Philip Kerr - Unos Por Otros

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Transcurre el año 1949. Harto de ocuparse del hotel de su suegro situado a un paso del campo de concentración de Dachau, en Alemania, y con su esposa ingresada en una institución mental, el sardónico detective Bernhard Gunther ha decidido ir tras los pasos de un famoso sádico, uno de los muchos espías de las SS capaz de infiltrarse entrelas filas de los aliados y encontrar refugio en América. Pero, por supuesto, nada es lo que parece, y Gunther pronto se encontrará navegando en un mar mortal habitado por ex-nazis que huyen de la persecución y de organizaciones secretas constituidas con el objetivo de facilitar la huída a los verdugos del tercer Reich.

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Correr riesgos es una cosa. Tentar a la suerte es otra muy distinta. No tenía intención de ir por ahí haciendo preguntas sobre viejos compañeros sin la protección de un buen amigo. Los hombres que pueden ser condenados a la horca suelen mostrarse un poco celosos de su intimidad. No había tenido pistola desde que salí de Viena. Decidí que ya iba siendo hora de ir vestido para todas las ocasiones.

Según la ley que el nacionalsocialismo pasó en 1938, sólo podían comprarse pistolas previa presentación de un Permiso de Adquisición de Armas, y muchos de mis conocidos contaban con algún tipo de arma de fuego. Sin embargo, terminada la guerra el general Eisenhower ordenó que en la zona americana se confiscaran todas las armas de uso personal. En la zona soviética el reglamento era aún más estricto: cualquier alemán que fuera descubierto con un simple cartucho tenía muchas probabilidades de ser fusilado de inmediato. En Alemania era tan difícil hacerse con una pistola como con un plátano.

Conocía a un tipo llamado Stuber, Faxon Stuber, que conducía un export taxi y era capaz de conseguir todo tipo de cosas, en particular de los soldados americanos. Identificados con las iniciales ET, los export taxis estaban reservados para el uso exclusivo de los que dispusieran de cupones de moneda extranjera o FEC. No sabía muy bien cómo los habría conseguido, pero el hecho es que encontré algunos FEC en la guantera del Hansa del padre de Kirsten. Supuse que los habría estado guardando para comprar gasolina en el mercado negro. Utilicé algunos para pagarle a Stuber por una pistola.

Stuber era un hombre pequeño, de poco más de veinte años, que llevaba un bigotito parecido a una carrera de hormigas y una gorra negra de oficial de las SS a la que había quitado la insignia y el cordón. Ningún americano que subiera al ET de Stuber sería capaz de reconocer la gorra. Pero yo sí. No en vano había estado a punto de llevar una de aquellas malditas gorras negras. A mí me obligaron a lucir la versión gris que formaba parte del uniforme M37, introducido después de 1938. Pensé que Stuber habría encontrado la gorra, o que alguien se la habría dado. Era demasiado joven para haber pertenecido a las SS. Parecía demasiado joven para conducir un taxi. Empuñada por su pequeña mano blanca, el arma que me había conseguido daba la impresión de ser de fuego, pero colocada en mi funda de medio kilo parecía una pistola de agua.

– Te pedí un arma de fuego, no una lanzadora de ventosas.

– ¿Pero qué dice? Es un Beretta, calibre 25. Una pistola pequeña pero estupenda. Cargador de ocho, le he traído una cajita con sus pastillas. Corredera en el lomo, así que puede meter la primera o sacarla con facilidad. Trece centímetros de longitud y poco más de trescientos gramos de peso.

– He visto chuletas de cordero más grandes.

– Con su cartilla de racionamiento lo dudo, Gunther -dijo Stuber. Me sonrió, como si él comiera filete todas las noches. Aunque con los clientes que tenía era probable que lo hiciera-. Éste es el tipo de pistola quenecesita en una ciudad, a menos que tenga previsto un viaje al O.K. Corral.

– Me gustan las pistolas que se ven. El tipo de pistolas que hacen que la gente se detenga y reflexione. Con este juguete nadie me tomará en serio a menos que le dispare. Lo cual va en contra de lo que le acabo de decir.

– Esa pistolita causa más impresión de la que usted imagina -insistió-. Mire, si quiere una más grande se la puedo conseguir. Pero llevará más tiempo. Y me dio la sensación de que le corría prisa.

Dimos una vuelta en coche y aproveché para pensar en ello. Tenía razón en una cosa. Me corría prisa. Por fin, suspiré y dije:

– Está bien, me la quedo.

– Créame, es la pistola perfecta para la ciudad -dijo-. Profesional. Práctica. Discreta.

