– Nada de fräulein. Frau Warzok. Britta Warzok. Y sí, alguien le recomendó.
– Ah. ¿Quién?
– Si no le importa, prefiero no decírselo.
– Usted es la señorita que visitó a herr Krumper la semana pasada. A mi abogado. ¿Para informarse sobre mi hotel? Sólo que entonces se hizo llamar Schmidt, creo.
– Sí. No fui muy original, ya lo sé. Pero no estaba segura de contratar sus servicios. Vine en un par de ocasiones, pero usted no estaba y no me apetecía dejarle un mensaje en el buzón. El conserje me dijo que creía que usted tenía un hotel en Dachau. Pensé que tal vez lo encontraría allí. Vi el cartel de «en venta» y fui a laoficina de Krumper.
Era probable que parte de aquello fuera verdad, pero decidí no insistir más. Además, disfrutaba demasiado de su inquietud y de sus elegantes y largas piernas como para ahuyentarla. Pero no vi nada de malo en provocarla un poco.
– Sin embargo, cuando vino la otra noche dijo haber cometido un error.
– He cambiado de opinión -respondió-. Eso es todo.
– Cambió de opinión una vez y puede volver a hacerlo. Y dejarme en la estacada. En este negocio, eso no es agradable. Tengo que saber que se compromete con el asunto, frau Warzok. Esto no es como comprar un sombrero. Una vez se ha iniciado una investigación, uno no puede echarse atrás. No puede devolverla a la tienda y decir que no le gusta.
– No soy estúpida, herr Gunther -respondió-. Y por favor no me hable como si no hubiera considerado lo que estoy haciendo. No ha sido fácil venir hasta aquí. No tiene ni idea de lo difícil que resulta. Si la tuviera, tal vez no sería tan paternalista. -Hablaba con frialdad, sin pizca de emoción-. ¿Es el sombrero? Me lo puedo quitar, si le molesta.
Por fin soltó el maletín y lo dejó en el suelo, junto a sus pies.
– Me gusta el sombrero -sonreí-. Por favor, déjeselo. Y siento que mis modales la hayan ofendido. Pero la verdad es que en este negocio se ve a mucha gente que sólo hace perder el tiempo, y para mí, mi tiempo es oro. Me dedico en exclusiva, por lo que si trabajo para usted no lo haré para nadie más. Y alguien podría necesitar mis servicios más que usted. Así son las cosas.
– Dudo que haya alguien que lo necesite más que yo, herr Gunther -dijo, con el temblor justo en la voz para tirar del lado más blando de mi aorta.
Le ofrecí un cigarrillo.
– No fumo -respondió, meneando la cabeza-. Mi… médico dice que es malo para la salud.
– Lo sé. Pero como yo lo veo, es uno de los medios más elegantes de matarse. Además, te da tiempo de sobra para poner en orden tus asuntos. -Encendí el cigarrillo y tragué una bocanada de humo-. Y bien, ¿cuál es el problema, frau Warzok?
– Parece que habla en serio -dijo-. Cuando habla de matarse.
– Estuve en el frente ruso, querida. Después de algo así, cada día es un día extra. -Me encogí de hombros -. Así que comamos, bebamos y seamos felices, porque mañana pueden invadirnos los Ivanes, y si eso sucede desearemos estar muertos pese a no estarlo, aunque sin duda lo estaremos, porque ahora vivimos en un mundo atómico y se tarda seis minutos y no seis años en matar a seis millones de personas. -Agarré el cigarrillo entre los dedos y le sonreí-. ¿Qué son unos cuantos pitillos comparados con una humareda en forma de seta?
– Entonces, ¿pasó por aquello?
– Claro. Todos pasamos por aquello. -No las veía pero sabía que estaban ahí. La pequeña redecilla negra que le colgaba del sombrero le cubría las tres cicatrices de la mejilla-. También usted, por lo que se ve.
Se llevó la mano a la cara.
– En realidad, tuve mucha suerte -respondió.
– Sí, ésa es la única forma de pensar en ello.
– El 25 de abril de 1944 hubo un ataque aéreo. Según dicen, cuarenta y cinco explosivos y cinco mil bombas incendiarias cayeron sobre Múnich. Una de las bombas destrozó una cañería de agua de mi casa. Recibí el impacto de tres anillos de cobre incandescentes que saltaron de la caldera. Fácilmente podrían haberme dado en los ojos. Es increíble lo que podemos llegar a soportar, ¿no cree?
