El restaurante Lacombe estaba en un segundo piso de la calle de San José. Su menú ofrecía los platos más variados: sopa de cajús, pajaritos fritos con plátanos, empanadillas de ostras, brotes de calabaza, tallos de taioba, huevos de tortuga, araras, papagayos y periquitos asados, pechuga de ternera con mariscos, rabo de vaca con pulpa de lentejas, corazón de vaca asado, ganso ensopado de samambaia, chuletas de venado, ranas rehogadas con lagartos, y guisado de tortuga. Pero la gran especialidad del Lacombe era la cobra. El cocinero, Afránio, se enorgullecía de su receta, que daba con todo detalle: «La cobra», decía, «tiene una carne de lo más delicioso, que no le cede en gusto a la de ningún pescado, al cual, por cierto, se parece. Los que han comido carne de cobra la prefieren a todas las demás. Pero lo más notable de esta carne es su eficacia para la cura de molestias cardíacas, de sífilis persistente y, sobre todo, de la lepra, la cual, cuando está empezando, desaparece del todo con la carne de cobra. Como es natural, hay que perder ese horror instintivo que nos inspira la cobra, y, sobre todo, el prejuicio de que su carne tiene que ser venenosa, porque se sabe perfectamente que la cobra sólo tiene veneno en unas bolsitas que lleva debajo de los colmillos. Aparte de que ese veneno no hace ningún daño si se bebe, porque únicamente es mortal al entrar en contacto con la sangre. Ahora bien, antes de preparar carne de cobra es importante cortarle la cabeza al reptil, luego arrancarle la piel, y, finalmente, abrirlo y limpiarlo bien. Después hay que cortar la cobra en pedazos, rehogarla con dos cucharadas de grasa y una cebolla picada, espolvorearla con una cucharada de harina de trigo y una tacita de agua, sal, salsa, pimienta y un poco de nuez moscada rallada. Se deja hervir hasta que cueza, añadiendo al caldo yemas de huevo disueltas en un vaso de vino. La carne de las cobras vivíparas es preferible a la de las ovíparas, y la de la de cascabel es la más delicada y sabrosa».
Pero, con excepción de Albertinho Fazelli, que comía lo que le echasen, ninguno de la canalla se atrevió nunca a probar tan apetitoso manjar.
La verdad era que la canalla no iba al Lacombe por la comida, si no por el ambiente relajado que allí reinaba. A los demás clientes no les molestaba el alboroto que sus miembros solían armar. Juntaron dos mesas grandes para acomodarles a todos. A la cabeza estaba el invitado de honor, doctor Edmundo Nina Milet, muchacho serio, de veinticuatro años, con ojos negros y profundos, descomunales bigotes y cabeza grande. Nina Milet les recordó a algunos de ellos a Rui Barbosa, otros pensaron que la semejanza se debía únicamente a que ambos eran de Bahía. Milet era patólogo y criminalista, además de sociólogo y etnógrafo. Estudiaba sobre todo la raza africana y sus descendientes brasileños. El comisario Mello Pimenta comenzó la sesión leyendo la carta que había recibido del asesino:
Estimado jefe:
En el momento en que leas estas letras yo estaré ya preparándome para trazar renglones de pendolista en el cuerpo de otra vil meretriz. ¿Qué es lo que tengo que hacer para que me descubráis de una vez? ¿Firmar mi nombre y apellido en las carcasas de esas putas? La verdad, pensé que el inglés era más experto que tú en el arte de leer mis pistas, pero está visto que es tan burro que merecería tener orejas más grandes que todas las que he cortado juntas. Espero que os divirtáis tanto como yo. Pero haced algo de una vez, porque estoy con hambre, mucha hambre, y todavía me queda una cuerda en el violín. Y, a propósito de cuerdas, cordiales saludos, en ambos sentidos de la palabra.
– Y lleva por firma-concluyó Pimenta- «Oluparun».
– ¿Oluparun? ¿Y qué quiere decir eso? -preguntó Chiquinha Gonzaga.
