Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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Ambos eran hijos de padres alemanes, y por eso hablaban el idioma con tanta fluidez, si bien Earp era el que lo hacía mejor; pero Silverman era el más inteligente.

Llegaron provistos de maletines llenos de expedientes, pero casi nunca los consultaban; parecían llevar un archivador completo en su cabeza. Sin embargo, tomaban muchas notas: Silverman escribía con una letra pequeña, muy nítida y distinguida, que bien podía haber sido la caligrafía de Vólundr, el rey de los elfos.

En un primer momento creí que estaban interesados en los trabajos de la RSHA y en mi conocimiento del Departamento VI, que era la Oficina de Inteligencia Extranjera, pero parecían saber casi tanto como yo al respecto. Quizás incluso más. Pero, poco a poco, quedó claro que sospechaban que yo había estado metido en algo mucho más serio que un par de asesinatos locales.

– Verá -explicó Silverman-, hay algunos aspectos de su historia que sencillamente no encajan -Tengo muchas cosas así -dije.

– ¿Usted dijo que fue un comisario en la Kripo hasta…?

– Hasta que la Kripo se convirtió en parte de la RSHA, en septiembre de 1939.

– Pero dice que nunca fue miembro del partido.

Sacudí la cabeza.

– ¿No era algo poco habitual?

– En absoluto. Ernst Gennat fue subcomisario de la Kripo en Berlín hasta agosto de 1939 y sé con absoluta seguridad que nunca fue miembro del partido nazi.

– ¿Qué le pasó a él?

– Murió. Por causas naturales. Hubo otros, también. Heinrich Müller, el jefe de la Gestapo. Nunca se afilió al partido.

– Claro que -dijo Silverman- quizá no hacía falta. Era, como ha dicho usted, jefe de la Gestapo.

– Podría mencionar a otros, pero usted debe recordar que los nazis eran hipócritas. Algunas veces les resultaba conveniente utilizar a personas que estuviesen fuera de la estructura del partido.

– Entonces admite que permitió que lo utilizasen -dijo Earp.

– Estoy vivo, ¿no? -Me encogí de hombros-. Supongo que eso habla por sí solo.

– La pregunta es hasta qué punto permitió que lo utilizasen -precisó Silverman.

– Es algo que también me preocupa a mí.

Era inteligente pero nunca hubiese podido jugar al póker; su rostro era demasiado expresivo. Cuando creía que yo estaba mintiendo abría la boca y movía la mandíbula inferior como una vaca mascando tabaco; y cuando estaba satisfecho con una respuesta miraba hacia otro lado o soltaba un sonido triste, como si se sintiese desilusionado.

– Quizá querría descargar algo de su conciencia -señaló Earp.

– De verdad -dije-. No me quieren a mí.

– Eso nos toca decidirlo a nosotros, Herr Günther.

– Podrían sacármelo a golpes, como sus amigos de la marina o el FBI.

– Al parecer todo el mundo quiere pegarle -comentó Earp.

– Sólo me pregunto cuándo van a llegar ustedes a la conclusión de que es su turno.

– Nosotros no hacemos esas cosas en la Oficina del Fiscal Jefe. -Silverman lo dijo con tanta claridad que casi le creí.

– Vaya, ¿y por qué no lo dijo antes? Ahora me siento más seguro.

– La mayoría de las personas que están aquí han hablado con nosotros porque querían hacerlo -precisó Earp.

– ¿Y el resto?

– Algunas veces es difícil decir nada cuando todos tus amigos te han denunciado -dijo Silverman.

– Entonces no pasa nada. No tengo ningún amigo. Y desde luego, ninguno en este lugar. Así que, si alguien se chiva, probablemente será un tipo peor que yo.

Silverman se levantó y se quitó la chaqueta.

– ¿Le importa si abro la ventana?

La cortesía era instintiva y, sin esperar respuesta, comenzó a abrirla. No es que yo hubiese podido saltar afuera; la ventana tenía barrotes, como la de mi celda. Silverman permaneció allí, mirando al exterior con los brazos cruzados en actitud pensativa, y por un segundo me recordó la foto de Hitler en un periódico en una actitud similar, en una visita a Landsberg después de haberse convertido en canciller del Reich. Pasados unos momentos, me preguntó:

– ¿Alguna vez conoció a un hombre llamado Otto Ohlendorf? Era comandante general en la RSHA. -Silverman volvió a la mesa y se sentó.

