– Le pagaría cinco mil marcos, herr Gunther.
– ¿Ha pensado en ofrecerle esa cantidad al cardenal? -pregunté.
– ¿Como un soborno?
– No, nada de «como un soborno», frau Warzok. Estoy hablando de un soborno en toda regla. Así de simple. Cinco mil marcos compran un montón de rosarios. Venga ya, si es así como los Borgia amasaron su fortuna. Lo sabe todo el mundo.
Frau Warzok parecía escandalizada.
– La Ig lesia ya no es así -respondió.
– ¿Ah, no?
– No podría hacerlo. El matrimonio es un sacramento indisoluble.
Me encogí de hombros.
– Si usted lo dice. ¿Tiene una fotografía de su esposo?
Sacó un sobre de la maleta y me entregó tres fotografías. La primera era un retrato de estudio de un hombre con brillo en la mirada y una amplia sonrisa. Tenía los ojos un poco juntos, pero aparte de eso nada hacía presagiar que aquélla fuera la cara de un asesino psicópata. Parecía un tipo de lo más corriente. Aquello era lo que tenían de aterrador los campos de concentración y los grupos de acción especial. Fueron los tipos corrientes -abogados, jueces, policías, granjeros de pollos y picapedreros- quienes llevaron a cabo todas esas matanzas. En la segunda fotografía la situación era ya más evidente. Un Warzok algo más rechoncho, con la papada plegada sobre el cuello de la guerrera, en posición de firmes, estrechaba la mano de un sonriente Heinrich Himmler. Warzok era unos tres centímetros más bajo que Himmler, que iba acompañado de un Gruppenführerde las SS a quien no reconocí. La tercera mostraba un plano más abierto; tomada el mismo día, aparecían en ella seis oficiales de las SS, entre ellos Warzok y Himmler. En el suelo había sombras, por lo que se diría que el sol había brillado.
– Esas dos fueron tomadas en agosto de 1942 -explicó frau Warzok-. Como puede ver, le enseñaron Janowska a Himmler. Wilhaus estaba borracho y la escena no fue tan cordial como pueda parecer. Himmler no estaba de acuerdo con la crueldad gratuita. O al menos eso me dijo Friedrich.
Buscó en su maletín y sacó una hoja mecanografiada.
– Ésta es una copia de algunos detalles de su registro en las SS. Su número de las SS. Su número del NSDAP. Sus padres están muertos, así que puede olvidarse de tirar por ahí. Tuvo una novia, una judía llamada Rebecca, a la que asesinó justo antes de que el campo fuera liberado. Tal vez Fritz Gebauer pueda decirle algo. Yo no lo he intentado.
Eché un vistazo a la hoja que había preparado. Era un informe exhaustivo, la verdad es que se había esmerado. O quizá fuera obra de su prometido, el abogado. Miré de nuevo las fotografías. Me costaba imaginarla en la cama con el hombre que estrechaba la mano de Himmler, pero parejas más improbables se han visto. Resultaba sencillo ver qué había sacado él del asunto. Era bajo, ella era alta. En eso, al menos, se ajustaba a la media. Lo que no acababa de entender era qué habría visto ella en él. Las mujeres altas solían casarse con hombres bajos porque no andaban cortos de dinero, sólo de estatura. Los picapedreros no ganaban mucho. Ni siquiera en Austria, donde las tumbas tienen más estilo que en cualquier otro lugar de Europa.
– No lo capto -dije-. ¿Por qué se casaría una mujer como usted con un mequetrefe como ése?
– Porque me quedé embarazada -respondió-. De no haber sido por eso jamás me habría casado con él. Después de la boda perdí al bebé. Y ya se lo he dicho. Soy católica. Y un matrimonio es para toda la vida.
– Está bien. Eso lo entiendo. Pero suponga que lo encuentro. ¿Qué pasará entonces? ¿Ha pensado en ello?
Arrugó la nariz y su rostro adoptó una expresión severa que no me había mostrado hasta entonces. Cerró los ojos un instante, se quitó uno de los guantes de terciopelo y me dejó ver la mano de hierro que había permanecido oculta hasta entonces.
