Anne Perry - Falsa inocencia

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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– Algunas personas dejarían que otros pagaran casi lo que fuera con tal de eludir la vergüenza, señora Monk -contestó Tremayne.

Hester consideró que aquello no merecía respuesta.

* * *

Hester subió al estrado por los empinados peldaños curvos poniendo sumo cuidado en no tropezar con las faldas. Se enfrentó al tribunal, viendo a Tremayne debajo de ella, en la tarima reservada a los letrados. A su derecha, lord Justice Sullivan ocupaba su encumbrado sitial, magníficamente tallado. Los doce sombríos miembros del jurado estaban delante, sentados en dos filas debajo de las ventanas. La galería para el público quedaba detrás de las mesas de los abogados.

Hester no tuvo miedo de mirar al frente, hacia el banquillo desde el que Jericho Phillips asistía a su juicio. Su rostro era de facciones irregulares: la nariz prominente, pómulos angulosos, cejas torcidas y cabellos que ni siquiera el agua mantendría peinados. No advirtió ninguna emoción en su expresión. Tal vez la reflejaran los puños cerrados o el temblor de su cuerpo, ocultos a la vista por la alta baranda maciza.

En cambio no miró hacia donde Oliver Rathbone estaba sentado en silencio, aguardando su turno, como tampoco intentó ver si Margaret se encontraba en la galería a espaldas de él. En aquel momento prefería no saberlo.

Tremayne comenzó. Su voz sonó confiada, pero Hester había aprendido a conocerle lo suficiente durante las últimas semanas para fijarse en la poca soltura de su pose y en que no paraba de mover las manos. No estaba tan seguro de sí mismo como antes del inicio del juicio.

– Señora Monk, ¿es correcto que ha fundado y ahora dirige una clínica ubicada en Portpool Lane para tratar, sin cargo alguno, a las mujeres de la calle que estén enfermas o lesionadas y que no tengan otro modo de conseguir ayuda?

– Sí, lo es.

– ¿Recibe una remuneración económica por este servicio?

– No.

La respuesta sonó muy escueta. Quiso añadir algo pero no hallaba palabras para hacerlo. Rathbone se puso de pie, salvándola de fracasar en el intento.

– Con la venia del tribunal, señoría, la defensa dará fe de que la señora Monk fue una gran enfermera a las órdenes de la señorita Florence Nightingale durante la guerra de Crimea, y de que a su regreso a la patria trabajó en hospitales, valerosa e infatigable, esforzándose por introducir reformas muy necesarias. -Se oyó un murmullo de aprobación en la galería-. Luego dirigió su atención a la difícil situación de las mujeres de la calle -prosiguió Rathbone-, reducidas a la prostitución a causa del abandono o de otras circunstancias.

»Fundó por cuenta propia una clínica a la que pudieran acudir en busca de tratamiento para sus enfermedades o lesiones. Ahora es un establecimiento conocido que recibe ayuda voluntaria de la sociedad en general. De hecho, mi propia esposa dedica buena parte de su tiempo a esa obra benéfica, tanto para recaudar fondos como para trabajar cocinando, limpiando y atendiendo a las pacientes. No se me ocurre labor más digna que pueda desempeñar una mujer.

Varios jurados prorrumpieron y sus rostros se iluminaron con vacilantes sonrisas. Incluso Sullivan tuvo que adoptar una expresión admirada. Sólo Tremayne parecía nervioso, cogido desprevenido.

– ¿Tiene algo que añadir, señor Tremayne? -preguntó Sullivan.

– No, señoría, gracias. -Con cierta renuencia, levantó la vista hacia Hester y reanudó su interrogatorio-. Dada la naturaleza de este trabajo, señora Monk, ¿ha tenido ocasión de aprender mucho más de lo que la mayoría de nosotros sabemos sobre el comercio de quienes venden sus cuerpos para la satisfacción sexual de terceros?

– Sí, es inevitable aprender.

– Me lo figuro. A fin de aprovechar tales conocimientos, ¿le pidió el señor Monk que lo ayudara a descubrir cómo podía haber vivido Walter Figgis para sufrir abusos deshonestos y terminar asesinado?