Nina Milet tradujo la palabra que Sherlock Holmes había oído en el ilé del rey Obá:
– En yoruba nagó quiere decir «el Destructor», «el Exterminador».
– Pues entonces el asesino tiene que ser un negro -declaró Alberto Fazelli, tan precipitado como siempre.
José do Patrocinio entraba en el restaurante en aquel preciso momento.
– Veo que llegué muy oportunamente -dijo-, porque están hablando ustedes de una persona de mi raza y dan por supuesto que tiene que ser un criminal. Por lo visto, además de luchar por la abolición de la esclavitud, vamos a tener que luchar también por nuestra inocencia.
Guimaráes Passos le contó lo que se decía, presentó a Patrocinio a Nina Milet, y concluyó:
– Tienes que perdonar a nuestro Albertinho, de sobra sabes lo precipitado que es.
El comisario Mello Pimenta prosiguió, mientras la carta pasaba de mano en mano:
– Bueno, la verdad es que esta carta no nos dice mucho. Que el criminal desea que le descubran, y poco más.
– Evidentemente se trata de un hombre culto, pero he notado que puso cuidado en deformar su letra para que no se le reconozca por la caligrafía -confirmó Holmes, examinando la carta-, ¿Y cómo llegó?, ¿por correo?
– No, un negrito recadero la trajo a la comisaría, pero desapareció en cuanto se la entregó a un guardia.
– Probablemente se trata de un mestizo -dijo Nina Milet.
José do Patrocinio se irritó:
– ¿Cómo puede usted hacer esa afirmación tan a la ligera?
– Lo que dije no tiene nada de ligero. Lea usted el Essai sur l’inégalité des races humaines, de Gobineau, que es amigo íntimo de nuestro emperador. Como los negros pertenecen a una raza inferior, el mestizaje tiene por consecuencia la cría de seres degenerados, y muchos de ellos nacen con propensión a desarreglos mentales y a estigmas de tipo criminal.
– Estos desatinos son lo que retrasa la abolición. Debiera avergonzarse usted de lo que dice -rebatió, indignado, José do Patrocinio, que estaba al tanto de esas especulaciones del darwinismo social.
Nina Milet no se inmutó:
– Mi querido amigo, hablo con conocimiento de causa. Los estudios de frenología y craniometría no mienten. Lea usted a Lombroso, por ejemplo: si nos atuviésemos a sus teorías, podríamos coger a los criminales antes incluso de que cometiesen crímenes.
– ¿Cómo? -preguntó, intrigada, Chiquinha Gonzaga.
– Pues clasificando a la población por medio de la frenología. Sabemos que los individuos con tendencias criminales sufren de asimetría facial y craneana, con la región occipital predominante sobre la facial, fuertes arcos supraciliares y mandíbulas que van más allá del simple prognatismo -hizo una pausa-, Y que, como la mayor parte de los mestizos, tienen labios gruesos y las ventanillas de la nariz grandes.
Holmes se acordó de Anna Candelária y resolvió poner coto a aquella insensatez:
– Conozco bien esas teorías, doctor Nina, pero me da la impresión de que resulta un poco precipitado asociar delincuencia con negros y mestizos. Si fuese como usted dice, Londres y París serían las ciudades más tranquilas y seguras de Europa.
Nina Milet prosiguió, pedante casi de puro sabio:
– Señor Holmes, el mestizaje no es ya exclusivo del Nuevo Mundo. Además, yo aquí me limito a citar el libro titulado L’uomo delinquente. Lombroso también asegura que los individuos que tienen esos impulsos son propensos a la epilepsia y a otras alteraciones psicológicas, como tacto insensibilizado, olfato y paladar obtusos, visión y audición débiles unas veces, fuertes otras. Y no hablemos de elementos sociológicos, como tatuajes en el cuerpo, y fisiológicos, como el ser ambidextros.
Holmes se volvió a Mello Pimenta:
– Pues entonces lo mejor será que me detenga usted aquí mismo, comisario, porque desde niño lo hago todo igual de bien con las dos manos.
A todos les hizo gracia la ocurrencia, lo que alivió ligeramente la tensión provocada por las inoportunas palabras del criminalista.
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