Peter James - Tan Muerto Como Tú

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En el hotel Metropole de Brighton, la noche de Nochevieja una mujer es brutalmente violada cuando regresa a su habitación. Una semana más tarde alguien ataca a otra mujer. El violador se lleva los zapatos de las dos…
El detective Roy Grace se da cuenta enseguida de que estos casos son muy similares a otros que quedaron sin resolver en 1997 en cuya investigación él participó. Al criminal se le apodó Hombre de los zapatos y se cree que violó a cinco mujeres antes de acabar asesinando a la sexta de sus víctimas y de desvanecerse. Ahora, Grace no sabe si se trata de alguien imitando los ataques originales o del propio Hombre de los zapatos que ha reaparecido, pero cuando las violaciones se suceden, Grace acaba por convencerse de que se trata del mismo hombre. Y de que escarbando en el pasado -una época en que Roy Grace todavía era feliz junto a su esposa Sandy, ahora desaparecida-puede encontrar la clave para resolver la investigación. Pero tiene que ser una carrera contra reloj, porque la policía se teme que vuelva a repetirse la historia después cuando llegue a la sexta víctima.

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La princesa era un ídolo para ella. Algo murió en su interior el día en que Diana falleció.

Y ahora había empezado una nueva pesadilla.

La furgoneta frenó de pronto y ella cayó unos centímetros hacia delante. Intentó mover de nuevo las manos y las piernas, donde sentía unos calambres insufribles. Pero no podía mover nada.

Era la mañana de Navidad y sus padres la esperaban para brindar con champán, almorzar juntos y oír el discurso de la reina. Una tradición anual, como la del calcetín.

Volvió a intentar hablar de nuevo, pedirle clemencia al hombre, pero tenía la boca tapada con una cinta adhesiva. Necesitaba orinar y ya se lo había hecho encima antes. No podía hacerlo otra vez. Oyó un ruido. Su teléfono móvil; reconoció la melodía de Nokia. El hombre giró la cabeza un instante; luego volvió a mirar adelante. La furgoneta se puso en marcha. Pese a que tenía la mirada borrosa y a la lluvia que caía sobre el parabrisas, vio que dejaban atrás un semáforo verde. Luego vio a su izquierda unos edificios que reconoció. Gamley's, la tienda de juguetes. Estaban en Church Road, en Hove. Se dirigían hacia el oeste.

El teléfono dejó de sonar. Poco después oyó un doble pitido que indicaba un mensaje.

¿De quién?

¿Tracey y Jade?

¿O sus padres, que llamaban para felicitarle la Navidad? ¿Su madre, que querría saber si le había gustado el calcetín?

¿Cuánto tiempo pasaría antes de que empezaran a preocuparse por ella?

«¡Dios santo! ¿Quién demonios es este hombre?»

Cuando la furgoneta giró a la izquierda de repente, cayó rodando hacia la derecha. Luego giró a la izquierda. Luego otro giro. Y luego se detuvo.

La canción acabó y una voz masculina y alegre empezó a hablar de dónde pasaría la Navidad el magnífico Elton John.

El hombre salió, dejando el motor en marcha. A Rachael el humo y el miedo le provocaban cada vez más náuseas. Necesitaba desesperadamente beber agua.

De pronto él volvió a meterse en la furgoneta, que avanzó hacia un lugar cada vez más oscuro. Luego el motor se paró y hubo un momento de silencio completo cuando la radio también dejó de sonar. El hombre desapareció.

Se oyó un sonido metálico al cerrarse la puerta del conductor.

Luego otro sonido metálico que la sumió en una oscuridad total.

Se quedó tendida, temblando de miedo, a oscuras.

Capítulo 10

Viernes, 26 de diciembre de 1997

Con el traje y la corbata de cachemir que le había regalado Sandy el día anterior, Roy dejó atrás la puerta azul en la que ponía «Superintendente», a su izquierda, y la que decía «Superintendente jefe», a su derecha. Muchas veces se preguntaba si llegaría algún día a superintendente jefe.

Todo el edificio parecía estar desierto aquella mañana de San Esteban, aparte de los pocos miembros de la Operación Houdini, concentrados en la sala de reuniones, que seguían trabajando a destajo para intentar atrapar al violador en serie conocido como el Hombre del Zapato.

Mientras esperaba a que hirviera el agua para el café, pensó por un momento en la gorra del superintendente jefe. Con su banda plateada que la distinguía de los oficiales inferiores, sin duda despertaba muchas ambiciones. Pero él se preguntaba si sería lo suficientemente inteligente como para llegar a aquel rango, y tenía sus dudas.

