Peter James - Tan Muerto Como Tú

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En el hotel Metropole de Brighton, la noche de Nochevieja una mujer es brutalmente violada cuando regresa a su habitación. Una semana más tarde alguien ataca a otra mujer. El violador se lleva los zapatos de las dos…
El detective Roy Grace se da cuenta enseguida de que estos casos son muy similares a otros que quedaron sin resolver en 1997 en cuya investigación él participó. Al criminal se le apodó Hombre de los zapatos y se cree que violó a cinco mujeres antes de acabar asesinando a la sexta de sus víctimas y de desvanecerse. Ahora, Grace no sabe si se trata de alguien imitando los ataques originales o del propio Hombre de los zapatos que ha reaparecido, pero cuando las violaciones se suceden, Grace acaba por convencerse de que se trata del mismo hombre. Y de que escarbando en el pasado -una época en que Roy Grace todavía era feliz junto a su esposa Sandy, ahora desaparecida-puede encontrar la clave para resolver la investigación. Pero tiene que ser una carrera contra reloj, porque la policía se teme que vuelva a repetirse la historia después cuando llegue a la sexta víctima.

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Por el ruido, parecía como si hubiera un grupo de personas. ¿Serían chavales? Ya se había encontrado chavales en el barco varias veces, haciéndole burla y gritándole, y había tenido que echarlos de allí.

– ¡Fuera de aquí! -gritó, hacia el techo-. ¡Marchaos por ahí! ¡Que os jodan! ¡A la mierda! ¡Que os den! ¡Perdeos, niñatos! -Le gustaba usar palabras que había oído en el taxi.

Entonces oyó llamar a la puerta. Un repiqueteo insistente.

Malhumorado, bajó las piernas de la litera y atravesó lentamente el salón, arrastrando los pies por el suelo de madera, vestido solo con los calzoncillos y la camiseta.

Tap, tap, tap.

– ¡A la mierda! -gritó-. ¿Quiénes sois? ¿No me habéis oído? ¿Qué queréis? ¿Estáis sordos? ¡Fuera de aquí! ¡Estoy durmiendo!

Tap, tap, tap.

Subió los escalones de madera hasta la cubierta posterior. Tenía una gran puerta de cristal y un gran sofá marrón, y ventanas alrededor, con vistas del cielo gris sobre las olas. Había marea baja.

Allí fuera había un hombre de unos cincuenta años, medio calvo, con el pelo peinado de un lado al otro de la cabeza, con una vieja americana de tweed, pantalones de franela gris y zapatos bajos de cuero marrón. Mostraba una pequeña cartera de piel y le dijo algo que Yac no entendió. Tras él había todo un grupo de personas con chaquetas azules en las que ponía Policía, con cascos y viseras. Uno de ellos cargaba con un gran cilindro amarillo que parecía un extintor.

– ¡Fuera de aquí! -gritó Yac-. ¡Estoy durmiendo!

Entonces se giró y empezó a bajar los escalones. Al hacerlo, oyó de nuevo el tap, tap, tap. Empezaba a molestarle. «No deberían estar en este barco. ¡Es propiedad privada!», pensó.

En el mismo momento en que ponía el pie en el suelo del salón, el sonido del cristal roto en pedazos le dejó paralizado. Sintió una rabia que le invadía por dentro. ¡Idiota! ¡Aquel idiota había llamado demasiado fuerte! ¡Bueno, ahora tendría que darle una lección!

Pero cuando se giró, el ruido de las pisadas de un montón de botas de cuero y suela de goma lo invadió todo.

Una voz gritó:

– ¡Policía! ¡No se mueva! ¡Policía!

El hombre del pelo peinado de un lado al otro bajaba por las escaleras, seguido de varios agentes con chalecos amarillos. Seguía mostrando la cartera, en cuyo interior había algún tipo de insignia y algo escrito.

– ¿John Kerridge? -le preguntó.

– Yo soy Yac -respondió-. Me llamo Yac. Soy taxista.

– Soy el sargento Potting, de la Policía de Sussex -dijo el intruso, que ahora sostenía una hoja de papel a la vista-. Tengo una orden de registro.

– Tendrá que hablar con los dueños. Yo solo les cuido el barco. Tengo que dar de comer al gato. Y ya tenía que haberlo hecho, pero me he dormido.

– Me gustaría tener unas palabras con usted, Yac. ¿Podemos sentarnos en algún sitio?

– En realidad tengo que volverme a la cama, porque necesito dormir. Es muy importante para mi trabajo, en el turno de noche. -Yac miró a los policías apostados tras él y a los lados-. Lo siento -dijo-. No puedo dejarles subir al barco sin hablar antes con los dueños. Tendrán que esperar fuera. Puede que me cueste encontrarlos, porque están en Goa.

– Yac -dijo Potting-, hay un modo fácil de hacer esto, y un modo complicado. O cooperas y nos ayudas, o te detengo. Es tan fácil como eso.

Yac ladeó la cabeza.

– ¿Fácil como qué?

