en el fondo del despacho y extrajo un objeto envuelto en plástico. En efecto, se trataba de un pedazo de madera clara de unos setenta centímetros de largo. Al examinarlo, Dalgliesh vio unas manchas azules que parecían de pintura.

– A mi juicio, no ha estado en el agua, señor -señaló el sargento Jones-. Es posible que lo encontrase en la arena y lo recogiera sin ningún propósito. La gente recoge objetos en la playa por una especie de instinto. Al padre Sebastian se le ocurrió que tal vez el palo procedía de una vieja caseta de baño que habían demolido y que estaba justo en lo alto de la escalera que conduce a la playa. Por lo visto, el padre Sebastian pensó que la vieja caseta azul y blanca resultaba antiestética y que era preferible construir otra de madera sin pintar. Y eso es lo que hicieron. Además de usarla como vestuario, guardan en ella un bote de rescate, por si alguno de los bañistas necesita ayuda. La vieja caseta estaba muy deteriorada. Sin embargo, no se habían llevado todos los restos, y aún quedaba una pila de tablas podridas. Supongo que ya no estarán allí.

– ¿Había huellas de pisadas?

– Bueno, es lo primero que buscamos. La arena había borrado las del chico, pero encontramos una línea interrumpida de huellas más arriba. Eran suyas; lo sabemos por los zapatos, ¿sabe? De todos modos, recorrió la mayor parte del trayecto por las piedras, como podría haber hecho cualquiera. La arena estaba bastante pisoteada en el lugar de los hechos. Es lógico, teniendo en cuenta que la señora Munroe, el señor Gregory y los dos sacerdotes no se habían molestado en mirar dónde ponían los pies.

– ¿A usted le sorprendió el dictamen?

– Bueno, debo admitir que sí. Habría sido más razonable que se declarasen incompetentes para determinar las causas de la muerte. El señor Mellish formó parte del jurado; le gusta participar cuando el caso es complicado o de interés público. Hubo unanimidad entre los ocho miembros. Para qué negarlo: un veredicto no concluyente resulta siempre insatisfactorio, y Saint Anselm es una institución muy respetada en la zona. Están aislados, desde luego, pero los jóvenes predican en iglesias cercanas y prestan un servicio a la comunidad. Con eso no quiero decir que el jurado se equivocase. En fin, eso es lo que dictaminaron.

– Sir Alred no tiene motivos para poner en entredicho la rigurosidad de la investigación -apuntó Dalgliesh-. Dudo que hubiera sido posible llevarla mejor.

– Yo también lo dudo, señor Dalgliesh, y el forense opina lo mismo.

El sargento Jones no parecía disponer de más información, por lo que Dalgliesh le agradeció su ayuda y el café antes de marcharse. La tabla con restos de pintura azul estaba envuelta y etiquetada. Dalgliesh se la llevó, más que nada porque pensó que eso se esperaba de él.

En un extremo del aparcamiento, un hombre cargaba cajas de cartón en el maletero de un Rover. Al ver que Dalgliesh subía a su Jaguar, lo miró fijamente por unos instantes y luego, como movido por una súbita resolución, se acercó a él. Dalgliesh se encontró ante una cara prematuramente envejecida a causa del sufrimiento o la falta de sueño. Ofrecía un aspecto que había visto demasiado a menudo para no reconocerlo.

– Usted debe de ser el comisario Adam Dalgliesh. Ted Williams me comunicó que vendría. Soy el inspector Roger Yarwood. Estoy de baja por enfermedad y he venido a recoger parte de mis cosas. Sólo quería decirle que nos veremos en Saint Anselm. Los padres me acogen de vez en cuando. El seminario sale más barato que un hotel, y la compañía es más agradable que la del manicomio local, la alternativa lógica. Ah, y la comida es mejor.

Las palabras salieron de un tirón, como si las hubiese ensayado, y en los negros ojos del hombre había una expresión a un tiempo desafiante y avergonzada. A Dalgliesh no le agradó la noticia, pues alimentaba la absurda esperanza de ser el único huésped.

– No se preocupe -agregó Yarwood, como intuyendo su reacción-, no iré a su habitación a tomar cerveza después de las completas. Quiero alejarme de los chismorreos de la policía. Y sospecho que usted también.

Antes de que Dalgliesh pudiese hacer algo más que estrecharle la mano, Yarwood saludó con una breve inclinación de cabeza y se alejó con paso decidido hacia su vehículo.

8

Dalgliesh había avisado que llegaría al seminario después de comer. Antes de salir de Lowestoft, compró en una charcutería pan caliente, mantequilla, paté de campaña y medio litro de vino. Como siempre que abandonaba la ciudad, iba provisto de un vaso y un termo con café.

Salió del pueblo por callejuelas laterales y luego tomó un camino lleno de rodadas y cubierto en parte de maleza, apenas lo bastante ancho para el Jaguar. Al ver un portalón abierto con una amplia vista a los campos otoñales, se detuvo para comer, no sin antes apagar el teléfono móvil. Bajó del coche, se sentó contra uno de los postes de la portalada y cerró los ojos para escuchar el silencio. Era uno de esos momentos que más anhelaba en su ajetreada vida, en los que tenía la certeza de que nadie en el mundo sabía dónde estaba ni podía localizarlo. Una brisa de aroma dulzón transportó hasta él los casi imperceptibles sonidos del campo: el lejano canto de un pájaro imposible de identificar, el susurro del viento entre las altas hierbas, el crujido de una rama por encima de su cabeza. Después de comer, caminó a paso vigoroso unos setecientos metros, regresó al coche y puso rumbo a la A12 y Ballard’s Mere.

Un poco antes de lo que esperaba apareció el desvío; el mismo e imponente fresno -aunque ahora cubierto de hiedra y en franca decadencia- y, a su izquierda, dos casas bonitas con cuidados jardines. El estrecho camino, casi un sendero, estaba ligeramente hundido, y el crecido seto invernal que rodeaba el terraplén obstaculizaba la vista del cabo, de manera que sólo donde los arbustos eran menos espesos se vislumbraban las altas chimeneas de ladrillo y la cúpula sur del lejano Saint Anselm. No obstante, cuando llegó al acantilado y torció hacia el norte por la pedregosa carretera costera, Dalgliesh avistó el estrambótico edificio de ladrillo y piedra, tan colorido e irreal como un recortable de cartón contra el intenso azul del cielo. El edificio parecía moverse hacia él, llevando inexorablemente consigo imágenes de la adolescencia y vagos recuerdos de cambiantes estados de ánimo: alegría y dolor, incertidumbre y luminosa esperanza. El edificio no parecía haber cambiado. Las dos ruinosas torres de estilo Tudor, por entre cuyas grietas asomaban malas hierbas, todavía montaban guardia en la entrada del patio delantero, y al pasar entre ellas Dalgliesh admiró de nuevo la casa, esta vez en todo su complejo y autoritario esplendor.

Durante su adolescencia había imperado una actitud de desprecio hacia la arquitectura victoriana, y a la sazón él había contemplado el edificio con el debido desdén, aunque sintiéndose ligeramente culpable por ello. El arquitecto, quizá presionado por el propietario original, había incorporado todos los detalles al uso: chimeneas altas, miradores, una cúpula central, una torre al sur, una fachada almenada y un enorme porche de piedra. No obstante, Dalgliesh pensó que el resultado era menos discordante y monstruoso de lo que le había parecido en su juventud, y que el arquitecto había conseguido al menos un equilibrio y unas proporciones no del todo desagradables en su dramática mezcla de romanticismo medieval, estilo neogótico y domesticidad victoriana.

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