Una cosa que había aprendido de Sandy, en sus años de matrimonio, era que ella a veces tenía una visión muy precisa de cómo quería que fuera su mundo, y muy poco aguante si algo no iba como ella esperaba. En varias ocasiones, un arranque de ira inesperado de su mujer ante un camarero o un dependiente inepto le había llegado a avergonzar. Pero aquel espíritu era en parte lo que le había atraído de ella en un primer momento. Ella le daría todo el apoyo y el entusiasmo necesarios para conseguir cualquier éxito, fuera grande o pequeño, pero él tenía que recordar que, para Sandy, el fracaso simplemente no era una opción.

Aquello explicaba, en parte, el resentimiento que sentía y sus ocasionales accesos de rabia por no poder concebir el bebé que ambos deseaban con tanto anhelo, pese a los años que habían pasado probando todos los tratamientos de fertilidad posibles.

Tarareando la letra de Change the worid, de Eric Clapton -que, por algún motivo, se le había metido en la cabeza-, Roy se llevó la taza de café a su mesa en la desierta sala común de trabajo, en la segunda planta de la comisaría de John Street, con sus filas de mesas separadas con mamparas, su deslustrada moqueta azul, sus casilleros abarrotados y sus vistas al este, hacia las paredes blancas y las resplandecientes ventanas azules de la central de American Express. Luego se conectó al antiguo y parsimonioso sistema informático para comprobar la lista de nuevos casos. Mientras esperaba a que se cargara, tomó un sorbo de café y deseó un cigarrillo, maldiciendo en silencio la recién impuesta prohibición de fumar en las dependencias policiales.

Como cada año, se había hecho algún intento de dar un poco de alegría navideña al lugar. Algunas guirnaldas de papel colgaban del techo. Trocitos de espumillón enrollados en el borde de las particiones. Tarjetas de Navidad en varias mesas.

A Sandy no pareció importarle mucho que fueran las segundas Navidades en tres años en las que tenía que trabajar. Y tal como había señalado ella misma, acertadamente, era una semana de mierda para trabajar. Incluso la mayoría de los delincuentes locales, colocados hasta las cejas de bebida o de droga, estarían en sus casas o en sus madrigueras.

Las fiestas navideñas eran el momento álgido del año en cuanto a muertes repentinas y suicidios. Podían ser unos días felices para quienes tuvieran amigos y familia, pero era un momento de desesperación y tristeza para los que se encontraban solos, en particular los ancianos que no tenían siquiera dinero suficiente para calefacción. Pero era una época tranquila en cuanto a delitos graves, de esos que podían dar ocasión a un sargento joven y ambicioso para mostrar sus habilidades y destacar ante sus colegas.

Aquello iba a cambiar.

A diferencia de lo que era habitual, los teléfonos estaban muy tranquilos. En general sonaban por toda la sala.

Al aparecer los primeros casos en la lista del ordenador, de pronto sonó el teléfono interno de Roy.

– Investigación Criminal -respondió.

Era una operadora de la Sala de Control Central, que recibía y gestionaba todas las denuncias.

– Hola, Roy. Feliz Navidad.

– Feliz Navidad, Doreen.

– Tengo una posible desaparición -dijo-. Rachael Ryan, veintidós años. En Nochebuena dejó a sus amigas esperando un taxi en East Street y decidió ir a casa a pie. No acudió a la comida de Navidad en casa de sus padres y no responde al teléfono de casa ni al móvil. Sus padres se presentaron en su piso, en Eastern Terrace, Kemp Town, a las 15.00 de ayer y no hubo respuesta. Nos han dicho que eso es muy raro en ella, y están preocupados.

Grace tomó nota de la dirección de Rachael Ryan y de la de sus padres y le dijo que lo investigaría.

La política de la Policía era dejar que pasaran varios días antes de iniciar gestiones por la desaparición de una persona, a menos que se tratara de un menor, de un anciano o de alguien identificado como especialmente vulnerable. Pero el día se presentaba tranquilo, así que decidió que prefería hacer algo en lugar de quedarse ahí sentado.

El sargento, de veintinueve años, se puso en pie y pasó junto a varias filas de mesas hasta llegar a la de uno de sus pocos colegas que sí estaba de turno, el sargento Norman Potting.

Este, quince años mayor que él, era un perro viejo, un policía de carrera que nunca había recibido un ascenso, en parte por su actitud políticamente incorrecta y en parte por su caótica vida privada, pero también porque, al igual que muchos otros agentes, como el difunto padre de Grace, prefería el trabajo de calle a las responsabilidades burocráticas que traían consigo los ascensos. Grace era uno de los pocos del departamento que le tenían afecto y que disfrutaban escuchando sus batallitas, pues veía que podía aprender algo de ellas. Además, el tipo le daba un poco de pena.

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