Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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Me eché a reír y moví la cabeza en un gesto de incredulidad.

– ¿Qué pasa? ¿Es que no crees en Dios?

– Lo que no creo es que podamos hacer tratos con Él. Tú hablas de Dios como si vendiera coches de segunda mano. Te he juzgado mal. Eres mucho más norteamericano de lo que pensaba.

– Ahí es donde te equivocas. A Dios le gusta hacer tratos. Mira el pacto que hizo con Abraham, y con Noé. Dios es un mercader, Bernie. Solo un alemán podría pensar que un trato es una orden directa.

– Ve al grano, ¿quieres? Porque hay grano, ¿no?

Su forma de actuar parecía indicarlo así.

– Voy a ser franco contigo…

– Oh, creía que ya lo habías sido hace un rato.

– Todo lo que te he dicho es verdad.

– Solo que aún queda algo más, ¿no?

Belinsky asintió y encendió la pipa. Sentí ganas de arrancársela de la boca de un manotazo. En vez de hacerlo, volví a entrar en el coche y cerré la puerta.

– Con tu inclinación a decir las verdades que te convienen, tendrías que conseguir trabajo en una agencia de publicidad. Oigámoslo.

– Pero no te pongas como una furia hasta que haya acabado, ¿vale?

Asentí secamente.

– Bien. Para empezar, nosotros, el Crowcass, creemos que Becker es inocente del asesinato de Linden. Verás, la pistola con que lo mataron fue utilizada para matar a alguien en Berlín hace casi tres años. Los de balística compararon aquella bala con la que mató a Linden y las dos fueron disparadas con la misma arma. Para el momento de la primera muerte, Becker tenía una coartada bastante buena: estaba prisionero en un campo ruso. Claro que podría haber comprado la pistola después, pero todavía no he llegado a la parte interesante, la parte que me hace desear que Becker sea inocente.

»La pistola era una Walther P38, especial para las SS. Examinamos los números de serie del archivo del Centro de Documentación de Estados Unidos y descubrimos que la misma pistola pertenecía a una serie entregada a los oficiales de alto rango de la Gestapo. Esta arma en concreto se la dieron a Heinrich Müller. Era una posibilidad muy remota, pero comparamos la bala que mató a Linden con la que mató al hombre que desenterramos y que se suponía que era Heinrich Müller y… ¿qué te parece? Dimos en el blanco. El que mató a Linden quizá fuera también responsable de meter a un falso Heinrich Müller en la tumba. ¿No lo ves, Bernie? Es la mejor pista que hemos tenido de que el Müller de la Gestapo todavía vive. Significa que hace solo unos meses puede que estuviera aquí en Viena, trabajando para la Org, de la cual tú eres ahora miembro. Puede que incluso siga aquí.

» ¿Sabes lo importante que es eso? Piénsalo, por favor. Müller fue el artífice del terror nazi. Durante diez años controló la policía secreta más brutal que el mundo haya conocido. Ese hombre tenía tanto poder como el mismo Himmler. ¿Tienes idea de la cantidad de gente que habrá torturado, de cuántas muertes habrá ordenado, de cuántos judíos, polacos, incluso alemanes habrá matado? Bernie, esta es tu oportunidad de ayudar a vengar a todos esos alemanes muertos, de que se haga justicia.

Solté una carcajada desdeñosa.

– ¿Es así como lo llamas cuando dejas que cuelguen a alguien por algo que no ha hecho? Corrígeme si me equivoco, Belinsky, pero ¿no es eso parte de tu plan, dejar que ahorquen a Becker?

– Naturalmente, espero que no sea necesario llegar a eso, pero sí lo es, entonces que así sea. Mientras la policíamilitar tenga a Becker, Müller no se asustará. Y si eso implica colgar a Becker, de acuerdo. Sabiendo lo que sé de Emil Becker, no perderé el sueño. -Belinsky estudió mi cara atentamente en busca de alguna señal de aprobación-. Vamos, eres un poli. Tú sabes cómo funcionan las cosas. No me digas que nunca has tenido que trincar a alguien por una cosa porque no podías probar otra. Al final todas las cuentas acaban cuadrando.

