Fue Edna Ford quien precipitó una tormenta que, de otro modo, podría haber sido evitada. Incapaz por naturaleza de dejar que las cosas siguieran su curso, llegó irritada a la cocina en un momento delicado para la elaboración de los pastelillos de queso, que eran el orgullo de Mrs. Simmons. Sin dejarse amilanar por un portentoso ceño fruncido, se lanzó a hablar apresuradamente.
– ¡Oh, Mrs. Simmons! Espero que no esté trabajando demasiado. Miss Ford estaba particularmente ansiosa… Creo que ya lo ha dejado bastante claro… Eso que está haciendo son pastelillos de queso, ¿verdad?
Con un tono de voz que se adaptaba al ceño fruncido, Mrs. Simmons contestó:
– Sí, lo son.
Edna echó hacia atrás un mechón de pelo que le había caído sobre la mejilla.
– ¡Oh, querida! -exclamó-. Creo entender que Miss Ford ha ordenado traer todos los dulces de Ledbury. Sé que estaba muy preocupada porque usted no se viera sobrecargada de trabajo.
Los dedos de Mrs. Simmons se detuvieron en la pasta que estaba amasando.
– Lo que no hemos tenido nunca en esta casa desde que yo estoy en ella son pastelillos de queso comprados. Y le digo una cosa honrada y francamente, Mrs. Ford, si llegan esos pastelillos, me marcho de aquí. Y ahora, si no le importa, seguiré haciendo mi trabajo.
– ¡Oh, no…, no, desde luego que no! Sólo había venido a ver si podía hacer algo para ayudar.
– Nada, excepto dejarme seguir, Mrs. Ford, si no le importa.
Edna trasladó su atención a Mrs. Bell, que estaba limpiando el salón y logró ponerla tan nerviosa que rompió una figura de Dresden, regalo de un archiduque en aquellos lejanos días en que aún existía el Imperio Austro- húngaro.
Después, Mrs. Bell se lamentó de su tragedia.
– ¡Ya está bien de poner los nervios de punta a los demás! Figúrese que llega ella por detrás y dice de pronto: «¡Oh, lleve cuidado!» Y estoy segura de que no hay en el mundo nadie más cuidadosa que yo con la porcelana. Todavía tengo el juego de té de mi tatarabuela, que le regalaron el día de su boda hace cien años, y no se ha roto una sola pieza. Y aún sigo utilizando la sartén que tenía mi abuela.
– Entonces, ya va siendo hora de que se compre una nueva -comentó con rapidez Mrs. Simmons.
Cuando Janet preguntó a Adriana si podía ayudar en algo, le aconsejó que escogiera entre dos males menores.
– Si te ofreces para ayudar a Meriel con las flores, probablemente te pinchará con las tijeras de podar. Si no la ayudas, lo peor que puede llegar a decir es que nadie le echa una mano en nada. Te aconsejaría, pues, que juegues a lo seguro.
Janet pareció sentirse desgraciada.
– ¿Por qué está así?
– ¿Por qué está todo el mundo cómo está?-preguntó Adriana, encogiéndose de hombros-. Puedes reunir todas las respuestas posibles y elegir cualquiera. Está todo escrito en tu frente, o en tu mano, o en las estrellas. O alguien te frustró cuando estabas en la cuna y eso te hizo seguir un camino tortuoso. En realidad, creo que prefiero a Shakespeare:
El error, querido Bruto.
no está en nuestras estrellas.
sino en nosotros, que somos inferiores.
– Claro que lo erróneo con Meriel es que yo nunca he sido capaz de llevármela a un lado y decirle que es una descendiente, románticamente ilegítima, de una casa real. Si me busca demasiado las cosquillas, probablemente algún día le diré lo que es.
– ¡Oh…! -exclamó Janet, conteniendo la respiración porque la puerta situada detrás de Adriana se había abierto de golpe.
Meriel estaba allí, con la cara pálida, los ojos muy abiertos y llameantes. Avanzó despacio, con una mano en el cuello, sin hablar.
Adriana hizo un movimiento de desconcierto.
– Vamos, Meriel…
– ¡Adriana!
– Querida, en realidad no hay ningún motivo para hacer una escena. No sé lo que crees haber escuchado.