Potting le miró, incrédulo, preguntándose si a aquel tipo no le faltaría un hervor.

– Tú eliges. ¿Quieres dormir esta noche en tu cama, o en una celda de comisaría?

– Esta noche tengo que trabajar -dijo-. El dueño del taxi se enfadará mucho si no trabajo.

– Muy bien, chato, pues más vale que cooperes.

– Yo no soy chato. Tengo la nariz puntiaguda.

Potting frunció el ceño, pero pasó por alto el comentario.

– Eres todo un pescador, ¿eh?

– Soy taxista.

Potting señaló hacia la cubierta con el pulgar.

– Tienes unos cuantos sedales tendidos.

Yac asintió.

– ¿Qué es lo que pescas aquí? ¿Cangrejos, sobre todo?

– Platijas -respondió Yac-. A veces también lenguados.

– Parece que hay buena pesca. Yo también pesco de vez en cuando, pero nunca he llegado hasta aquí.

– Han roto las puertas de cubierta. Más vale que las reparen. Los dueños se enfadarán. No puedo romper nada.

– A decir verdad, Yashmak, me importa un bledo tu puerta.

En realidad no me importas una buena mierda tú tampoco, y me parece que tienes un gusto horrible en cuanto a calzoncillos, pero no llevaremos esto al campo personal. O bien cooperas, o bien te detengo y luego desguazo este cascarón, tablón por tablón.

– Si hace eso, se hundirá -dijo Yac-. Necesita los tablones. A menos que sea buen nadador.

– Eres todo un humorista, ¿eh? -dijo Potting.

– No, soy taxista. Hago el turno de noche.

Potting hizo un esfuerzo por contenerse.

– Estoy buscando algo que puede estar en este barco, Yashmak. ¿Tienes algo por aquí de lo que quieras hablarme? ¿Algo que quieras enseñarme?

– Tengo mi colección de cadenas de váter, pero es privada. No puedo enseñársela, salvo las que tengo en la litera. Esas sí puedo enseñárselas -propuso Yac de pronto-. Hay un váter de cisterna alta estupendo cerca del muelle de Worthing. Podría llevarle y enseñárselo, si quiere.

– A ti te voy a tirar por el váter, si no te callas -amenazó Potting.

Yac se le quedó mirando y luego hizo una mueca.

– No cabría -respondió-. El desagüe es demasiado estrecho.

– Para cuando acabara contigo, sí que cabrías.

– ¡Yo… no creo!

– Y yo lo que creo, guapetón, es que encontraremos algo aquí dentro, ¿verdad que sí? Así que, ¿por qué no nos evitas una gran pérdida de tiempo y nos enseñas dónde tienes los zapatos de señora?

Vio una reacción en el rostro de aquel hombre tan raro e inmediatamente supo que había hecho diana.

– No tengo ningún zapato. No de señora.

– ¿Estás seguro?

Yac lo miró de arriba abajo por un momento y luego bajó la mirada.

– No tengo ningún zapato de señora.

– Me alegro de oírlo, Yashmak. Ahora mis chicos lo comprobarán, y luego nos iremos.

– Sí -dijo Yac-. Pero no pueden tocar mis cadenas de váter.

– Se lo diré.

Yac asintió, cubierto de sudor.

– Hace mucho que las colecciono, ¿sabe?

– ¿Las cadenas?

Yac asintió de nuevo.

El sargento se lo quedó mirando un momento.

– No sé, Yashmak… Casi me dan ganas de tirarte por el jodido váter ahora mismo.

Capítulo 74

Viernes, 16 de enero de 1998

Grace odiaba aquel sitio. Se le ponían los pelos de punta cada vez que atravesaba las puertas de hierro fundido. Las letras doradas le daban el aspecto de una casa señorial, hasta que uno se fijaba en las palabras que componían: Tanatorio de Brighton y Hove.

Ni siquiera el casete de Rod Stewart que sonaba en la radio del coche, que se había puesto para animarse, conseguía ponerle de mejor humor. Había una fila de coches que ocupaban todos los huecos junto a la entrada, así que tuvo que conducir hasta el otro extremo y aparcar junto a las puertas que daban a la marquesina. Para empeorar aún más las cosas, empezó a llover más fuerte, con gotas como perdigones. Apagó el motor y dejó de sonar Maggie May. Los limpiaparabrisas se detuvieron en medio del cristal. Puso la mano en la manilla de la puerta y vaciló.

Realmente no tenía ningunas ganas de aquello. Sentía como si se le hubiera hecho una pelota en el estómago.

A causa del calor generado por el incendio y la dificultad que suponía llevar mangueras hasta allí, hasta el mediodía del día anterior la furgoneta no se había enfriado lo suficiente como para inspeccionarla, y para determinar que era robada. El hedor a hierba chamuscada, a goma, pintura, gasolina y plástico, a carne humana quemada, le había provocado arcadas varias veces. Había olores a los que nunca se acostumbraba, por más que los hubiera experimentado anteriormente. Y también imágenes. La de la infortunada ocupante de la furgoneta no era bonita de ver.

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