– Usted ha mencionado a Erich Koch. Mi prometido cree que desde que en mayo abandonara la clandestinidad, los británicos, en cuya zona de ocupación está encarcelado, están considerando las peticiones de extradición de Polonia y la Uni ón Soviética, países en los que cometió sus crímenes. Pese a la Ley Bá sica y a las amnistías que la Re pública Federal pueda pasar, mi prometido cree, y sus opiniones están fundamentadas, que los británicos aprobarán su extradición a la zona rusa. A Polonia. Y si un tribunal de Varsovia lo declara culpable, no cabe duda de que tendrá que afrontar la pena máxima impuesta por las leyes polacas. Una pena que el sistema judicial alemán no aprueba. Esperamos que Friedrich Warzok corra la misma suerte.
Sonreí.
– Bueno, ahora sí. Ya veo qué tenían en común ustedes dos. Es usted una mujer cruel, ¿no? Como una de esas Borgia de las que hemos hablado. Lucrecia Borgia. Cruel y hermosa.
Se sonrojó.
– ¿A usted le importa qué pueda sucederle a un hombre como él? -preguntó, mostrándome la fotografía de su esposo.
– No especialmente. La ayudaré a encontrar a su esposo, frau Warzok. Pero no la ayudaré a ponerle un lazo al cuello, aunque merezca eso y mucho más.
– ¿Qué ocurre, herr Gunther? ¿Le impresionan este tipo de cosas?
– Tal vez. Pero si soy impresionable es porque he visto a hombres colgados y cosidos a balazos. Los he visto saltar en pedazos y morir de hambre, los he visto abrasados con lanzallamas y aplastados bajo las orugas de los Panzer. Es curioso, pero con el tiempo te das cuenta de que ya has visto demasiado. Demasiadas cosas que no puedes fingir no haber visto porque aguardan bajo los párpados y aparecen cada noche cuando te vas a dormir.Entonces te dices que será mejor que no veas nada más. No si puedes evitarlo. Y por supuesto, puedes, porque las viejas excusas ya no valen un carajo. No basta con decir que no podemos hacer nada más, que una orden es una orden, y esperar que la gente se lo trague como solía hacerlo. De modo que sí, supongo que soy un poco impresionable. Al fin y al cabo, mire dónde nos ha llevado la crueldad.
– Usted es del tipo filósofo, ¿no? Dentro de los detectives.
– Todos los detectives son filósofos, frau Warzok. Tienen que serlo. Así saben cuánto de lo que los clientes les dicen pueden tragarse sin problemas y cuánto pueden desechar. Quién de ellos está tan loco como Nietzsche y quién está sólo tan loco como Marx. A los clientes, me refiero. Mencionó doscientos por anticipado.
Se agachó sobre el maletín, sacó la cartera y contó cuatro billetes ante mis ojos.
– También he traído cicuta -dijo-. Si no aceptaba el caso estaba dispuesta a amenazarle con bebérmela. Pero si encuentra a mi marido podría dársela a él. Una especie de regalo de despedida.
Sonreí. Me gustaba sonreírle a aquella mujer. Era el tipo de cliente que necesita ver mis dientes, sólo como recordatorio de que puedo morder.
– Le haré un recibo -dije.
Concluido el encuentro se levantó y un rastro de perfume abandonó su delicioso cuerpo para meterse en mis vías aéreas. Calculé que sin los tacones y el sombrero sería tan alta como yo. Pero con ellos me hacía sentir como su eunuco favorito. Supuse que ése era el efecto que pretendía.
– Cuídese, herr Gunther -dijo, llevando la mano al pomo de la puerta.
El perfecto caballero se le adelantó.
– Siempre lo hago. Tengo mucha práctica.
– ¿Cuándo empezará a buscarlo?
– Sus doscientos dicen que ahora mismo.
– ¿Y cómo lo hará? ¿Por dónde empezará?
– Es probable que comience por reconocer el terreno. Y con seis millones de judíos asesinados, hay terreno de sobra en Alemania por donde empezar.
La labor de un detective se parece un poco a entrar a ver una película que ya ha comenzado. No sabes qué ha sucedido y, mientras intentas encontrar tu butaca en medio de la oscuridad, inevitablemente pisas algunos pies e interfieres de algún modo. En ocasiones la gente te insulta, pero la mayoría de las veces se limita a suspirar, chasquear la lengua y a apartar las piernas y los abrigos, en un intento por hacer como si no estuvieras allí. Plantearle una pregunta a la persona que está sentada junto a ti puede resultar bien en una descripción detallada del argumento y el reparto, bien en un golpe seco en la boca con el programa enrollado. Tú pagas y corres tus riesgos.
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