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Anne Perry:

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Pasó delante de regreso a la escalinata y comenzó a bajar sin volverse a comprobar que Monk y Orme lo siguieran.

Monk fue tras él. Debía elogiar a Coulter, no criticar su descuido en el protocolo. Bajó los peldaños cubiertos de limo tan deprisa como pudo y saltó a bordo del transbordador, acallando el chasco de que fueran los hombres de la patrullera quienes capturarían a Phillips. Sólo llegaría a tiempo de felicitarlos.

Pero eran un equipo, se dijo a sí mismo mientras Orme subía a la embarcación detrás de él, gritando al patrón que arrancara. Monk estaba al mando, pero eso era todo. No tenía por qué ser él quien efectuara el arresto, mirara a Phillips a la cara y viera su furia. Lo único que importaba era que la captura se llevara a cabo. No tenía nada que ver con su época de detective privado cuando, sin contar con nadie, asumía a solas méritos y fracasos por igual. No era dado a cooperar; eso era lo que Durban siempre había dicho de él. No tenía ni idea de cómo ayudar a los demás ni sabía confiar en su ayuda cuando la necesitaba. Era egoísta.

Ya estaban surcando el agua. El barquero era muy diestro. No parecía muy fuerte, era más enjuto y nervudo que robusto, pero su manejo del timón redujo varias brazas la distancia que los separaba de la patrullera. Monk admiró su habilidad.

– ¡Allí! -gritó Coulter, señalando hacia una barcaza que estaba aminorando un poco para ceder paso a una hilada de gabarras que navegaba río abajo. Había una figura agachada en la cubierta. Tal vez fuese Phillips; resultaba imposible decirlo a tanta distancia.

Cooperación. Por eso al final habían ascendido a Runcorn y no a él. Runcorn sabía reservarse sus propias opiniones, incluso cuando llevaba razón. Sabía cómo complacer a quienes ostentaban el poder. Monk desdeñaba esa actitud, y así lo había hecho saber.

Pero Runcorn había acertado: no era fácil trabajar con Monk, pues él mismo no permitía que así fuera.

Las gabarras ya habían pasado y la barcaza volvía a cobrar velocidad, pero ahora estaban mucho más cerca. Esta vez Phillips se hallaba en medio del río y no podría esconderse. El espacio entre ellos menguaba: veinte metros, quince metros, diez. De repente Phillips estaba de pie, sujetando con el brazo izquierdo al patrón y con una navaja en la mano derecha apoyada en su garganta. Sonreía.

Ahora mediaban apenas siete metros entre ellos y la barcaza se alejaba, arrancada deprisa mientras ambos hombres permanecían inmóviles. Volvía a haber gabarras en rumbo de colisión con ellos, si bien ya estaban virando para evitar el choque.

Con renovada ira, Monk veía venir lo que Phillips iba a hacer, pero no podía hacer nada para impedirlo. Se sintió tan inútil que le entró frío.

Dos brazas y seguían acercándose. Las gabarras venían directamente hacia ellos.

Phillips apartó la navaja del cuello del patrón y se la hincó a fondo en un costado del vientre. Manó sangre a borbotones y el gabarrero se desplomó al tiempo que Coulter saltaba a su lado. Phillips se apartó como pudo para quedar fuera de su alcance, vaciló un momento y acto seguido se lanzó hacia la primera gabarra de la hilada. No la alcanzó y cayó al agua, levantando un gran salpicón. Pero tras el primer impacto salió con dificultad a la superficie, abriendo frenéticamente la boca para tragar bocanadas de aire, sacudiendo brazos y piernas.

Coulter hizo lo que cualquier hombre decente habría hecho. Lanzó una sarta de maldiciones contra Phillips y se agachó para socorrer al gabarrero herido, juntando tanta tela como pudo con el puño y apretándola contra la herida mientras Orme se quitaba el chaquetón y luego la camisa, que dobló formando una compresa para detener la hemorragia en la medida de lo posible.

