Philip Kerr - Plan Quinquenal

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Dave Delano conoce la libertad después de cinco años alojado a costa del estado. Un alojamiento que ha merecido por encubrir a un apreciado mafioso de Florida, Tony Nudelli, al cual, desde luego, no le hace ninguna ilusión la liberación de Delano: después de cinco años a la sombra, uno puede volverse un tanto vengativo…
Pero el ex preso viene con las mejores intenciones. De hecho, propone a Nudelli un plan para hacerse en alta mar con un fabuloso envío de dinero -negro, por supuesto- que va a remitirse a Rusia. Una cantidad que arreglaría la vida de los más exigentes. La que también quiere cambiar su vida es Kate Furey, agente del FBI destinada en Miami, que ha detectado un cargamento de cocaína que va a ser enviado a Europa. Interceptarlo significa para Kate no sólo un éxito profesional sino, sobre todo, escapar de la rutina de un trabajo burocrático.

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– Baño, señor.

– ¿Cómo dices?

– A bordo, señor, se llama baño.

– Oh, el baño; bueno, pues allí es donde voy -Bowen se rió. Se le acababa de ocurrir una cosa-. Y luego me agenciaré una cerveza fría y, como cualquier plutócrata convincente con más dinero que sensatez, voy a sentarme, con los pies en alto, a mirar el partido por la tele.

– Tendríamos que continuar la visita al barco, señor -opinó Kate-. Hay todavía muchas cosas que tendría que ver. Las máquinas. El sistema de comunicaciones. Los ordenadores del barco.

Bowen sacudió la cabeza.

– Kate, lo único que quiero ver ahora mismo es como los Chiefs destrozan a los Dolphins.

Observando la cara de Kate, añadió:

– Soy de Kansas, ¿recuerdas? -Volvió a bajar las escaleras-. Hágamelo saber cuándo estemos en marcha, capitán. Estaré en mis dependencias.

Kate observó cómo se marchaba, lanzando un silencioso «capullo» a las espaldas de Bowen. Uno o dos segundos después tuvo la satisfacción de oír cómo se caía por la escalera de caracol que conectaba la cubierta inferior del buque con el salón y el comedor.

– Capullo -repitió, y subió por la escala de cámara de babor hasta la timonera, donde empezó a familiarizarse con el dinámico sistema informático de comunicaciones del Carrera. Casi se sintió decepcionada al descubrir lo fácil que sería gobernar el barco. Con su exhaustivo sistema de detección y resolución de errores, el Carrera estaba tan bien equipado que el mismo Bowen podría haberlo pilotado. Deseó que la parte de su misión en la que estaría obligada a llevar el barco pudiera durar más que los escasos minutos que tardaría en ir hasta Port Everglades.

Kate puso en marcha los motores y luego salió a cubierta para recoger las defensas laterales. Podría haberle pedido a Bowen que la ayudara, pero quería ahorrarse el inevitable chiste que eso habría traído consigo.

«Mira Kate, no tienes que preocuparte por levantar tus defensas contra mí…»

Kate contrajo los labios con desagrado.

– Eso se acabó -dijo, y empezó a tirar de una cuerda deseando que estuviera atada al cuello del cretino de Bowen.

13

Jack Jellicoe, patrón del Grand Duke, de pie en el ala del puente, contemplaba la escena que se desarrollaba por debajo de él con creciente desagrado. Ya era bastante malo que se viera obligado a transportar aquellos caros juguetes a través del Atlántico. Si, para empezar, se hubieran comprado unos yates adecuados, con velas, quizás podrían haber hecho la travesía sin ayuda. Ya era bastante malo que tuviera que tener contacto con sus capitanes, demasiado bien pagados y demasiado poco capacitados; la mayoría de ellos no distinguían una pedorreta de un castillo de proa. Ya era bastante malo saber que algunos de esos cabrones asquerosamente ricos, propietarios de los tupperware flotantes que estaban entrando en su barco también iban a hacer el viaje con él. Pero que su propio consignatario le dijera que sus propietarios, capitanes y tripulación debían tener libre acceso a sus embarcaciones durante la travesía, era más de lo que el alto inglés podía tragar.