La voz de Meriel sonó como un susurro:
– Dijiste que si te buscaba demasiado las cosquillas, probablemente me dirías algún día lo que soy. Pues bien, ¡te pido que me lo digas ahora!
Adriana extendió una mano.
– No hay mucho que decir, querida. Ya te lo he dicho bastantes veces, pero no me quieres creer porque eso no cuadra con tus fantasías románticas.
– ¡Te exijo que me digas la verdad ahora!
Adriana estaba haciendo un esfuerzo poco habitual en ella para controlarse.
– Ya hemos hablado de esto antes -dijo-. Procedes de gente bastante ordinaria. Tus padres murieron y yo dije que me ocuparía de ti. Bueno, pues lo he hecho, ¿no?
– ¡No te creo!-exclamó Meriel, ruborizándose-, ¡No puedo creer que procedo de gente ordinaria! Creo que soy hija tuya y que tú nunca has tenido el coraje para aceptarlo. Si lo hubieras hecho, ¡podría haberte respetado!
– No, no soy tu madre -dijo, con voz muy tranquila-. Si yo hubiera tenido una hija habría sido posesiva con ella. Tienes que creerme cuando te lo digo.
– ¡Pues no te creo! ¡Me estás mintiendo para herirme!-su voz se había elevado, hasta convertirse en un grito-. ¡No te creeré nunca…, nunca…, nunca!
Salió corriendo de la habitación y cerró tras de sí dando un portazo.
Después, con una voz en la que se notaba una rabia fría, Adriana le dijo a Janet:
– Su padre fue un arriero español. Apuñaló a su madre y después se suicidó. La niña tenía unos bonitos y pequeños ojos negros. La recogí… y bastantes problemas he tenido con ella.
Janet permaneció allí, conmocionada y en silencio. Al cabo de un minuto Adriana extendió una mano y la tocó.
– Nunca se lo he dicho a nadie. No hablarás de esto, ¿verdad?
– No -contestó Janet.
Durante él camino de regreso a casa, desde la vicaría, Stella estuvo hablando de la fiesta.
– Puedo ponerme el nuevo vestido que Star me compró poco antes de marcharse. Es de un color algo así como amarillo. Me gusta porque no tiene volantes. No me gustan nada los volantes. Miss Page tiene un vestido con volantes… se lo va a poner esta noche. Eso hace que tenga un aspecto como con mucha pelusa, como una muñeca en un árbol de Navidad, sólo que de color negro. Se lo pone y Mrs. Lenton le alza un lado de la falda y dice: «¡Oh, Ellie, pareces un cuadro!» Creo que es bastante tonto decir algo así…, ¿no cree usted? Porque hay muchas clases de cuadros, y algunos de ellos son incluso muy feos.
Janet se echó a reír.
– Mrs. Lenton quería dar a entender con eso que Miss Page tenía un aspecto hermoso.
Stella puso mala cara.
– No me gustan los vestidos negros. Yo no llevaré uno nunca. Ya le he dicho a Star que no lo llevaré. No entiendo por qué Miss Page lleva uno.
– Las personas rubias resultan muy favorecidas cuando se visten de negro.
– Pues Miss Page no. Eso hace que se parezca al vestido rosa que yo tenía, con todo el color deslucido. Nanny dijo que habría sido mejor si Star hubiera probado un poco la tela antes de lavarlo. Joan Cuttle dice que Miss Page ha pasado por algo terrible.
– Stella, no es muy educado repetir cosas sobre las personas.
– No… Star también me lo dice. Pero Miss Page antes era mucho más bonita y simpática que ahora. Jenny Lenton dice que llora por la noche. Se lo dijo a Mrs. Lenton y ella puso a Molly y a ella en otra habitación. Dormían antes con Miss Page, pero ahora ya no porque no podían dormir. ¿No es estupendo que haga un día tan bonito? Jenny dijo que no podría una distinguirlo de un día de verano, pero yo le dije que eso era una tontería, porque sólo tienes que mirar las flores. En el verano no hay dalias ni margaritas de San Miguel, ¿verdad que no?
Gracias al estímulo de estas especulaciones hortícolas, fue posible llegar a casa sin que se produjera ninguna otra confidencia embarazosa sobre el tema de Ellie Page.
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