Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– Pues entonces vayan y lean los informes de los jefes de aquellos grupos -dije-. Me dejarán libre de culpa y cargos. Porque no fui uno de ellos. Se lo dije. Me llevaron de vuelta a Berlín, una cortesía de Arthur Nebe. Fuera de la zona del grupo. Ha tenido que mencionarlo en su informe.

– Ahí es dónde reside su problema, Günther -explicó Silverman-. Con su viejo amigo Arthur Nebe. Verá que los informes de los grupos de trabajo A, C y D eran muy detallados.

– Los de Otto Ohlendorf eran un modelo de exactitud -añadió Earp-. Usted podría decir que era el típico abogado en ese aspecto.

Silverman sacudía la cabeza.

– Pero no hay ningún informe original escrito por Arthur Nebe sobre el Grupo de Trabajo B. De hecho no hay informes del Grupo B hasta que designan a un nuevo comandante, en noviembre de 1941. Creemos que ésa fue la razón por la que Walter Blume relevó a Nebe. Porque Nebe no estaba cumpliendo con su misión. Por las razones que fuesen, estaba eliminando sólo a la mitad de judíos que los otros tres grupos. ¿Por qué cree que ocurrió?

Arthur Nebe. Hacía mucho tiempo que no pensaba en el hombre que había salvado mi vida y quizá mi alma, y a quien yo había pagado con tan poca gratitud: asesiné a Nebe en Viena durante el invierno de 1947-48, cuando él trabajaba para la organización de viejos camaradas del general Gehlen. Pero no tenía el menor interés en contarles nada sobre este asunto a los dos americanos. La organización de Gehlen había sido patrocinada por la CIA, o como fuese que la llamaran entonces, y posiblemente todavía seguía siendo así.

– Nebe era dos hombres diferentes -manifesté-. O quizá más de dos. En 1933 Nebe creía que los nazis eran la única alternativa al comunismo y que ellos traerían el orden a Alemania. En 1938, o quizás antes, comprendió su error y conspiró con otros en la Wehrmacht y la policía para derrocar a Hitler. Hay una foto del Ministerio de Propaganda, de Nebe con Himmler, Heydrich y Müller, que muestra a los cuatro planeando la investigación de un atentado con bomba contra la vida de Hitler. Aquello fue en noviembre de 1939. Y Nebe estaba envuelto en aquella misma conspiración. Lo sé porque yo también formaba parte de ella. Sin embargo, Nebe cambió pronto de opinión tras la derrota de Francia y Gran Bretaña en 1940. Muchísimas personas cambiaron de opinión respecto a Hitler después del milagro de Francia. Incluso yo, al menos durante unos meses. Ambos volvimos a cambiar de opinión cuando Hitler atacó Rusia. Nadie creía que fuese una buena idea. Sin embargo, Arthur hizo lo que se le dijo que hiciera. El cumplía las órdenes, incluso cuando ello implicaba matar judíos en Minsk y Smolensk. Hacer lo que se te ordenaba era siempre la mejor tapadera, sobre todo si al mismo tiempo estabas planeando un golpe de estado contra los nazis. Creo que es por eso que parece un personaje tan ambiguo. Y creo que ésa es la razón de que, como ustedes dicen, incumpliera su misión como comandante del Grupo B. Porque su corazón nunca estuvo por la labor. Por encima de todo, Nebe era un superviviente.

– Como usted.

– Hasta cierto punto sí, es verdad. Gracias a él.

– Háblenos de eso.

– Ya lo he hecho.

– No nos ha contado muchos detalles.

– ¿Qué quieren que haga? ¿Que les haga un dibujo?

– En realidad, queremos todos los detalles que sean posibles -señaló Earp.

– Cuando alguien está mintiendo -dijo Silverman-, casi siempre se contradice en los detalles. Usted debe saberlo, puesto que ha sido policía. Cuando alguien comienza a contradecirse en las cosas sin importancia, puedes estar seguro de que también está mintiendo en las importantes.

Asentí.

– Por lo tanto -prosiguió-, volvamos a Goloby, donde usted asesinó a los miembros de un pelotón de la NKVD.

