Philip Kerr - Pálido Criminal

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En Pálido Criminal Bernie Gunther, pese a su nula simpatía por los nazis, es obligado por el general de las SS Reinhard Heydrich a reincorporarse a la Kripo con la misión de dar caza a un psicópata que ha violado, torturado y asesinado a varias adolescentes arias. Bajo el mando de su amigo el Kriminaldirektor Arthur Nebe y con el grado de Comisario, Gunther regresa a una policía cada vez más cercana a la Gestapo e inicia una investigación contrarreloj para evitar que el asesino siga matando. Pero la investigación se complicará cuando en la misma se vean involucrados varios miembros relevantes de las SS interesados por el ocultismo que tienen un especial odio a los judíos, como Otto Rahn, Karl Maria Wiligut o el mismísimo Heinrich Himmler.

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– Mire, Gunther, lo que sucedió fue un accidente; era adicta.

– ¿Y cómo llegó a serlo?

– La había estado tratando contra la depresión. Había perdido su empleo, una relación que tenía se había terminado. Necesitaba cocaína más de lo que parecía a primera vista; no había forma de saberlo solo mirándola. Para cuando me di cuenta de que se estaba habituando a la droga, era demasiado tarde.

– ¿Qué sucedió?

– Una tarde se presentó sin más en la clínica. Estaba en el vecindario y se sentía deprimida. Había un trabajo que quería, un trabajo importante, y que creía poder conseguir si yo le prestaba un poco de ayuda. Al principio me negué. Pero era una mujer muy persuasiva y, finalmente, acepté. La dejé sola un rato; me parece que hacía mucho tiempo que no se drogaba y tenía menos tolerancia a su dosis habitual. Debió de tragarse su propio vómito.

No dije nada. No era el contexto adecuado. La venganza no es dulce. Su verdadero sabor es amargo, ya que lo más probable es que te quede un regusto a compasión.

– ¿Qué va a hacer? -dijo, nervioso-. No irá a matarme, ¿verdad? Mire, fue un accidente. No puede matar a nadie por eso, ¿no?

– No -dije-, no puedo; no por eso. -Vi que soltaba un suspiro de alivio y empezaba a acercárseme-. En una sociedad civilizada no se dispara contra un hombre a sangre fría.

Excepto que esta era la Ale mania de Hitler y no era más civilizada que los mismo paganos venerados por Weisthor y Himmler.

– Pero por los asesinatos de todas esas pobres chicas, alguien tiene que hacerlo- dije.

Le apunté a la cabeza y apreté el gatillo una vez… y luego varias veces más.

Desde la estrecha carretera llena de curvas, Wewelsburg parecía un pueblo de campesinos típico de Westfalia, con tantos altares dedicados a la Vir gen María en los muros y al borde de los campos como piezas de maquinaria agrícola descansando frente a las casas mitad de madera y parecidas a las de los cuentos de hadas. Sabía que me iba a meter en algo pavoroso cuando decidí detenerme en una de ellas y preguntar el camino hasta la escuela de las SS. Los grifos voladores, los símbolos rúnicos y las palabras del alemán antiguo talladas o pintadas en oro sobre los marcos de las negras ventanas y dinteles me hicieron pensar en brujos y brujas, así que ya estaba casi preparado para la horrible visión que apareció en la puerta, envuelta en el humo de la leña y de la ternera friéndose.

Era una chica joven, de no más de veinticinco años, y si no fuera por el enorme cáncer que se le iba comiendo todo un lado de la cara, se podría decir que era atractiva. No vacilé más de un segundo, pero fue suficiente para despertar su ira.

– Bueno, ¿qué está mirando? -me increpó, con la boca hinchada que se ensanchaba en una mueca que dejaba al descubierto unos dientes ennegrecidos y el borde de algo más oscuro y más corrupto-. ¿Y qué horas son estas de llamar a la puerta? ¿Qué es lo que quiere?

– Siento molestarla -dije, concentrándome en el lado de su cara que no tenía huellas de la enfermedad-, pero me he perdido y confiaba en que pudiera orientarme para ir a la escuela de las SS.

– No hay ninguna escuela en Wewelsburg -dijo mirándome con suspicacia.

– La escuela de las SS -repetí débilmente-. Me dijeron que estaba por aquí cerca.

