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Anne Perry:

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Monk se dirigió hacia el callejón que se abría entre dos almacenes. Orme respiró hondo y luego lo siguió. El tercer policía permaneció en el muelle. Había hecho aquello las suficientes veces como para saber que los hombres podían volver sobre sus pasos. Los estaría esperando.

El callejón, de apenas dos metros de anchura, bajaba unos peldaños, se plegaba hacia un lado y luego hacia el otro. La peste a orina ofendía al olfato de Monk. A la derecha había un proveedor de buques, su estrecho portal rodeado de rollos de cuerda, faroles, cornamusas de madera y un balde lleno de cepillos de cerdas duras.

La tienda no estaba lo bastante adentrada en el callejón como para que Phillips se hubiese escondido allí. Monk pasó de largo. A continuación había un comercio de pintura. A través de las ventanas vio que dentro no había nadie. Orme lo seguía de cerca.

– El callejón siguiente no tiene salida -dijo Orme en voz baja-. Es posible que esté ahí metido, aguardándonos. -Era una advertencia. Phillips llevaba navaja y no dudaría en usarla-. Se enfrenta a la horca -prosiguió Orme-. El momento en que le pongamos las esposas será el principio del fin para él. Y lo sabe.

Monk se sorprendió sonriendo. Ya estaban muy cerca; muy, muy cerca.

– Lo sé -dijo casi entre dientes-. Créame, nunca he tenido tantas ganas como ahora de capturar a un criminal.

Orme no contestó. Siguieron avanzando despacio. Se oía movimiento delante de ellos, como si algo arañara los adoquines. Orme llevó la mano a la pistola.

Una rata marrón salió disparada de un pasaje lateral y pasó a un metro escaso de ellos. Oyeron un grito ahogado seguido de una maldición. ¿Phillips?

La quietud era absoluta. Estaba oscuro, y el olor empeoraba al sumársele el de la cerveza rancia de una taberna cercana. Monk avanzó más deprisa. Nada de aquello haría que Phillips aflojara el paso. Cuanto tenía que temer se encontraba a sus espaldas.

El callejón se bifurcaba, a la izquierda de regreso hacia el muelle, a la derecha adentrándose en un tortuoso laberinto. A mano derecha había un albergue para vagabundos; un hombre tuerto y barrigudo estaba repantigado en el umbral, con un viejo sombrero de copa en precario equilibrio sobre la cabeza.

¿Habría entrado allí Phillips? De súbito Monk cayó en la cuenta de los muchos amigos que Phillips podía tener en aquellos lugares: especuladores que dependieran de su negocio, proveedores y parásitos.

– No -dijo Orme enseguida, apoyando la mano en el brazo de Monk, reteniéndolo con inusitada fuerza-. Si entramos ahí, no volveremos a salir.

Monk se enfadó. Tuvo ganas de discutir.

Pese al juego de las sombras en el semblante de Orme, su determinación era incontestable.

– El puerto no es el único lugar donde hay sitios en los que la policía no puede entrar -dijo a media voz-. No me venga con que la policía de tierra se mete en Bluegate Fields o en Devil's Acre, pues todos sabemos que no es así. Se trata de nosotros contra ellos, y nosotros no siempre ganamos.

Monk liberó su brazo, pero no se echó para atrás.

– No pienso dejar que ese cabrón se escape -dijo despacio y con toda claridad-. Asesinar a Fig sólo fue una punta de lo que hace, como el mástil de un buque naufragado que emerge de las aguas.

– Habrá una salida trasera -agregó Orme-. Seguramente más de una.

Monk estuvo a punto de espetarle que ya lo sabía, pero se mordió la lengua. Orme merecía capturar a Phillips tanto como Monk, quizás incluso más. Había trabajado con Durban en el caso desde el principio. La única diferencia era que la muerte de Durban no tenía nada que ver con él y mucho, en cambio, con Monk.

Continuaron por el callejón principal, alejándose del muelle con más rapidez. Había portales a ambos lados y a veces pasajes de menos de un metro de anchura, por lo general sin salida, de tres o cuatro metros de largo.

