Jack se lanzó de cabeza por la puerta abierta del helicóptero, dio con el torso en el suelo y se sintió izado a bordo por el arnés que rodeaba su cintura.
– Jaanu -gritó el sirdar-. Jaanu, jaanu.
Al instante siguiente, el helicóptero se precipitó bruscamente hacia un lado alejándose de la montaña, y luego se dirigió hacia el santuario.
– Hera -aulló Bishnu.
El Machhapuchhare y el riñón desaparecieron por completo, mientras una ensordecedora nube blancogrisácea envolvía el vetusto helicóptero como una ventisca y el motor vibraba con el esfuerzo de ganar altura. La mirada de Swift se encontró con la de Jack y vio que decía algo, pero las palabras eran inaudibles por el sonido que atronaba bajo sus pies. Cerró los ojos y le pareció que el helicóptero realizaba un mareante viraje de ciento ochenta grados en una dirección y luego en la otra, y durante lo que se le antojaron varios minutos creyó que se iban a estrellar. El aparato se bamboleó un poco, finalmente se estabilizó y se dirigieron sin más sacudidas hacia el borde del glaciar.
Swift abrió los ojos. Durante un segundo creyó que el miedo había hecho que el cabello de Jack se volviera más blanco que un muñeco de nieve, hasta que cayó en la cuenta de que estaba cubierto de nieve pulverizada. Como todos los demás.
– Gracias a Dios -consiguió articular.
Jack se levantó del suelo y se sacudió parte de la nieve de la cabeza y los hombros.
– Dios, por poco no lo contamos -dijo-. Esperé hasta que pude veros antes de detonar la carga. Sólo que subestimé su velocidad.
– Casi nos matan por tu culpa.
– Mira quién habla.
Pero ella ya se había asomado por la puerta para inspeccionar el resultado de la misión. Todo el corredor de hielo y el riñón estaban ahora enterrados bajo miles de toneladas de nieve y hielo. Segura de que la ruta que habían encontrado hasta los yetis y su hábitat boscoso oculto había quedado completamente destruida, asintió con satisfacción y cogió la mano que le tendía Jack.
El helicóptero volaba por encima de un mar de roca. El Himalaya parecía una serie de enormes olas en un océano petrificado del que todos esperaban que lograse conservar su secreto más preciado y menos abominable.
Debo dar las gracias a Sandy Duncan, al doctor Nicholas Scott, al doctor David Raeder, a la doctora Sara Vinicombe, a Douglas Kennedy, a Narendra Thapa Magar, a Peter Godwin, a Jonathan Burnham, a Caroline Michel, a Rosemary Davidson, a Robert Bookman, a Caradoc King, a Nick Marston, a Linda Shaughnessy, a Paula Wagner, a Marion Wood, a Jerry Bruckheimer y a Michael Lynton. Gracias también, y de modo especial, a John Walsh por ayudarme a concebir la historia; y a mi mujer Jane Thynne por su eterna paciencia.
Estoy en deuda con la obra de los siguientes científicos, exploradores y escritores:
Stephen Bezruckha; Peter Boardman; Chris Bonington; C. G. Bruce; W. Burrows; Jeremy Cherfas; G. A. Combe; Jared Diamond; Trevor Dupuy; Blake Edgar; Robert Foley; Dian Fossey; Murray Fowler; J. B. Fraser; John Gribbin; M. Grumley; Emily Hahn; Hooker; Ralph Izzard; Bjorn Kurten; Donald Johanson; Lenora Johanson; Richard Leakey; Roger Lewin; Peter Matthiessen; Richard Milton; W. H. Murray; J. Napier; W. W. Rockhill; Steve Roper; Carl Sagan; Eric Shipton; James Shreeve; Konrad Spindler; Joe Tasker; Ian Tattersall; O. Tchernine; Vladimir Tschernezky; L. A. Waddell y R. Windrem.
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[1]Escena segunda del quinto acto de Ricardo III, traducido por L. Astrana Marín. El autor juega con el nombre de Swift; «swift» significa, en efecto, rápido. Es también el nombre de un pájaro, el vencejo. (N. de la t.)
[2]Hustler significa buscavidas, persona que se gana la vida por medios ilícitos, estafador, prostituta, y también alguien que trabaja con gran ahínco y que arrasa. (Nota de la t.)