– Sí. Me encontré con él un par de veces. Era jefe del Departamento Tres, creo. Inteligencia Interna.

– ¿Qué impresión le dio?

– Apasionado. Un nazi hasta la médula.

– También era jefe de un grupo de tareas de las SS que operaba en el sur de Ucrania y Crimea -añadió Silverman-. El mismo grupo de tareas que asesinó a noventa mil personas antes de que Ohlendorf regresara a su mesa en Berlín. Como usted dijo, era un nazi apasionado. Pero cuando los británicos lo capturaron en 1945, cantó como un canario. Para ellos y para nosotros. En realidad, no podíamos hacerle callar. Nadie lo entendía. No hubo ningún maltrato, ningún acuerdo, ninguna oferta de inmunidad. Al parecer, sólo quería hablar de ello. Quizá debería usted pensar en hacer lo mismo. Descargar su conciencia, como hizo él. Ohlendorf se sentó en la misma silla en la que está usted sentado ahora y habló por los codos durante cuarenta y dos días seguidos. Se mostró muy tranquilo, incluso se podría decir que normal. No lloró ni ofreció ninguna disculpa, pero supongo que debía de haber algo en su alma que simplemente le molestaba.

– A algunos de los tipos que hay aquí les cayó bien -manifestó Earp-. Hasta el momento en que lo colgaron.

Sacudí la cabeza.

– Con el debido respeto, no me están vendiendo muy bien esta idea de descargar mi conciencia, si la única recompensa la recibiré en el cielo. Creía que los americanos eran buenos vendedores.

– Ohlendorf también era uno de los protegidos de Heydrich -dijo Silverman.

– ¿Significa eso que cree que yo lo era?

– Usted mismo dijo que fue Heydrich quien lo llevó de vuelta a la Kripo en 1938. No sé en qué más le convierte, Günther.

– Necesitaba un buen detective de homicidios. No un nazi con un hacha antisemita. Cuando volví a la Kripo, tuve la extraña ocurrencia de que quizá podría ser capaz de detener a alguien que asesinaba a jovencitas.

– Pero después…

– ¿Se refiere a después de resolver el caso?

– Usted continuó trabajando para la Kripo. A petición del general Heydrich.

– En realidad yo no tenía otra elección al respecto. Heydrich no era un hombre al que se pudiera desilusionar.

– ¿Qué quería de usted?

– Heydrich era un maldito asesino a sangre fría, pero también era un hombre pragmático. Algunas veces prefería la honestidad a una firme lealtad. En el caso de algunas personas, como yo mismo, no era tan importante que se adhirieran a la línea oficial del partido como que hiciesen un buen trabajo. Sobre todo si estas personas, como yo, no tenían ningún interés en ascender en las SS.

– Es curioso, porque Otto Ohlendorf describió en los mismos términos su propia relación con Heydrich -dijo Earp-. Jost, también. Heinz Jost. Quizá le recuerde. Fue el hombre que Heydrich designó para suceder a su amigo Walter Stahlecker a cargo del Grupo de Trabajo A, cuando lo asesinaron los guerrilleros estonios.

– Walter Stahlecker nunca fue mi amigo. ¿De dónde ha sacado esa idea?

– Era hermano de su socio comercial, ¿no? Cuando usted y él dirigían una agencia de investigaciones privadas en Berlín, en 1937.

– ¿Desde cuándo un hermano es responsable de las acciones del otro? Bruno Stahlecker no podría haber sido más diferente de su hermano. Ni siquiera era nazi.

– Pero sin duda usted conoció a Walter Stahlecker.

– Asistió al funeral de Bruno en 1938.

– ¿Coincidieron alguna otra ocasión?

– Es probable. Pero no recuerdo cuándo.

– ¿Cree que fue antes o después de organizar el asesinato de doscientos cincuenta mil judíos?

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