– Avanzará un poco más -dijo Orme con gravedad-. Por instinto. Aunque sea un cabrón muy espabilado.

– Tendrá amigos por aquí -concordó Monk.

– Y enemigos -apostilló Orme irónicamente-. Es un canalla. Vendería a cualquiera por cuatro peniques, así que dudo que espere favores. Probemos por ahí -sugirió, señalando a mano izquierda hacia un pasaje tortuoso que conducía de vuelta al muelle. Mientras hablaba fue avivando el paso, cual perro que volvía a olfatear su presa.

Monk no discutió, limitándose a seguirlo. No había espacio suficiente para caminar de lado. En algún lugar a su izquierda un hombre maldijo y una mujer lo insultó. Un perro se puso a ladrar, y delante de ellos oyeron pasos. Orme echó a correr, con Monk pisándole los talones. Había un arco bajo a la derecha, y alguien lo cruzó. El suelo estaba sembrado de piedras. Orme paró tan bruscamente que Monk chocó con él y se dio contra la pared, que rezumaba humedad procedente de un desagüe roto entre las sombras de arriba.

Orme avanzó de nuevo, ahora con mucho cuidado. Siempre eran ellos quienes debían estar en guardia. Phillips podía aguardar detrás de cualquier pared, cualquier soportal o entrada, navaja en mano. No dudaría en destripar a cualquiera que supusiese una amenaza para él. Un policía sólo podía matar para salvar su propia vida o la de alguien que se hallara en peligro de muerte. Y aun así tendría que demostrar que no había tenido otra opción.

Phillips podía estar huyendo en cualquier dirección a lo largo de los muelles, trepando a un barco por sus amarras o bajando una escalinata hasta una barcaza que lo llevara a la otra orilla del río. No podían quedarse escondidos allí para siempre.

– ¡Salgamos juntos! -dijo Monk con dureza-. No podrá con los dos a la vez. ¡Ahora!

Orme obedeció y se abalanzaron por la abertura, saliendo de golpe al repentino resplandor del sol. Phillips no estaba en ninguna parte. Monk fue presa de una sensación de fracaso tan amarga que le costó respirar, y notó un dolor en la boca del estómago. Había una veintena de lugares en los que Phillips podía haber desaparecido. Había sido una estupidez dar algo por sentado antes de tenerlo en una celda con la puerta cerrada y el cerrojo echado. Se había aferrado a la victoria demasiado pronto. Su arrogancia le hizo montar en cólera.

Quería arremeter contra alguien, pero el único culpable era él. Sabía que debía ser más fuerte, tener más control de sí mismo. Un buen jefe debía ser capaz de tragarse su propio enojo y pensar en el siguiente paso a dar, ocultar la decepción o la rabia, reprimir el sufrimiento personal. Durban así lo haría. Monk necesitaba estar a su altura, ahora más que nunca, habiendo perdido el rastro de Phillips.

– Vaya hacia el norte -ordenó a Orme-. Yo iré hacia el sur. ¿Dónde está Coulter?

Buscaba al hombre que habían dejado en el muelle. Dio media vuelta mientras hablaba, tratando de localizar una figura conocida entre los estibadores. Vio el uniforme oscuro en el mismo instante que Orme, y Coulter comenzó a agitar los brazos en alto.

Ambos echaron a correr hacia él, desviándose para eludir a un caballo con su carro y a un estibador que llevaba una pesada carga sobre los hombros.

– ¡Bajen la escalinata! -gritó Coulter, gesticulando hacia el agua de detrás del barco-. Está amenazando al gabarrero con una navaja. ¡Dense prisa!

– ¿Dónde está la patrullera? -preguntó Monk a voz en cuello, saltando por encima de un barril y cayendo sobre el adoquinado-. ¿Dónde están?

– Han ido tras él -contestó Coulter, volviéndose instintivamente hacia Orme. Normalmente ponía cuidado en ser muy correcto, pero con el acaloramiento de la persecución reaparecían los viejos hábitos-. Estarán acercándose a él. Las gabarras son lentas, pero tengo un transbordador aguardando aquí abajo. ¡Dese prisa, señor!

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