Philip Kerr - Pálido Criminal

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En Pálido Criminal Bernie Gunther, pese a su nula simpatía por los nazis, es obligado por el general de las SS Reinhard Heydrich a reincorporarse a la Kripo con la misión de dar caza a un psicópata que ha violado, torturado y asesinado a varias adolescentes arias. Bajo el mando de su amigo el Kriminaldirektor Arthur Nebe y con el grado de Comisario, Gunther regresa a una policía cada vez más cercana a la Gestapo e inicia una investigación contrarreloj para evitar que el asesino siga matando. Pero la investigación se complicará cuando en la misma se vean involucrados varios miembros relevantes de las SS interesados por el ocultismo que tienen un especial odio a los judíos, como Otto Rahn, Karl Maria Wiligut o el mismísimo Heinrich Himmler.

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– ¿Qué aspecto tenía?

– Llevaba uniforme.

– ¿Qué clase de uniforme? ¿Podrías ser más concreta?

– ¿Quién se cree que soy, Hermann Goering? Mierda, no sé qué clase de uniforme era.

– Veamos, ¿era verde, negro, marrón o qué? Venga, chica, piensa; es importante.

Dio una calada con rabia y sacudió la cabeza con impaciencia.

– Un uniforme viejo, del tipo que llevaban antes.

– ¿Quieres decir como un veterano de la guerra?

– Sí, algo así, solo que más… prusiano, supongo. Ya sabe, el bigote engominado, las botas de caballería. Ah, sí, me olvidaba. Llevaba espuelas.

– ¿Espuelas?

– Sí, como si fuera a montar a caballo.

– ¿Recuerdas algo más?

– Llevaba una bota de vino colgada con un cordón del hombro, de forma que parecía como si llevara una corneta a la cadera. Pero dijo que estaba llena de schnapps.

Asentí, satisfecho, y me recosté en el sofá, preguntándome cómo habría sido acostarme con ella. Por primera vez observé la decoloración amarillenta que tenía en las manos, y que no era nicotina ni ictericia ni natural, sino la señal de que había trabajado en una fábrica de municiones. En una ocasión había identificado un cuerpo sacado del Landwehr por ese detalle. Otra cosa que había aprendido de Hans Illmann.

– Oiga, escuche -dijo Helene-, si alguna vez agarran a ese cabrón, asegúrese de que reciba la hospitalidad habitual de la Ges tapo, ¿lo hará? Empulgueras, porras de goma y todo eso.

– Señorita, puede contar con ello -dije, levantándome-. Y gracias por la ayuda.

Helene se puso en pie, con los brazos cruzados, y se encogió de hombros:

– Sí, mire, yo también fui adolescente una vez, ¿sabe lo que quiero decir?

Miré a Evona y sonreí.

– Sé lo que quiere decir.

Señalé con la cabeza hacia las habitaciones del pasillo.

– Cuando Don Juan haya acabado con sus investigaciones, dígale que he ido a interrogar al jefe de camareros de Peltzers. Y después puede que vaya también a hablar con el gerente del Jardín de Invierno para ver qué puedo sacarle. Luego lo más probable es que vuelva al Alex a limpiar mi pistola. ¿Quién sabe?, tal vez incluso me dé tiempo de hacer un poco de trabajo policial de pasada.

9. Viernes, 16 de septiembre

– ¿De dónde eres, Gottfried?

El hombre sonrió orgullosamente.

– De Eger, en los Sudetes. Dentro de pocas semanas podremos llamarlo Alemania.

– Imprudencia es como yo lo llamo -dije-. Dentro de pocas semanas, tu Sudetendeutsche Partei nos habrá metido en la guerra. La ley marcial ya ha sido declarada en la mayoría de los distritos del SDP.

– Los hombres deben morir por lo que creen.

Se recostó en la silla y arrastró una espuela por el suelo de la sala de interrogatorios. Me levanté, aflojándome el cuello de la camisa, y me aparté del rayo de sol que entraba por la ventana. Era un día de calor. Demasiado calor para llevar chaqueta, y mucho más el uniforme de un viejo oficial de la caballería prusiana. Gottfried Bautz, arrestado a primera hora de aquella misma mañana, no parecía sentir el calor, aunque su engominado bigote estaba empezando a mostrar signos de querer pasar a posición de descanso.

– ¿Qué hay de las mujeres? -pregunté-. ¿También tienen que morir?

Entrecerró los ojos.

– Me parece que será mejor que me diga por qué me han traído aquí, ¿no cree, HerrKommissar ?

