– Hola -grité, cuando estuvimos bastante cerca de él-. ¿Es usted el capataz? -No dijo nada-. Me llamo Gunther, Bernhard Gunther. Soy un investigador privado, y ésta es mi ayudante, Fräulein Inge Lorenz.
Le entregué mi identificación. El capataz saludó con un gesto a Inge y volvió a mirar mi licencia. Había una precisión tal en su conducta que parecía casi simiesca.
– Peter Welser -dijo-. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
– Me gustaría hablar con Herr Bock. Confío en que podrá ayudarnos. Estamos buscando a una persona desaparecida. Weiser soltó una risita y volvió a subirse los pantalones.
– Por los clavos de Cristo, ésa sí que es buena. -Sacudió la cabeza y luego escupió al suelo-. Sólo en esta semana han desaparecido tres obreros. Quizá podría contratarle para tratar de encontrarlos, ¿eh?
Volvió a reírse.
– ¿Era Bock uno de ellos?
– Joder, no -dijo Welser-. Es un trabajador de los buenos. Un ex presidiario que está tratando de vivir honradamente. Espero que no lo vayan a estropear.
– Herr Welser, sólo quiero hacerle un par de preguntas, no fisgar en su vida y llevármelo luego de vuelta a Tegel en mi camioneta. ¿Está aquí ahora?
– Sí, está. Probablemente en su barracón. Le llevaré hasta allí. -Le seguimos hasta uno de los varios cobertizos de madera, largos y de un solo piso, levantados al lado de lo que fuera bosque y ahora estaba destinado a ser autopista. Al pie de los escalones, el capataz se volvió y dijo:
– Estos tipos son un poco rudos, pero eficaces. Quizá sería mejor que la señora no entrara. Hay que tomárselos como se encuentren. Puede que algunos ni siquiera estén vestidos.
– Esperaré en el coche, Bernie -dijo Inge.
La miré y encogí los hombros disculpándome, antes de seguir a Weiser escalones arriba. Levantó el pasador de madera y entramos.
Dentro, las paredes y el suelo estaban pintados de un degradado color amarillento. A lo largo de las paredes había literas para doce obreros, tres de ellas sin colchón y tres ocupadas por hombres vestidos sólo con ropa interior. En medio del barracón había una estufa barriguda de hierro fundido negro, cuya chimenea salía directamente a través del techo, y a su lado una gran mesa de madera en la que se encontraban cuatro hombres jugando a los naipes por unos pocos pfennings. Welser habló a uno de los jugadores.
– Este hombre es de Berlín -explicó-. Le gustaría hacerte unas preguntas.
Una montaña de hombre, con la cabeza del tamaño de un tocón de árbol, se miró la palma de la mano atentamente, miró al capataz y luego a mí con desconfianza. Otro hombre se levantó de su litera y empezó a barrer el suelo con una escoba, como quien no quiere la cosa.
He tenido mejores presentaciones en mi época y no me sorprendió ver que no hacía que Bock se sintieraprecisamente cómodo. Estaba a punto de añadir mi propio codicilo a la poco adecuada referencia de Weiser cuando Bock se puso en pie de un salto y mi mandíbula, que le bloqueaba la salida, recibió un gancho que la apartó de en medio. No fue mucho como golpe, pero lo suficiente como para hacer estallar una pequeña caldera a vapor entre mis oídos y lanzarme a un lado. Un par de segundos después oí un «clang» corto y sordo, como si alguien golpeara una bandeja de hojalata con un cucharón para sopa. Cuando recobré el conocimiento, miré alrededor y vi a Welser de pie al lado del cuerpo medio inconsciente de Bock. En la mano sostenía una pala de carbón, con la cual era evidente que había golpeado al hombretón en la cabeza. Se oyó el arrastrar de sillas y patas de mesa cuando los compañeros de juego de Bock se pusieron de pie.
– Tranquilos, todos vosotros -chilló Weiser-. Este tipo no es un cabrón de policía, es un investigador privado. No ha venido a arrestar a Hans. Sólo quiere hacerle unas preguntas, eso es todo. Está buscando a un desaparecido. – Señaló a uno de los hombres que habían estado jugando-. Eh, tú, échame una mano para levantarlo. -A continuación me miró-. ¿Está bien? -preguntó.
