Philip Kerr - Pálido Criminal

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En Pálido Criminal Bernie Gunther, pese a su nula simpatía por los nazis, es obligado por el general de las SS Reinhard Heydrich a reincorporarse a la Kripo con la misión de dar caza a un psicópata que ha violado, torturado y asesinado a varias adolescentes arias. Bajo el mando de su amigo el Kriminaldirektor Arthur Nebe y con el grado de Comisario, Gunther regresa a una policía cada vez más cercana a la Gestapo e inicia una investigación contrarreloj para evitar que el asesino siga matando. Pero la investigación se complicará cuando en la misma se vean involucrados varios miembros relevantes de las SS interesados por el ocultismo que tienen un especial odio a los judíos, como Otto Rahn, Karl Maria Wiligut o el mismísimo Heinrich Himmler.

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– Quiero insistir en lo delicado de mi misión, teniente -dije, bajando la voz-. Es imperativo que, en este estadio, solo el general Heydrich o su ayudante de campo sean informados de mi presencia en el castillo. Es posible que ya haya espías comunistas infiltrados en las sesiones. ¿Comprende?

El teniente asintió cortante y volvió a entrar en su oficina para hacer la llamada telefónica, mientras yo iba hasta el extremo del patio empedrado que se extendía bajo el frío cielo nocturno.

El castillo parecía más pequeño desde dentro, con tres alas con tejado, unidas por tres torres, dos de ellas con cúpula y la tercera más baja pero más ancha, almenada y provista de un mástil donde la enseña de las SS se agitaba ruidosamente por el cada vez más fuerte viento.

El teniente volvió y con gran sorpresa por mi parte se puso firme, dando un taconazo. Supuse que esto tenía más que ver con lo que Heydrich o su ayudante de campo le hubieran dicho que con mi propia personalidad dominante.

Kommissar Gunther -dijo respetuosamente-, el general está acabando de cenar y le pide que espere en la sala de estar. Está en la torre oeste. ¿Querría seguirme, por favor? El cabo se encargará de su vehículo.

– Gracias, teniente -dije-, pero primero tengo que recoger unos documentos importantes que he dejado en el asiento delantero.

Una vez recuperado el maletín, que contenía el historial médico de Weisthor, la declaración de Lange y la correspondencia entre Lange y Kindermann, seguí al teniente a través del patio hacia el ala oeste. Desde algún lugar a nuestra izquierda podían oírse voces de hombres cantando.

– Suena casi como una fiesta -dije fríamente.

Mi escolta gruñó sin demasiado entusiasmo. Cualquier clase de fiesta es mejor que una guardia nocturna en noviembre. Pasamos por una gruesa puerta de roble y entramos en el enorme vestíbulo.

Todos los castillos alemanes tendrían que ser igual de góticos; todos los señores teutones tendrían que vivir y ufanarse en un lugar así; todos los matones arios inquisitoriales tendría que rodearse de igual cantidad de emblemas de una tiranía implacable. Además de las gruesas y pesadas alfombras, los gruesos tapices y los aburridos cuadros, había suficientes armaduras, soportes con mosquetes y panoplias con armas blancas como para librar una guerra contra el rey Gustavo Adolfo y todo el ejército sueco.

En contraste, la sala, a la que llegamos por una escalera de caracol de madera, estaba amueblada con sencillez y dominaba una espectacular vista de las luces de aterrizaje de un pequeño aeródromo a un par de kilómetros de distancia.

– Sírvase lo que quiera de beber -dijo el teniente, abriendo el mueble-bar-. Si necesita cualquier otra cosa, tire de la campanilla.

Luego dio otro taconazo y desapareció escaleras abajo. Me serví un generoso coñac y lo bebí de un trago. Estaba cansado después de tantas horas al volante. Con otro vaso en la mano, me senté rígidamente en un sillón y cerré los ojos. Seguía viendo la expresión de sobresalto de la cara de Kindermann cuando la primera bala lo alcanzó entre los ojos. Pensé que para entonces Weisthor estaría echándolo mucho de menos, a él y a su maletín de drogas. A mí mismo me habría venido bien una ayuda.

Tomé otro sorbo de coñac. Pasaron diez minutos y noté que cabeceaba.

Me quedé dormido y el aterrador galope de mi pesadilla me llevó ante hombres bestiales, predicadores de la muerte, jueces escarlata y ante los marginados del paraíso.

