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Anne Perry:

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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– ¡Levántese! -susurró Rathbone con. aspereza-. O haré que Monk le entregue a los dueños de burdeles que ha metido en prisión en el pasado. Será una muerte muy lenta y muy íntima, se lo aseguro.

Hester ahogó un grito. Vio que Monk se ponía en guardia.

Sullivan se puso trabajosamente de pie y se balanceó dado que su torpeza hizo escorar a la lancha. Faltó poco para que cayera por la borda. Suerte que Monk lo agarró justo a tiempo.

Sullivan dijo su nombre y dio una contraseña para identificarse.

El vigilante se relajó. Se volvió y habló con su compañero, que había acudido a apoyarlo por si Monk también intentaba subir a bordo. Le tendió una mano a Sullivan. La lancha se arrimó lo suficiente para que Sullivan pudiera subir a cubierta y justo en ese instante Hester vio una sombra moverse detrás de él. Un momento después el primer vigilante caía, y luego el otro. Orme y los demás policías invadieron la cubierta.

Sullivan estaba paralizado.

Monk, Rathbone y Sutton se encaramaron al barco. Hester cogió al perrillo y se lo pasó a Sutton antes de agarrarse al brazo que le tendía Monk. En un santiamén estuvo en cubierta, dejando sólo a un hombre a cargo de la patrullera.

Avanzaron en silencio hasta el tambucho. Hester vio el ligero reflejo de la luz en el cañón del arma que empuñaba Orme, y al fijarse en el modo en que sostenía el brazo derecho, entendió que Monk también llevaba una. De golpe cobró conciencia de la realidad de la violencia. Aquello podía acabar en sangre y muerte.

Orme se agachó y abrió el tambucho. La luz: salió a raudales, así como el ruido de risas nerviosas, entrecortadas con un agudo tono de histeria tendiendo a descontrolada y de febril excitación. Olía a whisky, humo de cigarro y sudor. Hester tragó saliva. Sintió una punzada de miedo, no por ella misma sino por Monk, que estaba bajando al interior.

Inmediatamente tras él bajaron Orme, Sullivan, Rathbone y dos agentes de policía. Otros dos permanecieron en cubierta para hacerse pasar por los vigilantes inconscientes si alguien los echaba en falta. Los atarían y amordazarían, y serían ellos quienes montarían guardia. Hester entró por el tambucho a una cabina sorprendentemente limpia y cómoda. Era pequeña, sólo un par de metros de anchura; claramente la antesala del salón principal y las habitaciones que hubiera más allá para entretenimientos que requirieran mayor intimidad. Estaba familiarizada con la distribución habitual de los burdeles, aunque pocos eran tan grandes como la propiedad de Portpool Lane.

El salón lo ocupaban media docena de invitados, bien vestidos y de diversas edades. A primera vista tenían poco en común, excepto la mirada febril y la piel brillante de sudor. Jericho Phillips estaba de pie en el otro lado, junto a una pequeña elevación del suelo, como un escenario, sobre el que había dos niños, ambos desnudos. Uno tendría seis o siete años de edad y estaba a cuatro patas, como un animal; el otro era mayor, apenas entrado en la pubertad. El acto que realizaban era evidente, así como la coacción de un cigarro encendido que ardía en la mano de Phillips, y las quemaduras sin curar en la espalda y los muslos del niño de más edad.

– ¡Hombre!, por fin ha venido a vernos, ¿eh, señor Monk? -preguntó Phillips torciendo los labios de tal modo que se le veían los dientes-. Sabía que lo haría, tarde o temprano. Aunque debo decir que pensaba que tardaría más.

Desvió la mirada hacia Sullivan, luego hacia Rathbone, y se humedeció los labios con la lengua. Su voz era crispada y una octava demasiado aguda.

El olor agrio del miedo, corno de sudor rancio, flotaba en el ambiente. Los demás hombres pasaban el peso de un pie al otro, tensos, listos para cualquier clase de violencia. Les habían robado la liberación por la que habían venido, no sabían qué estaba ocurriendo ni quién era el enemigo, eran como animales a punto de salir en estampida.

