Philip Kerr - Plan Quinquenal

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Dave Delano conoce la libertad después de cinco años alojado a costa del estado. Un alojamiento que ha merecido por encubrir a un apreciado mafioso de Florida, Tony Nudelli, al cual, desde luego, no le hace ninguna ilusión la liberación de Delano: después de cinco años a la sombra, uno puede volverse un tanto vengativo…
Pero el ex preso viene con las mejores intenciones. De hecho, propone a Nudelli un plan para hacerse en alta mar con un fabuloso envío de dinero -negro, por supuesto- que va a remitirse a Rusia. Una cantidad que arreglaría la vida de los más exigentes. La que también quiere cambiar su vida es Kate Furey, agente del FBI destinada en Miami, que ha detectado un cargamento de cocaína que va a ser enviado a Europa. Interceptarlo significa para Kate no sólo un éxito profesional sino, sobre todo, escapar de la rutina de un trabajo burocrático.

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Al y Dave bajaron. El barco era tan lujoso como había prometido Lou Malta. Y con una altura que superaba los dos metros en el salón y en los camarotes, tenía una cantidad de espacio interior impresionante. A Dave no le gustó especialmente el estilo -era demasiado rebuscado-, pero era fácil ver que no se había reparado en gastos para dotar al barco de cualquier extra concebible.

– Eh, Al, este barco vale mucho más de un millón. Digamos que no le falta mucho para llegar a los tres y nos acercaremos más a la verdad -dijo Dave.

– ¿Ah sí?

Al estaba más interesado en investigar el camarote de Lou Malta que el suyo propio. Mientras registraba los cajones y armarios recubiertos de madera de cedro, dijo despectivamente:

– Es lo que pensaba.

– ¿El qué?

Al miró al techo de espejo y luego escupió en las sábanas de seda negra que cubrían la cama doble de Malta.

– Se está jodiendo al chaval. Mi Petey no es mucho más joven que ese Pepe.

– ¿Y qué pasa? Aquellas dos chicas con las que estuviste en Cayo Largo no eran mucho mayores que Pepe. Quizás tuvieran quince, máximo dieciséis años.

– Y una mierda. Pero aunque fuera verdad, con las chicas es diferente. Primero, las chicas maduran antes; y segundo, aquello fue sexo limpio.

– ¿No les pediste que se lo hicieran entre ellas?

– Eso fue para beneficio mío, no suyo. Esa clase de sexo no cuenta. Eran como un par de actrices haciendo el papel de lesbianas en una película. Y yo era el cámara. No las convierte en tortilleras. Pero esto…

Se inclinó y recogió una revista del suelo del camarote; Dave vio de refilón, antes de que Al la tirara a un lado con asco, a dos hombres de edad que tenían relaciones sexuales con dos chicos jóvenes.

– Esto es otra cosa -Miró con rabia a Dave-. ¿Qué tienes que decir?

Dave se encogió de hombros.

– Sigo pensando que es mucho bote como garantía de un préstamo de un millón de dólares.

– Sí, bueno, eso es lo que pasa con las fianzas. ¿No te habías enterado? Estamos en plena recesión. Todos andan apretados de dinero -Soltó una risa cruel-. Y te apuesto a que eso es más de lo que puedes decir del culo de ese maricón.

– Será mejor que vaya y le dé las malas noticias antes de que estemos demasiado lejos de la costa -dijo Dave.

– Hazlo. Cuanto antes estén esos dos maricas fuera del barco, mejor me sentiré. Hay revistas y vídeos en el armario de ese cerdo que harían que Hannibal Lecter tuviera pesadillas.

Lou Malta se retorció las manos diciendo:

– ¿Y qué voy a hacer ahora?

Dave y él estaban sentados en los dos extremos de un sofá en forma de L en el salón del barco, ahora parado. Malta estaba bebiendo su segunda ginebra rosada, aunque era tan grande que bien podría haber sido la tercera, incluso la cuarta.

– Recoge algunas cosas -le dijo Dave-. Y los mil dólares que te pagamos de alquiler por adelantado puedes quedártelos. Daremos la vuelta al barco y volveremos a Quepos. Cuando avistemos la costa de CR tú y Pepe podéis coger el bote hinchable y remar hasta la playa.

– Pero este barco… es toda mi vida.

– Ya no -dijo Dave-. Lo que ahora tienes que hacer es dar gracias porque todavía tienes una vida que vivir. Puede que no tengas el barco, pero vas a vivir. Si fuera por el gorila que hay arriba, te metería un anzuelo en el labio, te levantaría en el aire para hacerte una fotografía y luego te tiraría al mar para dar de comer a los tiburones.

Malta temblaba visiblemente cuando vació el vaso.

– Joder tío, ¿de verdad?

