Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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– ¿Conoce Grinzing? -gritó König por encima de los incesantes ladridos del perro. Le dije que no-. Entonces no conoce de verdad a los vieneses -opinó-. Grinzing es famoso por su producción de vinos. En verano todo el mundo viene aquí por la noche para ir a las tabernas que venden la nueva cosecha. Beben demasiado, escuchan un cuarteto Schrammel y cantan antiguas canciones.

– Suena muy hogareño -dije sin demasiado entusiasmo.

– Sí que lo es. Yo mismo tengo un par de viñedos por aquí. Solo dos campos pequeños, ¿sabe? Pero es un comienzo. Un hombre debe tener tierras, ¿no le parece? Volveremos en verano y entonces podrá probar el vino nuevo. El alma de Viena.

Grinzig casi no parecía las afueras de Viena, sino más bien un pueblecito encantador. Pero debido a su proximidad a la capital, su acogedor encanto campestre parecía tan falso como uno de los decorados que construían en Sievering. Subimos una colina por una carretera estrecha y llena de curvas que pasaba entre viejas posadas Heurige y jardines de casitas de campo, con König proclamando lo bonito que era todo ahora que había llegado la primavera. Pero para lo único que servía la visión de tanto provincianismo de libro de cuentos era para despertar el desdén de mis facetas ciudadanas, y me limité a un gruñido malhumorado y a murmurar algo sobre los turistas. Para alguien más habituadoa ver siempre escombros, Grinzing, con sus numerosos árboles y viñedos, parecía muy verde. No obstante, no mencioné esa impresión por temor a que hiciera que König se lanzara a uno de sus extraños monólogos sobre ese enfermizo color.

Detuvo el coche frente a un alto muro de ladrillo amarillo que rodeaba una casa grande, pintada de amarillo, y un jardín que parecía haberse pasado el día en un salón de belleza. La casa misma era un edificio alto, de tres plantas, con un tejado abuhardillado. Dejando de lado su brillante colorido, había una cierta austeridad de detalles en la fachada, que prestaba a la casa un aspecto institucional. Parecía una especie bastante opulenta de ayuntamiento.

Seguí a König a través de la verja y por un sendero con unos bordes inmaculados hasta una pesada puerta de roble tachonada del tipo que parece esperar que enarboles un hacha de guerra al llamar. Entramos directamente en la casa y pisamos un suelo de madera que crujía tanto que habría provocado un infarto a un bibliotecario.

König me condujo hasta una salita, me dijo que esperara allí y se fue, cerrando la puerta. Eché una mirada alrededor, pero no había mucho que ver, salvo el hecho de que el propietario tenía un gusto bucólico en lo referente al mobiliario. Una mesa toscamente labrada bloqueaba la puerta cristalera y un par de sillas rústicas de media luna estaban dispuestas frente a una chimenea vacía más grande que el pozo de una mina. Me senté en una otomana algo más cómoda, volví a atarme los cordones de los zapatos y luego me limpié las puntas con el borde de la gastada alfombra. Debí de esperar una media hora hasta que volvió König a buscarme. Me llevó por un laberinto de pasillos y por unas escaleras hasta la parte trasera de la casa, con los modales de alguien cuya chaqueta lleva un forro de paneles de roble. Sin importarme si se sentía ofendido o no ahora que iba a conocer a alguien más importante, dije:

– Si se cambiara ese traje, resultaría un maravilloso mayordomo.

König no se volvió, pero le oí mostrar la dentadura postiza y soltar una risa corta y seca.

– Me alegro de que lo crea. ¿Sabe?, aunque me gusta el sentido del humor, no le aconsejaría que lo ejercitara con general. Francamente, tiene un carácter muy severo.

Abrió la puerta y entramos en una sala luminosa y aireada, con fuego en la chimenea y hectáreas de librerías vacías. Al lado de la gran ventana, detrás de una larga mesa de biblioteca, había una figura vestida de gris, con el pelo muy corto, que me pareció reconocer. El hombre se volvió y sonrió, y no me cupo ninguna duda de que su nariz aguileña pertenecía a una cara de mi pasado.

