Philip Kerr - Esaú

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La gran novela sobre el yeti
Un alpinista y una antropóloga se embarcan en una expedición al Himalaya en busca de lo que podría ser el eslabón perdido, pero los demás miembros de la expedición tienen propósitos ocultos.

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Se refería a la más secreta de todas las clasificaciones del gobierno de Estados Unidos, que se le da a los asuntos extremadamente confidenciales y de auténtico alto secreto.

– ¿Qué opción tenemos? -preguntó un militar.

Reichhardt alzó la vista, que tenía clavada en un bloc de notas, y enarcó las cejas.

– ¿Qué opinas, Griff? ¿Se te ocurren soluciones inteligentes?

– Yo propondría un reconocimiento aéreo a baja altura, señor. Deberíamos enviar a la zona algunos U-2R que la sobrevolaran día y noche.

– ¿Alvin? -Reichhardt miraba ahora a un uniforme de las fuerzas aéreas.

– Bien, señor, me preocupa la conservación de los bienes. con ello me refiero a los aviones. El problema de los U-2R es que no son muy resistentes. Fueron construidos con la finalidad de realizar vuelos largos a baja altura y a poca velocidad. A principios de los sesenta, cuando los rusos cogieron a Gary Powers, era fácil abatirlos. -Se encogió de hombros-. Ahora más que nunca. No obstante…

Perrins había estado escuchando y asintiendo.

– Mi opinión -intervino- es que los dos bandos van a ver con malos ojos una interferencia militar americana en la zona. Los hindúes ven en nosotros a un aliado natural de Pakistán. El problema es que, desde que empezó todo esto, son los chinos quienes han apoyado a los pakistaníes, no nosotros. Si uno de esos U-2 cae abatido, esto podría poner en entredicho nuestra capacidad de actuar como honrados mediadores en el proceso de paz.

– ¿Es esto lo que nos proponemos? -preguntó Reichhardt-. ¿Actuar como honrados mediadores en el proceso de paz?

– No obtendremos ninguna ventaja estratégica si dejamos que entren en guerra, Bill.

Reichhardt asintió lentamente y examinó la cubierta del informe que tenía ante él sin dejar de repiquetear con el bolígrafo sobre la hoja de papel hasta que ésta quedó cubierta por una constelación de puntos.

– ¿Alvin? Me parece que ibas a añadir algo -dijo dirigiéndose al militar de las fuerzas aéreas y apremiándolo a hablar.

– No obstante, cuando se trata de obtener fotografías de primera calidad, los U-2 no tienen rival. Si pudiéramos enviar sólo un corto número de aviones que sobrevolaran la zona de reconocimiento en días de tiempo espléndido, digamos cuando el cielo está más del setenta y cinco por ciento despejado, entonces mi confianza en obtener un resultado en la mayor brevedad posible sería mucho mayor.

– Lo tendremos mejor para bombardear el terreno -gruñó Perrins-. Pero también lo tendrán más fácil las baterías de sus misiles antiaéreos.

– Esto no se puede remediar -repuso Reichhardt con irritación. Le lanzó una mirada a Perrins y añadió-: Comprendo lo que dices, Bryan, pero no veo que a corto plazo tengamos otra alternativa.

– Lo que tú digas, Bill -dijo Perrins encogiéndose de hombros.

– ¿Alvin? Quiero que envíen ahora mismo esos U-2.

– Sí, señor.

– El nombre en clave… -Reichhardt se golpeteó en los dientes con el bolígrafo-. ¿Se le ocurre a alguien algún nombre? Preferiría no tener que recurrir al ordenador. Da unos nombres tan endiabladamente absurdos que soy incapaz de recordarlos.

– ¿Qué te parece Ícaro? -apuntó Perrins.

– No me parece un buen nombre -contestó Reichhardt riéndose-. Me refiero a que sería tentar la suerte, ¿no?

Perrins sonrió haciéndose el tonto.

– ¿Quién iba a querer que se le derritieran las alas? No, la llamaremos Belerofonte. B-E-L-E-R-O-F-O-N-T-E. Si no sabes lo que significa, Bryan, búscalo en una enciclopedia. Belerofonte voló al cielo montado en el lomo de Pegaso. -Volvió a reír satisfecho y pagado de sí mismo-. Haber estudiado en Harvard ofrece algunas ventajas.