Hester estaba tensa, con el corazón palpitante. ¿Sabía Monk lo cerca que estaban de la violencia ciega? Aquello no se parecía en nada al ejército en los momentos previos a la batalla: sujeto por la disciplina, preparado para cargar contra lo que podía llevarte a la muerte o, peor aún, dejarte espantosamente mutilado. Los que tenían delante eran hombres culpables y manchados, temerosos de la vergüenza de ver expuesta su reputación. Eran animales a los que, inesperadamente y en el último momento, les habían arrebatado su presa, el alimento de sus apetitos más primarios.

Echó una ojeada a los demás policías, a los matones de Phillips y cruzó una mirada con Rathbone. Vio su inenarrable repugnancia y algo más: un profundo y desgarrador sufrimiento. Sullivan, a su lado, estaba temblando, mirando alternativamente a todos los presentes. Abría y cerraba los puños como si buscara algo a lo que aferrarse.

Fue Sutton quien percibió el peligro.

– ¡Acabe de una vez! -susurró entre dientes a Monk.

– Para ser exactos, no he venido a verlo -contestó Monk a Phillips-. Me gustaría que algunos de sus invitados vinieran con nosotros, sólo para despejar esto un poco.

Phillips negó lentamente con la cabeza, sin dejar de sonreír y con los ojos muertos como piedras.

– Dudo de que alguno tenga ganas de acompañarlo. Y como ve, son caballeros a los que no se puede tratar a empujones como si fuesen cualquiera. -Permanecía quieto, sin mover las manos ni apartar la mirada del rostro de Monk, pero varios de los hombres parecían estar aguardando una señal suya. ¿Tendrían navajas sus hombres? Era fácil usarlas en un sitio cerrado como aquél, menos probable herir a uno de los suyos.

»Ya se ha puesto en ridículo una vez-prosiguió Phillips-. No puede volver a hacerlo y contar con conservar su trabajo, señor Monk. ¡Y no es que a mí me importe! Es demasiado idiota para ser un verdadero compañero mío, y me traería sin cuidado perderlo de vista. Quien venga después de usted no será mejor, como tampoco lo era Durban. -Su voz se había calmado, y seguía sin mover las manos-. El río seguirá corriendo, y seguirá habiendo hombres con apetitos que no pueden saciar sin mí o sin alguien como yo. Somos como la marea, señor Monk: sólo un idiota intentaría detenernos. Acabará ahogándose.

Phillips paladeó la palabra con regocijo. Se estaba liberando de la tensión del principio. Los años de autodisciplina estaban venciendo. Volvía a tener el control; el momento de miedo había pasado.

Monk tenía que sopesar las probabilidades de que a Jericho le entrara el pánico y echara a correr en pos de la libertad, o que recobrara la confianza en sí mismo y atacara a la policía. Ninguna de ellas ayudaría a Scuff. La única ventaja que Monk tenía era que Phillips tampoco quería violencia; sería malo para el negocio. Sus clientes deseaban peligros imaginarios, no reales. Buscaban liberación sexual y derramamiento de sangre, pero no de la suya.

Monk tomó una decisión.

– Jericho Phillips, queda detenido por el asesinato del niño conocido como Scuff. -Sostuvo el arma de modo que resultara plenamente visible, apuntando al pecho de Phillips-. Y el señor Orme va a arrestar a sir John Wilberforce aquí presente.

Nombró al único invitado cuyo rostro reconoció.

Wilberforce se puso a protestar, con las mejillas coloradas, chorreantes de sudor. Orme, de espaldas al mamparo, levantó su arma. La luz brilló en el cañón y Wilberforce se calló de golpe.

Fue Phillips quien habló, meneando lentamente la cabeza.

– Está haciendo el ridículo otra vez, señor Monk. Ni sé dónde está su chico, ni yo he matado a nadie. Ya hemos pasado por todo esto, tal como le dirá lord Sullivan, y también sir Oliver. ¿Es que no va. a aprender nunca? -Se volvió hacia Wilberforce, sonriendo con mayor desdén, sin disimular su desprecio-. No hay motivo para sudar de esa manera, señor. No puede hacerle nada. Piense en quién es usted y en quién es él, y haga el favor de controlarse. Tiene todas las cartas, basta con que las juegue bien.

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