– Ah, eso -me espetó, y volviéndose desde la puerta, señaló hacia donde la carretera se hundía colina abajo-. Ahí está el camino. La carretera gira a la derecha y a la izquierda durante un trecho corto antes de llegar a una carretera más estrecha con una cerca que sube por una colina a la izquierda. La escuela, como usted la llama -añadió riéndose, burlona-, está allá arriba.

Y con eso me cerró la puerta de golpe en la cara.

Era agradable salir de la ciudad, me dije mientras volvía al Mercedes. La gente del campo tiene muchísimo más tiempo para intercambiar las cortesías habituales.

Encontré la carretera con la cerca y conduje colina arriba hasta una explanada empedrada.

Ahora era fácil ver por qué a la chica del trozo de carbón en la boca le había hecho tanta gracia, ya que lo que veían mis ojos se parecía tanto a lo que cualquiera reconocería como una escuela como un zoo se parece a una tienda de animales de compañía o una catedral a un salón de actos. La escuela de Himmler era en realidad un castillo de tamaño considerable, con sus torres con cúpulas, una de las cuales se elevaba sobre la explanada como la cabeza con yelmo de algún enorme soldado prusiano.

Me detuve al lado de una pequeña iglesia, a corta distancia de la cual había varias camionetas para tropas y varios coches de oficiales aparcados frente a lo que parecía el cuartel de la guardia del castillo, en el lado este. Durante un momento la tormenta iluminó todo el cielo y tuve una visión espectral en blanco y negro de todo el castillo.

Desde cualquier punto de vista, era un lugar impresionante, con un aspecto demasiado parecido a las películas de terror para resultar totalmente cómodo para quien quisiera entrar sin autorización. Aquella llamada escuela parecía una segunda casa de Drácula, Frankenstein, Orlac y un bosque lleno de hombres-lobo; era ese tipo de situación en la que me habría sentido impulsado a cargar mi pistola con cortos dientes de ajo de nueve milímetros.

Casi con total certeza había suficientes monstruos reales en el castillo de Wewelsburg para que no fuera necesario preocuparse de otros más extravagantes, y no me cabía duda alguna de que Himmler habría podido hacerle unas cuantas sugerencias al Doctor X.

Pero ¿podía confiar en Heydrich? Lo pensé durante bastante rato. Finalmente, decidí que casi con toda seguridad podía confiar en que era ambicioso y, dado que le iba a proporcionar los medios para destruir a un enemigo bajo la forma de Weisthor, no me quedaba otra alternativa que poner mi información y a mí mismo en sus blancas manos asesinas.

La pequeña campana de la iglesia tocaba medianoche cuando conduje el Mercedes hasta el final de la explanada y más allá, hasta el puente que se curvaba hacia la izquierda por encima del vacío foso en dirección a la verja del castillo.

Un soldado de las SS surgió de una garita de piedra para mirar mis papeles e indicarme por señas que siguiera adelante.

Frente a la puerta de madera me detuve y toqué la bocina del coche un par de veces. Había luces encendidas en todo el castillo y no parecía probable que fuera a despertar a nadie, vivo o muerto. Se abrió una puertecilla en el portón y un cabo de las SS salió para hablar conmigo. Después de escudriñar mis papeles a la luz de su linterna, me permitió pasar por la puerta y entrar en el portalón abovedado, donde repetí mi historia una vez más y presenté mis papeles, solo que esta vez a un joven teniente que parecía estar al mando del cuerpo de guardia.

Solo hay una manera de tratar a los jóvenes y arrogantes oficiales de las SS, que parecen haber sido creados especialmente con el matiz exacto de azul en los ojos y rubio en el pelo, y es ser más arrogante que ellos. Así que pensé en el hombre al que había matado aquella noche, y miré al teniente con el tipo de mirada fría y altanera que habría hecho desmoronar a un príncipe de la casa Hohenzollern.

– Soy el Kommissar Gunther -le dije secamente-, y estoy aquí por un asunto de la Si po de la máxima urgencia que afecta a la seguridad del Reich y que requiere la atención inmediata del general Heydrich. Haga el favor de informarle inmediatamente de que estoy aquí. Está esperando mi llegada, incluso hasta el punto de proporcionarme la contraseña de entrada al castillo durante estas sesiones del Tribunal de Honor.

Pronuncié la palabra y observé cómo la arrogancia del teniente rendía homenaje a la mía.

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