– Si usted lo dice…
– Herr Gunther, quiero casarme.
– ¿No estamos yendo un poco deprisa, querida? Acabamos de conocernos.
Sonrío con elegancia.
– Sólo hay un problema. No sé si el hombre con el que me casé sigue vivo.
– Si desapareció durante la guerra, frau Warzok, debería acudir a la Ofi cina de Información del Ejército. La Weh rmacht Dienststelle está en Berlín, Eichborndamm, 179. Teléfono 41904.
Sabía el teléfono porque cuando el padre de Kirsten murió traté de averiguar si su hijo seguía con vida. La noticia de que su hermano había sido asesinado en 1944 no hizo mucho por el deteriorado estado mental de Kirsten.
Frau Warzok meneaba la cabeza.
– No, no es eso. Al final de la guerra seguía vivo. En la primavera de 1946 estuvimos en Ebensee, cerca de Salzburgo. Lo vi sólo un rato, ya me entiende. No vivíamos como marido y mujer. No desde el fin de la guerra.
Sacó un pañuelo de la manga de su chaqueta entallada y lo aplastó contra la palma de la mano con expectación, como si estuviera planeando echarse a llorar.
– ¿Ha hablado con la policía?
– La policía alemana dice que es asunto de Austria. La policía de Salzburgo dice que debería dejarlo en manos de los americanos.
– Los yanquis no saldrán en su busca -dije.
– En realidad, puede que sí. -Tragó un bolo de emoción contenida y soltó un profundo suspiro-. Sí, es muy probable que les interese salir a buscarlo.
– ¿Y eso?
– No es que les haya dicho nada sobre Friedrich. Así se llama. Friedrich Warzok. Es de Galitzia. Galitzia fue parte de Austria hasta la guerra Austro-Prusiana de 1866, al término de la cual obtuvo su autonomía. Entonces, después de 1918, pasó a formar parte de Polonia. Friedrich nació en Cracovia en 1903. Era un polaco muy austriaco, herr Gunther. Y después muy alemán, cuando Hitler resultó elegido.
– ¿Y por qué los americanos habrían de estar interesados en él? -pregunté, aunque comenzaba a hacerme una idea.
– Friedrich era un hombre ambicioso, pero no fuerte. Al menos no intelectualmente. Físicamente sí lo era, muy fuerte. Antes de la guerra era picapedrero. Bastante bueno. Era un hombre muy viril, herr Gunther. Supongo que eso fue lo que me enamoró de él. Con dieciocho años, yo también era muy vigorosa.
No me cabía la menor duda. Resultaba muy sencillo imaginarla con una combinación corta de color blanco, una corona de laurel en el pelo y haciendo interesantes ejercicios con un aro en una bonita película de propaganda del doctor Goebbels. El vigor femenino jamás tuvo un aspecto tan rubio y saludable.
– Seré honesta con usted, herr Gunther. -Se llevó la punta del pañuelo al ojo-. Friedrich Warzok no era unbuen hombre. Durante la guerra hizo cosas terribles.
– Después de Hitler nadie puede decir que tenga la conciencia limpia -repuse.
– Está muy bien que piense así. La gente hace cosas para sobrevivir, pero también hace cosas que nada tienen que ver con la supervivencia. La amnistía de la que se trata en el Parlamento… no creo que mi marido goce de ella, herr Gunther.
– Yo no estaría tan seguro. Si alguien de la calaña de Erich Koch está dispuesto a arriesgarse a salir de su escondite para pedir la protección de la nueva Ley Básica, entonces cualquiera puede hacer lo mismo. Haya hecho lo que haya hecho.
Erich Koch había sido el Gauleiter de Prusia Oriental y el Comisionado del Reich en Ucrania, donde tuvieron lugar terribles acciones. Lo sabía porque había visto unas cuantas. Koch contaba con poder ampararse en la nueva Ley Básica de la Re pública Federal, que prohibía la pena de muerte y la extradición en los casos de crímenes de guerra. En aquel momento permanecía en una cárcel de la zona británica. El tiempo diría si había tomado la decisión acertada.
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