– Sí. A mí me era mucho más fácil ganarme la confianza de quienes andan metidos en tales cosas. Conocía a personas que podían ayudarme, llevándome a hablar con otras que nunca hablarían con la policía.

– Justamente. ¿Tendría la bondad de explicar al tribunal, paso a paso, lo que averiguó a propósito de Walter Figgis? -le pidió Tremayne-. Lamento que sea preciso abordar tan desagradables cuestiones, pero debo pedirle que sea concreta, de lo contrario el jurado no podrá dilucidar con imparcialidad la verdad, así como lo que hemos sugerido pero no demostrado. ¿Lo entiende?

– Sí, por supuesto.

Entonces la condujo con gentileza y mucha claridad a lo largo del interminable interrogatorio, recabando información y sacando conclusiones para seguir preguntando hasta que hubieron reunido pruebas suficientes para recrear una parte de la vida de Fig, su desaparición de la ribera para ir a parar al burdel flotante de Phillips, los años que pasó allí y, finalmente, su muerte. Hester había obtenido cada dato de alguien a quien podía nombrar, si bien optó por dar sólo los apodos por los que eran conocidos en la calle, y Rathbone no protestó.

– Si Fig trabajaba según indican las pruebas -continuó Tremayne-. ¿Por qué demonios desearía Phillips, o cualquier otro proxeneta, hacer daño a alguien de su propiedad, y mucho menos matarlo? ¿De qué iba servirle Fig muerto?

A Hester le constaba que su rostro traslucía su repulsa, pero no podía controlarse.

– Los hombres a quienes les gustan los niños pierden el interés por ellos en cuanto comienzan a mostrar signos de alcanzar la madurez. No tiene nada que ver con ninguna clase de afecto. Se los usa para satisfacer una necesidad, tal como se usa un mingitorio.

Una oleada de aversión recorrió la sala, como si alguien hubiese abierto la puerta de una fosa séptica y el olor se hubiese colado al interior.

Tremayne torció el gesto más que nadie.

– ¿Está dando a entender que esos hombres matan a todos los niños cuando comienzan a mostrar signos de hacerse mayores?-preguntó.

– No -respondió Hester con tanta formalidad como pudo. Revivir su furia y su piedad con palabras prudentes estaba empezando a sacarla de quicio. Le parecía ofensivamente aséptico, aunque los rostros del jurado reflejaban lo contrario. Respiró hondo-. No, según me han informado, suelen venderlos a cualquier capitán mercante dispuesto a comprarlos, y entonces sirven como grumetes o en lo que sea necesario. -Dejó que su expresión transmitiera el significado más oscuro de la frase-. Salen del puerto en el primer barco que zarpa y no regresan quizá durante años. De hecho es posible que no regresen jamás.

– Entiendo. -Tremayne empalideció-. ¿Y por qué iba Fig a correr otra suerte?

– Quizás estuviera previsto que se embarcara -contestó Hester, desviando la mirada por primera vez de Tremayne para mirar a Rathbone. Vio desdicha y repugnancia en su rostro, y se preguntó qué podía haber sucedido que le obligara a defender a Jericho Phillips. Sin duda era imposible que lo hubiera hecho de buen grado. Era un hombre civilizado, le ofendía la vulgaridad, una persona honorable. En una ocasión le había considerado demasiado exigente con sus pasiones para amar con la entrega que ella consideraba necesaria.

– ¿Señora Monk? -le apuntó Tremayne.

– Es posible que se rebelara -dijo, concluyendo la frase-. Si causaba problemas sería más difícil venderlo. Quizá fuese el cabecilla de otros niños más pequeños y su asesinato fue un castigo ejemplar para imponer disciplina. No existe modo más rápido de sofocar una rebelión en las bases que ejecutar a su líder.

Sonó cínica, incluso a sus propios oídos. El público, el jurado, el propio Rathbone, ¿se darían cuenta de que lo hacía para disfrazar el dolor que le causaba una idea insoportable?

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