23. Lunes, 7 de noviembre

Cuando acabé de contarle a Heydrich mi historia, los rasgos normalmente pálidos del general estaban sonrojados de entusiasmo.

– Le felicito, Gunther -dijo-. Es mucho más de lo que esperaba. Y llega en el momento oportuno. ¿No estás de acuerdo, Nebe?

– Por supuesto, general.

– Puede que le sorprenda, Gunther -dijo Heydrich-, pero el Reichsführer Himmler y yo estamos actualmente a favor de mantener la protección policial a las propiedades judías, aunque solo sea por razones de orden público y comercio. Si se deja al populacho suelto por las calles, no serán solo las tiendas judías las que resulten saqueadas, sino también las alemanas. Por no hablar del hecho de que los daños tendrían que ser pagados por las compañías de seguros alemanas. Goering se subiría por las paredes. ¿Y quién podría culparle? La idea misma hace que cualquier planificación económica resulte ridícula. Pero, como usted dice, Gunther, si Himmler se convenciera de seguir el plan de Weisthor, entonces sin duda se inclinaría por no mantener esa protección policial, en cuyo caso yo tendría que secundar su postura. Así que tenemos que manejar esto con mucho cuidado. Himmler es tonto, pero es un tonto peligroso. Tenemos que poner a Weisthor en evidencia, pero de forma inequívoca y delante de cuantos más testigos mejor. -Hizo una pausa-. ¿Nebe?

El Reichskriminaldirektor se acarició un lado de su larga nariz y asintió, pensativo.

– No tenemos que mencionar la implicación de Himmler en absoluto, si podemos evitarlo de algún modo, general -dijo-. Estoy totalmente a favor de dejar al descubierto a Weisthor delante de testigos. No quiero que ese cabrón de mierda se libre del castigo. Pero al mismo tiempo, tenemos que evitar abochornar al Reichsführer delante de los oficiales de alto rango de las SS. Nos perdonará que destruyamos a Weisthor, pero no nos perdonaría que lo hiciéramos quedar como un asno.

– Estoy de acuerdo -dijo Heydrich. Se quedó pensativo un momento-. Esta es la sección seis de la Si po, ¿verdad?

Nebe asintió.

– ¿Cuál es la comisaría central del SD provincial más cercana a Wewelsburg?

– Bielefeld -respondió Nebe.

– Bien. Quiero que los telefonees inmediatamente. Haz que envíen un destacamento de hombres aquí antes de que amanezca. -Sonrió fríamente-. Solo por si Weisthor consigue que se crean esa acusación suya de que yo soy judío. No me gusta este sitio. Weisthor tiene muchos amigos aquí en Wewelsburg. Incluso oficia algún tipo de ridículas ceremonias de boda de las SS que tienen lugar aquí. Así que quizá necesitemos montar una exhibición de fuerza.

– El comandante del castillo,Taubert, estuvo en la Si po antes de que lo destinaran aquí -dijo Nebe-. Estoy bastante seguro de que podemos confiar en él.

– Bien. Pero no le diga nada de Weisthor. Solo siga con la historia original de Gunther sobre esos infiltrados del KPD y dígale que tenga un destacamento de hombres en alerta máxima. Y ya que está en ello, será mejor que disponga una cama para el Kommissar . Por Dios que se la ha ganado.

– La habitación de al lado de la mía está libre, general. Creo que es la habitación de Enrique I de Sajonia -dijo Nebe con una sonrisa.

– Es una locura -comentó Heydrich riendo-. Yo estoy en la del rey Arturo y el Santo Grial. Pero ¿quién sabe? A lo mejor hoy derrotaré por lo menos al hada Morgana.

La sala del tribunal estaba en la planta baja del ala oeste. Con la puerta de una de las habitaciones contiguas abierta una rendija, podía ver perfectamente lo que sucedía allí dentro.

La estancia tenía más de cuarenta metros de largo, el suelo de madera pulida sin alfombras, paredes de paneles de madera y un techo alto con vigas de roble y gárgolas talladas. Dominando la sala había una larga mesa de roble rodeada en sus cuatro lados por sillas de cuero de respaldo alto, en cada una de las cuales había un disco de plata y lo que yo suponía que era el nombre del oficial de las SS que tenía derecho a sentarse en ella. Con los negros uniformes y todo el ritual ceremonial que acompañaba el inicio de las sesiones del tribunal, era como espiar una reunión de la Gran Lo gia de los Francmasones.

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