– Aclaremos esto, señor Sedeno -dijo secamente, dirigiéndose al hombre más bajo, con gafas, que estaba a su lado-. ¿Espera usted que cruce el Atlántico, uno de los océanos más peligrosos del mundo, para entregar sanos y salvos cincuenta millones de dólares en caravanas y casas flotantes impermeabilizadas, por no hablar de sus propietarios, esos nombres de la lista de los quinientos de Forbes, y que al mismo tiempo permita que esos cretinos de pies planos suban y bajen por mi barco haga el tiempo que haga sin que ninguno de ellos se caiga por la borda y se ahogue?

– Venga ya, Jack -dijo Sedeno con voz cansina-. Todo eso no son más que sandeces. Los dos sabemos que no será especialmente peligroso. No creo que vaya a encontrarse con un tiempo especialmente malo por la ruta de las Canarias.

Jellicoe miró fijamente hacia estribor como si escudriñara los muelles en busca de un argumento mejor.

– Bueno, ¿y qué pasa con las aseguradoras de los barcos? ¿Qué dicen sobre todo esto?

– Sólo somos responsables de los navíos, no de los pasajeros que haya a bordo de ellos. Todos han hecho sus propios seguros personales.

Jellicoe meditó durante un momento, temblándole su gran mandíbula, mientras se estrujaba el cerebro en busca de otra objeción más.

– Las baterías -dijo, triunfante-. Las baterías de los barcos.

– ¿Qué pasa con ellas?

– Sólo esto: si van a bordo de sus yates, ¿de dónde van a sacar la energía? ¿Eh? -Una pequeña sonrisa de satisfacción apareció en su cara enjuta y barbuda-. Dígame de dónde, si puede. Sin tener en marcha los motores, sus baterías se descargarán en un abrir y cerrar de ojos. Y me gustaría ver qué multimillonario puede pasarse sin su cena de langosta preparada en el microondas y sin su televisión mientras se la embute cuello abajo.

Sedeno se encogió de hombros.

– Muchos de ellos tienen paneles de energía solar, y otros sólo necesitan poner en marcha los motores en punto muerto para recargar las baterías. Es algo que puede organizarse de forma rotativa, para minimizar el riesgo de incendio. No, eso tampoco es un problema.

Jellicoe se agitó, visiblemente nervioso.

– A continuación me pedirá que organice una partida de aros en cubierta. Soy el patrón de un mercante, no el capitán de un crucero. ¿Qué se supone que tengo que hacer con ellos? Ya tengo bastante con gobernar el barco sin añadir el esfuerzo de ser amable.

– Jack, Jack, seguro que eso no es un gran esfuerzo -argumentó Sedeno.

Uno de los dos oficiales que estaban en el puente soltó la risa y Jellicoe se volvió para mirarlo, enfurecido. Al igual que él, vestía el uniforme tropical de la Marina Mercante Británica: zapatos blancos, calcetines blancos, pantalones blancos, camisa blanca con charreteras y gorra blanca.

– ¿Le divierte alguna cosa segundo oficial? -le preguntó.

– No, señor.

– Entonces siga con su trabajo. Por supuesto, espero demora visual de posición antes de salir del puerto. No la demora y alcance por radar. No habrá ninguna negligencia de ese tipo en este barco, ¿lo entiende?

– Sí, señor.

– Tercer oficial, quiero que haga un registro en busca de polizones en cada una de esas cestas de picnic llamadas yates.

– Hay diecisiete, señor -protestó el tercer oficial del buque.

– Estoy seguro de que no tengo que recordarle, tercer oficial, que la búsqueda de polizones es una práctica normal de navegación al salir de puerto. Quiero la firma de todos los capitanes de yate supernumerarios.

– ¿Me buscaba alguien?

La voz pertenecía a una amazona alta y rubia vestida con una camisa y pantalones cortos rosas de Ralph Lauren. Jellicoe se dio la vuelta con rabia. Junto con los gatos y el alcohol, no se permitía la presencia de mujeres en el puente de Jellicoe bajo ningún pretexto.

– Soy Rachel Dana, capitana del Jade -dijo ella.

– ¿De verdad?

Jellicoe vio la mirada de Sedeno y forzó una sonrisa.

Rachel señaló el yate más grande, cerca del puente.

Jellicoe siguió la línea de su antebrazo bien musculado y bronceado y de una larga uña pintada de rosa.

– Magnífico -concedió.

– ¿Verdad que sí? Fue construido en 1992 según la clasificación ABS A1 y AMS.

Jellicoe trató de parecer impresionado, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que significaba todo aquello.

– Normalmente navegamos con unos diez tripulantes, pero dado el carácter de este viaje, hemos reducido el número a tres.

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