Foreman no había coincidido con Cassian Pewe en el D.I.C., así que nadie podría acusarle de tener prejuicios. Era la persona idónea para aquello.
– Michael, quiero que compruebes las coartadas del superintendente Cassian Pewe en 1997 y ahora. Tengo dudas sobre él, porque hay demasiadas cosas que encajan. Pero si le detenemos, tiene que ser porque tenemos pruebas irrefutables. Y de momento no es así. A ver qué puedes conseguir. Y recuerda que te vas a enfrentar a una persona muy astuta y manipuladora.
– Ha encontrado la horma de su zapato, jefe.
Grace sonrió.
– Por eso te he escogido a ti.
Martes, 20 de enero de 1998
Las pruebas de laboratorio confirmaron que la edad de la mujer parcialmente incinerada en la furgoneta era de entre ochenta y ochenta y cinco años.
Quienquiera que fuera -o que hubiera sido- no era la desaparecida Rachael Ryan. Aquello dejaba al sargento Grace con un segundo problema. ¿Quién era aquella mujer? ¿Quién la había metido en la furgoneta? ¿Por qué?
Tres grandes dudas por resolver.
Hasta aquel momento ningún tanatorio había informado de la desaparición de un cuerpo, pero Grace no podía sacarse de la cabeza la imagen de la mujer. Durante los últimos dos días, le habían ido enviando información detallada sobre ella. Medía un metro y sesenta y tres centímetros. Blanca. Las pruebas de laboratorio del doctor Frazer Theobald respecto al tejido de los pulmones y a la pequeña cantidad de carne de la espalda que había quedado intacta confirmaban que llevaba muerta un tiempo considerable antes de que la furgoneta se incendiara: varios días. Había muerto a causa de un cáncer.
No obstante, daba la impresión de que el condado de Sussex estaba lleno de abuelitas con enfermedades terminales. Algunos de sus municipios, como Worthing, Eastbourne o Bexhill, con una media de edad muy alta, eran conocidos, en broma, como las «salas de espera de Dios». Contactar con todos los tanatorios y depósitos de cadáveres sería una labor ingente. Las conclusiones del patólogo hacían que el caso se clasificara más como una rareza que como un delito grave, así que los recursos destinados a su investigación eran limitados. Prácticamente estaba en manos de Roy Grace.
Habría tenido madre, pensó. Y padre. También había tenido hijos, así que habría sido la esposa o la amante de alguien. La madre de alguien. Probablemente también la abuela de alguien. Quizás una persona buena, cariñosa y decente.
¿Cómo se explicaba, entonces, que su último viaje lo hubiera hecho atada al asiento del conductor de una furgoneta robada?
¿Sería una broma macabra de una pandilla de chavales?
Y si así fuera, ¿de dónde la habían sacado? Si alguien hubiera entrado en un depósito de cadáveres y se hubiera llevado un cuerpo, sin duda habrían dado parte de inmediato. Pero en el registro no había nada. Lo había comprobado todo, hasta tres semanas atrás.
Sencillamente, no tenía sentido.
Amplió la búsqueda a los tanatorios y depósitos de cadáveres de todo Sussex y de los condados vecinos, sin éxito. La mujer debía de tener familia. A lo mejor estaban todos muertos, pero esperaba que no. Pensar en aquello le entristeció. También pensar que en el depósito nadie había notado su ausencia.
La indignidad de lo que le había ocurrido a aquella mujer no hacía más que empeorar las cosas.
Si no había sido víctima de alguna broma macabra, ¿habría algo que se le escapaba?
Repasó la escena mentalmente una y otra vez. ¿Qué motivo podría tener alguien para robar una furgoneta y luego meter a una anciana muerta dentro?
¿Podrían ser tan estúpidos como para no saber que existen pruebas de laboratorio con las que se puede saber que la mujer no iba conduciendo, y que determinarían su edad?