Los marineros de las gabarras habían sacado a Phillips del agua y ya estaban aumentando la distancia entre ellos y la barcaza a la deriva con el transbordador. Tanto si querían como si no, su peso y velocidad les impedían detenerse fácilmente. Phillips habría doblado el meandro de Isle of Dogs en cuestión de quince o veinte minutos.

Monk miró al gabarrero. Tenía el rostro ceniciento, pero si recibía asistencia médica a tiempo lograría salvarse. Eso era justamente con lo que Phillips contaba. En ningún momento había tenido intención de matarlo.

El patrón del transbordador estaba atónito, no sabía qué hacer.

– Llévelo al médico más cercano -ordenó Monk-. Reme tan deprisa como pueda. Coulter, cuide de él. Orme, póngase el chaquetón, ayude a Coulter a trasladar a este hombre y luego venga conmigo.

– ¡Sí, señor!

Orme recogió su chaquetón. El barquero empuñó los remos.

Orme y Coulter procedieron con mucho cuidado. No fue tarea fácil trasladar al herido hasta el transbordador sin que Coulter dejara de sostener la compresa apretada contra la herida.

Manteniendo el equilibrio, Monk fue a sentarse ante el remo de la barcaza y lo asió con las dos manos. En cuanto Orme estuvo a bordo comenzó a bogar. Remar le resultó menos complicado de lo que esperaba. Le constaba, por fugaces recuerdos y cosas que le habían contado, que se había criado en Northumberland rodeado de barcas: mayormente de pesca y, cuando hacía mal tiempo, lanchas de salvamento. La tradición marinera estaba arraigada en su ser, confiriéndole un íntimo sentido de la disciplina. Uno puede rebelarse contra los hombres y contra las leyes, pero sólo un loco se rebela contra el mar, y sólo lo hace una vez.

– ¡No lo alcanzaremos! -exclamó Orme con desesperación-. Le ataría la soga al cuello con mis propias manos y abriría la trampilla.

Monk no contestó. Estaba haciéndose al peso y el movimiento del largo remo, y hallando el modo de girarlo para lograr el máximo impulso contra el agua. Por fin iban a favor de la corriente, aunque lo mismo les sucedía a las gabarras, que les llevaban una ventaja de no menos de cincuenta metros.

Orme no podía hacer nada por ayudar; era tarea de una sola persona. Se sentó desplazándose un poco hacia el otro lado para contrarrestar el peso de Monk, con la mirada al frente y el chaquetón del uniforme abrochado hasta arriba para ocultar hasta donde era posible que no llevaba camisa. Desde luego, no volvería a ponerse aquélla nunca más.

– Su eslora es mayor que la nuestra -señaló Monk con resuelto optimismo-. No pueden maniobrar entre los barcos anclados, en cambio nosotros sí. Ellos tendrán que rodearlos.

– Si nos metemos entre esos barcos, los perderemos de vista -advirtió Orme desalentado-. ¡Sabe Dios adónde podrían llegar!

– Si no lo hacemos, los perderemos sin remedio -repuso Monk-. Ya nos llevan una ventaja de cincuenta metros y siguen distanciándose.

Apoyó su peso contra el remo y tiró de él en el sentido equivocado. En el mismo instante en que notó resistencia supo que había cometido un error. Tardó más de un minuto en recobrar el ritmo.

Orme miró adrede hacia otra parte para disimular que se había dado cuenta.

Las gabarras efectuaron un amplio viraje en torno a un gran carguero de la ruta de la India fondeado delante de ellas, tenía la cubierta llena de estibadores que manejaban arcones de especias, sedas y probablemente té.

Monk se arriesgó a virar a babor para pasar entre el carguero y una goleta española que descargaba cerámica y naranjas. Se concentró en la regularidad de las paladas y en mantenerse en perfecto equilibrio, procurando no pensar que las gabarras podían estar dirigiéndose a la orilla opuesta ahora que no estaban a la vista. En tal caso quizá las perdería, pero si no corría ese riesgo para acortar distancias, seguro que sería así.

Pasó tan cerca del carguero como le fue posible, casi bajo la sombra del gran casco. Oyó el chapoteo del agua contra él y el débil zumbido y golpeteo del viento en los obenques.

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