– Hola, Gunther -dijo.

König me miró burlonamente mientras yo parpadeaba, sin palabras, ante la sonriente figura.

– ¿Cree usted en fantasmas, Herr König? -pregunté.

– No, ¿y usted?

– Ahora sí. Si no me equivoco, al caballero de la ventana lo colgaron en 1945 por su participación en el complot para matar a Hitler.

– Puedes dejarnos, Helmut -sugirió el hombre de la ventana.

König asintió concisamente, se dio media vuelta y se marchó.

Arthur Nebe señaló una silla frente a la mesa en la cual estaban desplegados los documentos de Belinsky al lado de unas gafas y una pluma.

– Siéntate -dijo-. ¿Una copa? -Se echó a reír-. Tienes aspecto de necesitarla.

– No pasa todos los días que te encuentres a un resucitado -dije lentamente-. Mejor que sea larga.

Nebe abrió un enorme mueble-bar de madera tallada, desvelando un interior de mármol lleno de botellas. Sacó una botella de vodka y dos vasos pequeños, que llenó hasta el borde.

– Por los viejos camaradas -dijo, levantando el vaso.

Sonreí, vacilante.

– Bébetelo, no hará que vuelva a desaparecer.

Me bebí el vodka de un trago y respiré profundamente cuando me llegó al estómago.

– La muerte te sienta bien, Arthur. Tienes muy buen aspecto.

– Gracias. Nunca me había sentido mejor.

Encendí un cigarrillo y lo dejé entre los labios un rato.

– ¿Fue en Minsk, verdad? -dijo-. En 1941. La última vez que nos vimos.

– Exacto. Hiciste que me trasladaran a la Oficina de Crímenes de Guerra.

– Tendría que haberte llevado a juicio por lo que me pediste. Incluso hacerte fusilar.

– Por lo que sé, eras muy aficionado a fusilar a la gente aquel verano. -Nebe hizo caso omiso de mis palabras-. ¿Por qué no lo hiciste?

– Porque eras muy buen policía. Por eso.

– Tú también lo eras; por lo menos antes de la guerra. -Di una intensa calada al cigarrillo-. ¿Qué te hizo cambiar, Arthur?

Nebe saboreó la bebida durante un momento y luego se la acabó de un trago.

– Es un buen vodka -comentó en voz baja, casi para sí mismo-. Bernie, no esperes que te dé una explicación. Tenía unas órdenes que ejecutar, y era ellos o yo. Mata o déjate matar. Así fue siempre en las SS. Diez, veinte, treinta mil… después de calcular que para salvar la vida tienes que matar a otros, entonces el número carece de importancia. Esa fue mi solución final, Bernie, la solución final al acuciante problema de mi propia supervivencia. Tuviste suerte de que nunca te exigieran que hicieras ese cálculo.

– Gracias a ti.

Nebe se encogió de hombros modestamente, antes de señalar los papeles extendidos delante de él.

– Me alegro de no haberte hecho fusilar, ahora que he visto esto. Naturalmente, este material tendrá que ser evaluado por un experto, pero a primera vista parece que te ha tocado la lotería. De todos modos, me gustaría que me dijeras algo más de tu fuente.

Le repetí mi historia, después de lo cual Nebe dijo:

– ¿Crees que es de fiar, ese ruso tuyo?

– Nunca me ha fallado -dije-. Claro que entonces solo me arreglaba papeles.

Nebe volvió a llenar los vasos y frunció el ceño.

– ¿Hay algún problema? -pregunté.

– Es solo que en los diez años que hace que te conozco, Bernie, no puedo encontrar nada que me convenza de que ahora eres un vulgar estraperlista.

– Eso no tendría que resultar más difícil de lo que me resulta a mí convencerme de que eres un criminal de guerra, Arthur. O, si a eso vamos, aceptar que no estés muerto.

Nebe sonrió.

– Ahí tienes razón. Pero con tantas oportunidades ofrecidas a ese enorme número de personas desplazadas, me sorprende que no volvieras a tu antiguo oficio, a hacer de investigador privado.

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