Aquella descripción sonaba más apropiada para el carné de afiliado al Herrenklub que para la pipa de una fulana. Porque eso es lo que era. La pistolera en la que venía no dejaba lugar a dudas. Lo más probable era que algún soldado americano se la hubiera confiscado al agujero que se había estado trabajando. Puede que ella le hubiera tendido una trampa y amenazado para sacarle algunos marcos más, y que él se la hubiera arrebatado. Sólo esperaba que no fuera una pistola que los chicos de balística del Presidium anduvieran buscando. Lancé la pistolera a las piernas de Stuber y me apeé del taxi en Schellingstrasse. Pensé que llevarme gratis a mi siguiente parada era lo mínimo que podía hacer por mí después de haberme vendido la pistolita de una fresca.

Crucé las puertas del Die Neue Zeitung y le pedí a la pelirroja de cara chupada de recepción que llamara a Friedrich Korsch. Mientras esperaba a que bajara, ojeé la primera página de un periódico. Había un artículo sobre Johann Neuhausler, el obispo protestante auxiliar de Múnich que colaboraba con varios grupos que trataban de liberar a los camisas pardas de Landsberg. El obispo declaraba que «el sadismo de los americanos notiene nada que envidiar al de los alemanes», y hablaba de un guardia de prisiones americano (cuyo nombre no mencionaba) que describía unas condiciones de vida en Landsberg «difíciles de creer». Me hacía una idea de quién podía ser aquel americano y me indignaba que precisamente un obispo se dedicara a repetir las mentiras y medias verdades que contaba el soldado de primera clase John Ivanov. Evidentemente, mis esfuerzos a favor de Erich Kaufmann no habían servido de nada.

Friedrich Korsch había sido un joven Kriminalassistent en la KRI PO cuando yo trabajaba de Kommissar en Alex, Berlín, en 1938-1939. Llevaba por lo menos diez años sin verlo cuando, un día de diciembre, lo encontré saliendo de Spöckmeier, una Bierkeller de Rosenstrasse. No había cambiado nada, salvo por el parche en el ojo. De barbilla prominente y con aquel bigote a lo Douglas Fairbanks, tenía la pinta de intrépido bucanero, lo cual debía serle útil a un periodista que trabajaba para un periódico americano.

Fuimos al Osteria Bavaria -el que fuera el restaurante favorito de Hitler-, y discutimos sobre quién pagaría la cuenta mientras recordábamos los viejos tiempos y pasábamos lista a los que habían muerto y a los que todavía seguían con vida. Pero cuando le dije que tenía la sospecha de que la fuente del obispo Neuhausler en la prisión de Landsberg era una mentirosa y una granuja, se acabó la discusión sobre quién se haría cargo de la cuenta.

– A cambio de una historia como ésa, el periódico paga la comida.

– Pues lo lamento -le dije-. Esperaba que tú me dieras información. Estoy buscando a un criminal de guerra.

– ¿No lo es todo el mundo?

– Éste se llama Friedrich Warzok.

– No me suena.

– Durante algún tiempo fue comandante de un campo de trabajos forzados situado cerca del gueto de Lvov.Un lugar llamado Lemberg-Janowska.

– Suena a un tipo de queso.

– Está en el sureste de Polonia, cerca de la frontera con Ucrania.

– Un país de mierda -dijo Korsch-. Allí perdí el ojo.

– ¿Cómo se hace algo así, Friedrich? ¿Por dónde comienzo a buscar a ese hombre?

– ¿Qué te interesa saber?

– Su esposa es mi clienta. Quiere volver a casarse.

– ¿Y no puede obtener una declaración de la Weh rmacht? Son bastante serviciales, en serio. Incluso en casos de ex miembros de las SS.

– En marzo de 1946 seguía vivo.

– Así que quieres saber si se ha llevado a cabo alguna investigación.

– Eso es.

– Todos los crímenes de guerra cometidos por nuestros amigos y superiores están siendo investigados por los Aliados. Aunque se dice que dentro de poco la oficina del fiscal se hará cargo de las investigaciones. Sin embargo, hoy por hoy, te conviene comenzar por el Registro Central de Criminales de Guerra y de Sospechosos de atentar contra la Se guridad, creado por el SHAEF. Los registros CROWCASS. Hay unos cuarenta. Aunque no se puede acceder a ellos. La responsabilidad de la investigación está ahora en manos de la Jun ta Directiva de Servicios Legales del Ejército, que se ocupa de los delitos cometidos en cualquier ámbito militar durante la guerra. También está la CIA. El los tienen una especie de registro central. Pero mucho me temo que ni los Servicios Legales del Ejército ni la CIA se pondrán a disposición de un particular como tú. Y por supuesto, también tienes el Centro de Documentación Americana, en Berlín Occidental. Creo que allí cualquiera puede consultar los documentos. Siempre y cuando el general Clay dé su permiso, eso sí.

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