– ¿Has estado alguna vez en un salón de masaje de la Ric hard Wagner Strasse?

– No, me parece que no.

– No eres un hombre fácil de olvidar, Gottfried. Dudo que hubieras logrado ser más fácil de recordar si hubieras subido las escaleras montado en un semental blanco. Por cierto, ¿por qué llevas uniforme?

– Serví a Alemania y estoy orgulloso de ello. ¿Por qué no tendría que llevar uniforme?

Empecé a decir algo sobre que la guerra había acabado, pero no parecía tener mucho sentido en aquel caso, sobre todo con otra guerra en camino y con Gottfried tan sonado como estaba.

– Bien -dije-. ¿Estuviste o no en el salón de masaje de la Ric hard Wagner Strasse?

– Quizá. Uno no siempre se acuerda de la dirección exacta de sitios como ese. No tengo por costumbre…

– Ahórrame las referencias personales. Una de las chicas del salón dice que trataste de matarla.

– Eso es ridículo.

– Se muestra categórica, me temo.

– ¿Esa chica ha presentado una denuncia contra mí?

– Sí, lo ha hecho.

Gottfried Bautz se rió entre dientes, seguro de sí mismo.

– Vamos, HerrKommissar , ambos sabemos que eso no es cierto. En primer lugar, no ha habido una rueda de reconocimiento. Y en segundo lugar, incluso de ser así, no hay una puta en toda Alemania que se atreva a denunciar aunque solo sea haber perdido un caniche. No hay denuncia, no hay testigos y no consigo entender por qué estamos teniendo esta conversación.

– Ella dice que la ataste como si fuera un cerdo, la golpeaste en la boca y luego trataste de estrangularla.

– Ella dice, ella dice… Pero ¿qué mierda es esta? Es mi palabra contra la suya.

– Te olvidas del testigo, ¿no, Gottfried? La chica que entró mientras te estabas cargando a la otra. Como te he dicho, no eres un hombre fácil de olvidar.

– Estoy dispuesto a dejar que el tribunal decida quién dice la verdad -afirmó-. Yo, un hombre que ha luchado por su país, o un par de estúpidas putillas. ¿Ellas están dispuestas a hacer lo mismo? -Ahora estaba gritando y empezaba a brotarle el sudor de la frente, como si fuera el glaseado de un pastel-. Está usted picoteando en el vómito y lo sabe.

Me senté de nuevo y le apunté con el dedo al centro de la cara.

– No te pases de listo, Gottfried. No aquí. En el Alex se rompe más piel por esa razón que Max Schmelling, y no siempre vuelves a casa al final de la pelea. -Crucé las manos detrás de la cabeza, me recosté y miré con indiferencia al techo-. Te doy mi palabra, Gottfried. Esa putilla no es tan estúpida como para no hacer exactamente lo que yo le diga que haga. Si le mando que le haga un francés al juez en medio de un juicio público, lo hará. ¿Entiendes?

– Pues que le jodan -gruñó-. Quiero decir, si va a hacerme una jaula a medida, entonces no veo para qué necesita que le dé la llave. ¿Por qué cojones tendría que responder a sus preguntas?

– Como prefieras. Yo no tengo ninguna prisa. Yo voy a volver a casa, darme un buen baño y dormir toda la noche. Luego volveré y veré qué tal has pasado la noche. Bien, ¿qué puedo decirte? A este sitio no lo llaman el «Suplicio Gris» por nada.

– Está bien, está bien -gimió-. Adelante, haga sus preguntas de mierda.

– Hemos registrado tu habitación.

– ¿Les ha gustado?

– No tanto como a las cucarachas con las que la compartes. Encontramos una cuerda. Mi inspector cree que es de la clase especial para estrangular que se compra en Ka-De-We. Por otro lado, podría ser del tipo usado para atar a alguien.

– O podría ser del tipo que empleo para mi trabajo. Estoy empleado en la empresa de mudanzas Rochling.

– Sí, ya lo sé. Pero ¿por qué llevarse un trozo de cuerda a casa? ¿Por qué no dejarla en la camioneta?

– Iba a colgarme.

– ¿Qué te hizo cambiar de idea?

– Lo pensé un poco y entonces las cosas no parecieron estar tan mal. Eso fue antes de conocerle a usted.

– ¿Y qué hay del trapo manchado de sangre que encontramos en una bolsa debajo de la cama?

– ¿Eso? Sangre menstrual. Una conocida mía tuvo un pequeño percance.Tenía intención de quemarlo, pero me olvidé.

– ¿Puedes demostrarlo? ¿Esa conocida tuya corroborará tu historia?

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