– Claro que lo he hecho, pero no cuando se trataba de la vida de alguien. Nunca he jugado con la vida de nadie.

– Siempre que nos ayudes a encontrar a Müller, estamos dispuestos a olvidarnos de Becker. -La pipa emitió una corta señal de humo, que parecía expresar una creciente impaciencia por parte de su dueño-. Mira, lo que te estoy diciendo es que pongas a Müller en el banquillo en lugar de a Becker.

– Y si encuentro a Müller, ¿qué? No creo que deje que me acerque y le ponga las esposas. ¿Cómo se supone que voy a encerrarlo sin que me vuele la cabeza?

– Eso puedes dejármelo a mí. Lo único que tienes que hacer es descubrir exactamente dónde está. Me telefoneas y mi equipo del Crowcass hará el resto.

– ¿Cómo lo reconoceré?

Belinsky tendió el brazo hacia el asiento trasero y cogió una cartera de piel barata. La abrió y sacó un sobre del cual sacó una fotografia de tamaño pasaporte.

– Este es Müller -dijo-. Parece que habla con un fuerte acento de Munich, así que, incluso si ha cambiado radicalmente de aspecto, no tendrás ninguna dificultad en reconocer su voz.

Me observó mientras yo colocaba la foto para que le diera la luz del farol y la miraba fijamente durante un rato.

– Tendrá cuarenta y siete años ahora. No es muy alto, y tiene unas grandes manos de campesino. Puede que siga llevando su anillo de casado.

La fotografía no decía mucho del hombre. No era una cara muy reveladora, pero, sin embargo, sí que era extraordinaria. Müller tenía un cráneo cuadrado, una frente alta y unos labios finos y tensos. Pero eran los ojos lo que te atrapaba, incluso en una foto como aquella. Los ojos de Müller eran como los de un muñeco de nieve; dos trozos de carbón negro y helado.

– Aquí tienes otra -dijo Belinsky-. Que se sepa, son las dos únicas fotos suyas que existen.

La segunda era una foto de grupo. Había cinco hombres sentados en torno a una mesa de roble como si hubieran estado cenando en un agradable restaurante. Reconocí a tres de ellos. A la cabecera de la mesa estaba Heinrich Himmler, jugueteando con su lápiz y sonriendo a Arthur Nebe, que estaba a su derecha. Arthur Nebe, mi viejo camarada, como hubiera dicho Belinsky. A la izquierda de Himmler, y visiblemente pendiente de cada una de las palabras del Reichsführer SS, estaba Reinhard Heydrich, el jefe de la RSHA, asesinado por terroristas checos en 1942.

– ¿Cuándo se tomó esta foto? -pregunté.

– En noviembre de 1939. -Belinsky se inclinó y señaló a uno de los otros dos hombres de la foto con la boquilla de la pipa-. Este de aquí es Müller -dijo-, el que está sentado al lado de Heydrich.

La mano de Müller se había movido en el mismo instante en que el objetivo de la cámara se abría y se cerraba; estaba borrosa como si tapara el papel que había encima de la mesa, pero incluso así el anillo de boda era visible con toda claridad. Tenía la mirada baja, casi como si no escuchara a Himmler. En comparación con Heydrich, la cabeza de Müller era pequeña. Llevaba el pelo cortado muy corto, afeitado incluso hasta la parte superior del cráneo, donde lo había dejado crecer un poco en una zona pequeña y muy bien cuidada.

– ¿Quién es el que está sentado frente a Müller?

– ¿El que toma notas? Es Franz Josef Huber. Era el jefe de la Gestapo en Viena. Puedes quedarte las dos si quieres. Son solo copias.

– Todavía no he aceptado ayudarte.

– Pero lo harás. Tienes que hacerlo.

– En este mismo momento tendría que decirte que te den por culo, Belinsky. ¿Sabes?, yo soy como un piano viejo, no me gusta que me manipulen. Pero estoy cansado. Y he bebido demasiado. Puede que mañana pueda pensar con un poco más de claridad.

Abrí la puerta del coche y bajé de nuevo.

Belinsky tenía razón: la carrocería del gran Mercedes negro estaba llena de abolladuras.

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