– De verdad. Es un hombre violento. Y trabaja para un hombre violento. Tony Nudelli. Yo he visto lo que puede hacerle a la gente.

– No tenía ni idea de que Tony estuviera tan furioso conmigo.

– Claro que la tenías, Lou, claro que sí.

– Bien pensado, supongo que sí -dijo Malta-. Fue algo estúpido lo que hice, ¿no?

– Sí que lo fue, Lou.

Malta se levantó del sofá y un tanto vacilante fue hacia las escaleras para bajar a los camarotes.

– Voy a buscar la bolsa.

– Lou, no harás ninguna otra estupidez, ¿verdad? Como salir de ese camarote con una pistola en la mano. Eso es justamente lo que quiere el gorila. Una excusa para mataros a ti y a Pepe. ¿Me entiendes?

– Sí, señor.-Buen chico.

Dave se levantó y siguió a Malta hasta las escaleras. No tenía ni idea de si Al llevaba un arma. Que no hubiera podido embarcar una en el avión no quería decir que no la tuviera ahora. San José tenía aspecto de ser la clase de ciudad donde era fácil comprar una, y sin que te hicieran preguntas. Y no era probable que alguien como Al dejara nada al azar. Tampoco sabía si Lou Malta tenía un arma. Pero si Dave hubiera dejado plantado a alguien como Tony Nudelli, alguien que prestaba dinero a los usureros, se aseguraría de tener un arma siempre a mano. Y probablemente, dos o tres. Así que siguió a Malta abajo y miró por la puerta del camarote para asegurarse. Lou estaba mirando fijamente la bolsa de deporte, como preguntándose qué coger.

– Vamos hombre, que no tenemos todo el día -dijo Dave.

– Ya va, ya va. Hago todo lo que puedo por ti, cabrón desalmado.

– ¿Que haces todo lo que puedes por mí? -Dave sacudió la cabeza y bostezó. Ése era el agradecimiento que recibía por salvarle la vida a aquel tipo.

Malta empezó a meter cosas en la bolsa: cartera, pasaporte, joyas, una botella de Obsesión para hombre, el walkman, el neceser, el teléfono celular.

– Me parece que será mejor que dejes el teléfono -dijo Dave.

– Oh, sí, se-seguro. Vale. Oye, no podría quitarle el chip y dejarlo aquí. No funciona sin…

Impacientándose ahora, Dave dijo:

– Lou, ¿quieres dejar esa mierda de teléfono?

Malta se encogió de hombros y fijó la mirada en el contenido de la bolsa, casi con incredulidad, durante un momento, y luego cerró la cremallera.

– Listo -dijo a punto de llorar y cruzó la puerta.

Dave soltó un gruñido porque necesitaba ir a orinar y le dijo:

– Sube al puente y dile a Pepe que os vais. Yo subiré enseguida.

Al salir a cubierta al cabo de un par de minutos, Dave parpadeó con fuerza debido al deslumbrante sol del Pacífico y aspiró profundamente el fresco aire marino. Desde abajo le llegaba un olor decadente a Obsesión y a algo más que no tenía muchas ganas de identificar. Al estaba inclinado por encima de la barandilla mirando hacia la parte baja de popa, desde donde se hacía la pesca de importancia. Cuando oyó acercarse a Dave se volvió y éste vio que por segunda vez en treinta y seis horas la camisa polo blanca del otro estaba cubierta de sangre.

Dave sacudió la cabeza y dijo:

– ¿Qué pasa? ¿Otra maldita hemorragia nasal?

Un segundo después oyó el fuerte ruido de algo al caer al agua, como si alguien hubiera saltado, y se dirigió hacia la proa. Instintivamente preguntó:

– ¿Dónde está Malta?

– Me golpeó -dijo Al y tiró un trozo de cristal roto por la borda. Era parte del frasco que contenía la cría de pez martillo que había comprado para Petey. El pez muerto yacía ahora en el suelo de teca a los pies de Dave. Estaba rodeado de un montón de gotas de sangre que parecían brillantes monedas rojas. Al se frotaba la parte de atrás de la cabeza, donde el cabello ya clareaba, y parecía un tanto compungido.

Dave, frunció el ceño, sospechando que algo iba mal.

– Al, ¿dónde está el jodido maricón?

– Tiene un problema para hablar -dijo Al señalando con el pulgar hacia popa, detrás de él-; está muerto.

Lou Malta yacía en un charco de sangre que se iba agrandando. Parecía algo que acabaran de sacar de las profundidades del océano, las piernas se agitaban espasmódicamente, como si con una buena sacudida pudieran impulsarle de vuelta al agua revitalizadora. El frasco roto había atravesado la garganta de Malta por la mitad con tanta fuerza que le había cortado el cuello desde la línea de afeitado hasta la espina dorsal.

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