La gamberrada era la explicación más probable. Pero ¿de dónde habían sacado el cadáver? Cada día ampliaba su búsqueda en tanatorios y depósitos. Tenía que haber uno, en algún lugar del país, donde faltara un cuerpo. ¿O no?
Aquel misterio le acompañaría los siguientes doce años.
Jueves, 15 de enero de 2010
Norman Potting estaba sentado en la silla verde de la sala de interrogatorios del Centro de Custodia, junto a la central del D.I.C. Había una ventana alta, una cámara de circuito cerrado y un micrófono. La pesada puerta verde, con su pequeña escotilla, estaba cerrada con llave.
Frente al sargento, al otro lado de una mesa del color del granito, estaba sentado John Kerridge, vestido con un mono reglamentario azul que le sentaba fatal y zapatillas de deporte. A su lado estaba el abogado de oficio que le habían asignado, Ken Acott.
A diferencia de muchos de sus colegas del turno de oficio, que no prestaban mucha atención a su atuendo por considerar que no tenían ninguna necesidad de impresionar a sus clientes, Acott siempre iba impecable. El abogado, de cuarenta y cuatro años, llevaba aquel día un elegante traje azul marino, con una camisa blanca recién planchada y una vistosa corbata. Con su cabello negro corto y su aspecto avispado, a mucha gente le recordaba el actor Dustin Hoffman, y la verdad es que tenía las tablas del actor, tanto a la hora de reivindicar sus derechos en una sala de interrogatorio como a la de dirigirse al juez en el tribunal. De todos los abogados de oficio de la ciudad, Acott era el que menos les gustaba a los policías.
Kerridge parecía tener problemas para permanecer quieto. Era un individuo de unos cuarenta años, con el pelo corto peinado hacia delante, y no paraba de agitarse, como si se debatiera para liberarse de unas ataduras imaginarias, y no dejaba de mirar el reloj.
– No me han traído mi té -dijo, ansioso.
– Ya viene -le aseguró Potting.
– Sí, pero son y diez -respondió Yac, hecho un saco de nervios.
En la mesa había una grabadora de triple pletina para hacer tres copias de la grabación, una para la Policía, otra para la defensa y otra para el archivo. Potting insertó un casete en cada hueco. Estaba a punto de apretar el botón de puesta en marcha cuando el abogado habló.
– Sargento Potting, antes de que nos haga perder el tiempo a mi cliente y a mí, creo que debería echar un vistazo a esto, que hemos encontrado en la casa de mi cliente, en el barco Tom Newbound, esta noche.
Sacó un gran sobre marrón y se lo pasó por encima de la mesa al sargento.
Vacilante, Potting lo abrió y sacó lo que había dentro.
– Tómese su tiempo -dijo Acott, con una seguridad que a Potting le dio mala espina.
Lo primero era un papel impreso. Era un recibo de una transacción hecha a través de eBay, la compra de unos zapatos Gucci de tacón alto.
Durante los veinte minutos siguientes, Potting fue sacando y leyendo, cada vez más malhumorado, una serie de recibos de tiendas de ropa de segunda mano y subastas de eBay correspondientes a ochenta y tres de los ochenta y siete pares de zapatos que habían encontrado en la casa-barco.
– ¿Puede justificar su cliente la adquisición de los últimos cuatro pares? -preguntó Potting, con la sensación de estar agarrándose a un clavo ardiendo.
– Tengo entendido que los documentos están en su taxi -dijo Ken Acott-. Pero como ninguno de estos, ni de los otros, concuerda con las descripciones de los zapatos de la reciente serie de agresiones, le pediría que soltaran a mi cliente inmediatamente, para evitar que siga sufriendo pérdidas en su negocio.
Potting insistió en proceder con el interrogatorio. Pero Acott obligó a su cliente a que respondiera «Sin comentarios» a todas las preguntas. Tras una hora y media, el policía salió a hablar con Roy. Luego volvió y aceptó la derrota.
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