– Ellos, según usted afirma, habían asesinado a todos los presos de la cárcel de la NKVD en Lutsk -dijo Earp-. Según los soviéticos, aquello sólo fue propaganda alemana, destinada a persuadir a sus propios hombres de que las ejecuciones sumarias de todos los judíos y bolcheviques estaban justificadas.

– Ahora me dirá que fue el ejército alemán el que asesinó a todos aquellos polacos en el bosque de Katyn.

– Quizá lo fue.

– No, de acuerdo con la propia investigación del Congreso de los Estados Unidos.

– Está usted bien informado.

Me encogí de hombros.

– En Cuba compraba todos los periódicos norteamericanos. Con la intención de mejorar mi inglés. Fue en 1952, ¿no? La investigación. Cuando el comité Malden recomendó que los soviéticos respondieran a la acusación en la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Verá, es una historia en la que he estado interesado desde hace mucho. Ambos sabemos que la NKVD mató a tanta gente como nosotros. Entonces, ¿por qué no admitirlo? Los comunistas son ahora el enemigo. ¿O sólo es propaganda americana?

Saqué un paquete de cigarrillos del bolsillo de mi chaqueta carcelaria y encendí uno sin prisas. Estaba cansado de responder a las preguntas, pero sabía que tendría que abrir la puerta del sótano más oscuro de mi mente y despertar algunos recuerdos muy desagradables. Incluso en una habitación con rejas en la ventana, la Operación Barbarroja parecía estar muy lejos. Afuera hacía un precioso y soleado día de junio, y aunque también había sido un día cálido de junio cuando la Wehrmacht invadió la Unión Soviética, no era así como lo recordaba. Cuando recordaba nombres como Goloby, Lutzk, Bialystok y Minsk, pensaba en un calor infernal y en las vistas, sonidos, y olores de un infierno en la tierra; pero sobre todo recordaba al joven de veinte años bien afeitado, de pie en una plaza adoquinada, con una palanqueta en la mano, sus gruesas botas hundidas en la sangre de unos treinta hombres que yacían muertos o moribundos a sus pies. Recordé la sonrisa asombrada de algunos de los soldados alemanes que estaban presenciando esa bestial exhibición; recordé el sonido de un acordeón tocando una alegre tonadilla, mientras otro hombre, mayor y con una larga barba, caminaba en silencio, casi con calma, hacia el tipo con la palanqueta, y de inmediato fue golpeado en la cabeza, como si se tratara de algún espantoso sacrificio hindú; recordaba el ruido que hizo el viejo mientras caía al suelo y la manera en que sus piernas se sacudían rígidamente, como las de una marioneta, hasta que la palanqueta le golpeó de nuevo.

Señalé la ventana con el pulgar.

– De acuerdo -dije-. Se lo diré todo. Pero ¿les importaría si dejo que el sol me dé en la cara unos momentos? Me ayudará a recordar que todavía estoy vivo.

– A diferencia de muchos otros millones -dijo Earp con toda intención-. Adelante. No tenemos prisa.

Me acerqué a la ventana y miré al exterior. Junto a la entrada principal, un pequeño grupo de personas se había reunido para esperar a alguien. Si no era eso, estaban mirando la ventana de la celda número siete, cosa que parecía menos probable.

– ¿Hoy van a soltar a alguien? -pregunté.

Silverman se acercó a la ventana.

Sí -dijo-. Eric Mielke.

– ¿Mielke? -Sacudí la cabeza-. Ustedes están equivocados. Mielke no está aquí. No puede estar.

Mientras hablaba, se abrió una puerta más pequeña en la principal y un hombre bajo y regordete, de unos sesenta años y con el pelo cano, salió y fue aclamado por las personas que esperaban.

– Aquél no es Mielke -afirmé.

– Creo que se refiere a Erhard Milch, señor -le dijo Earp a Silverman-. El mariscal de campo de la Luftwaffe. Es él a quien dejan en libertad hoy.

– Así que es él -dije-. Por un momento creí que era un verdadero criminal de guerra.

– Milch es, era, un criminal de guerra -insistió Silverman-. Era el director de armamento aéreo con Albert Speer.

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