Asentí vagamente. Weiser y el otro hombre se inclinaron y levantaron a Bock desde donde había caído hasta la entrada. Vi que no era fácil; el hombre parecía pesado. Lo sentaron en una silla y esperaron a que sacudiera la cabeza para aclarársela. Mientras, el capataz ordenó al resto de hombres que salieran afuera diez minutos. Los hombres que estaban en las literas no opusieron resistencia, y pude ver que Weiser era un hombre acostumbrado a que lo obedecieran, y rápido.
Cuando Bock recobró el conocimiento, Weiser le dijo lo que ya había dicho al resto del barracón. Hubiera deseado que lo hubiera hecho al principio.
– Estaré fuera si me necesita -dijo Weiser, y empujando al último hombre para hacerlo salir del cobertizo, nos dejó solos a los dos.
– Si no es usted un poli, debe de ser uno de los chicos de Red.
Bock hablaba con la boca torcida y vi que tenía una lengua varias tallas más grande para el tamaño de su boca. La punta quedaba enterrada en algún sitio del interior de la mejilla, de forma que lo único que yo veía era la granmasa de color rosado que era su parte más gruesa.
– Mire, no soy un completo idiota -dijo con vehemencia-. No soy tan estúpido como para que me maten para proteger a Kurt. De verdad que no tengo ni idea de dónde está.
Saqué mi pitillera y le ofrecí un cigarrillo. Encendí el suyo y el mío en silencio.
– Escucha, para empezar, no soy uno de los chicos de Red. De verdad que soy un investigador privado como dijo ese hombre. Pero me duele la mandíbula, y a menos que contestes a todas mis preguntas, tu nombre será el que sacarán del sombrero los chicos del Alex para que haga el viaje hasta la cuchilla de cortar carne de la pensión Tillessen. -Bock se puso rígido en la silla-. Y si te mueves de esa silla, te juro que te romperé el cuello.
Acerqué una silla y puse un pie sobre el asiento, de forma que pudiera apoyarme en la rodilla mientras lo miraba.
– No puede demostrar que estuviera cerca de allí -dijo.
– Ah, así que no puedo -dije con una sonrisa. Di una larga calada al cigarrillo y le lancé el humo a la cara-. En tu última visita a Tillessen te dejaste amablemente el recibo de la paga. Lo encontré en el incinerador, al lado del arma del crimen. Claro que no está allí ahora, pero no me costaría nada volverlo a poner. La policía todavía no ha encontrado el cuerpo, pero eso es porque aún no hemos tenido tiempo de decírselo. Ese recibo te pone en una situación muy incómoda. Al lado del arma del crimen; es más que suficiente para enviarte a la trena.
– ¿Qué quiere?
Me senté frente a él.
– Respuestas -dije-. Mira, amigo, si te pregunto cuál es la capital de Mongolia, será mejor que me des una respuesta o te partiré la cabeza. ¿Lo comprendes? -Se encogió de hombros-. Empezaremos por Kurt Mutschmann y lo que los dos hicisteis al salir de Tegel.
Bock dio un profundo suspiro y luego asintió.
– Yo salí primero. Decidí tratar de seguir el camino recto. No es que éste sea un gran trabajo, pero es un trabajo. No quería volver a la trena. A veces iba a Berlín a pasar un fin de semana, ¿sabe? Y me quedaba en donde Tillessen. Es un macarra, o lo era. A veces me arreglaba las cosas para que echara un polvo. -Se pasó el cigarrillo por la comisura del labio y se frotó la cabeza-. Como sea, un par de meses después de salir yo, Kurt acabó la condena y fuea vivir a casa de Tillessen. Fui a verlo y me dijo que la red iba a darle su primer trabajo, robando algo.
»Bueno, la misma noche que lo vi, aparecieron Rot Dieter y un par de sus chicos. Red es, más o menos, quien dirige la red. Llevaban a ese tío mayor con ellos, y empezaron a trabajárselo en el comedor. Yo me mantuve aparte, en mi habitación. Y al cabo de un rato viene Rot y le dice a Kurt que quiere que abra una caja fuerte, y que yo lleve el coche. Bueno, a ninguno de los dos nos hizo mucha gracia. A mí, porque ya había tenido bastante; y a Kurt porque es un profesional. No le gusta la violencia, las cosas sucias, ¿sabe? Y además le gusta tomarse su tiempo. No llegar y meterse a hacer el trabajo sin ninguna preparación.
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