Perrins, que había estudiado en Yale, asintió en silencio e iba a apuntar que Zeus había enviado un tábano a fin de que picara al caballo, por lo que Belerofonte se había caído, pero se lo pensó mejor y decidió esperar a decirlo en la próxima reunión. Si los U-2 tenían éxito y conseguían obtener información, a nadie le importaría el nombre en clave. Pero si los U-2 no obtenían ningún resultado, entonces sí le comentaría a Reichhardt la historia que encerraba aquel nombre, y lo haría como si acabara de recordarlo. Infantil pero divertido. En el juego del espionaje uno se divertía como podía. Y las situaciones que se creaban en el Pentágono eran especialmente cómicas.

TRES

La primera insensatez de Dios: el hombre no encontró que los animales fueran divertidos; los dominó y él mismo no quiso ser «un animal».

Friedrich Nietzsche

Saliendo de San Francisco por la interestatal 80 se cruza el Puente de la Bahía hacia el este, una zona que comprende los condados de Alameda y Contra Costa; Oakland y Berkeley son los lugares de destino más probables de los viajeros que recorren dicha autopista. Aunque las dos ciudades son prácticamente colindantes, un terreno ondulado y borroso de colinas separa la portuaria y obrera Oakland de su vecina septentrional, mucho más rica. Berkeley es una ciudad universitaria, la ciudad de la Universidad de California. Para unos cuantos espíritus ilustrados, Berkeley es, desde el punto de vista intelectual, el lugar más importante que hay al oeste de Chicago y la consideran la Atenas de la costa del Pacífico. Pero para la mayoría de americanos, y ciertamente para quienes recuerdan los movimientos pacifistas de los últimos años de la década de los sesenta y de los primeros de los setenta, Berkeley sigue siendo sinónimo de radicalismo a ultranza. Drogas, manifestaciones de protesta pacíficas y el gas lacrimógeno lanzado en el Peoples Park son imágenes que acuden a la mente de todos.

La realidad, no obstante, es otra. Casi tres décadas después de que la universidad fuera la escena de las detenciones masivas más importantes de la historia de California, Berkeley es más bien una ciudad conservadora. Eso sí, en la Sproul Plaza, justo en el exterior del Sather Gate, por donde se accede a la zona más antigua del campus, sigue habiendo numerosos activistas y panfletistas. Pero a los ojos de la doctora Stella Swift, Berkeley era una pequeña ciudad universitaria con todos los vicios y virtudes de una pequeña ciudad universitaria. El radicalismo que, según la opinión general, caracteriza a Berkeley apenas hubiera impresionado a las personas de izquierdas con las que ella se había relacionado desde su infancia y en su adolescencia que, pasó en Australia y en Inglaterra, pues era hija única de un matrimonio que se contaba entre los socialistas más cultivados y avanzados de su generación. Tom, el padre de Swift, catedrático de filosofía de la Universidad de Melbourne, en Australia, y más tarde de Cambridge, era un escritor y un intelectual muy influyente. Y su madre, Judith, una artista de éxito, era hija de Max Bergmann, uno de los fundadores de la denominada Escuela de Frankfurt de Marxismo Liberal. Antes de ir a Oxford con la intención de licenciarse en biología humana, Swift conoció a todos los miembros más destacados del socialismo internacional. Pero, decepcionada del mundo en el que se movían sus padres, acabó por autoexcluirse de él, al igual que el joven panfletista que veía ahora manifestándose en la Sproul Plaza junto con sus compañeros contra la política exterior norteamericana desplegada en Próximo Oriente con toda seguridad había rechazado los valores conservadores de sus propios padres.

Al cruzar la Sproul Plaza, Swift se dijo que por ser extranjera, y por tanto alguien que no podía votar, le era más fácil desentenderse de la política y concentrarse en la investigación y la docencia. Sin ir más lejos, ésta era una de las razones por las cuales había elegido doctorarse en paleoantropología en Berkeley.

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