Patricia Wentworth - El Estanque En Silencio

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Ninguna ley impide que una famosa actriz, con mucho dinero y algún que otro remordimiento, quiera sentirse acompañada en su vejez, tras retirarse de la escena. Pero el sentido común debiera de impedir que, a cambio de no estar solo, una vieja rica reuniera en una solitaria mansión rural a un conjunto de parientes parásitos dispuestos a quedarse en exclusiva con su herencia. Porque así pasa lo que pasa: se empieza con envidias, rivalidades y rencores y se termina por encontrar cadáveres flotando en el estanque de la finca.

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Era, desde luego, muy elegante. El agudo contraste entre los cuadros blancos y negros, el verde vivo de la franja que los cruzaba, hicieron parpadear a Janet y reflexionar sobre lo inadecuado que sería esta prenda para la pobre Mabel Preston. Realmente, era mucho más adecuada para Meriel. La podía imaginar con el abrigo puesto y con una actitud dramática y ciertamente elegante.

Adriana le hizo señas de que se acercara.

– Llévate el abrigo abajo y cuélgalo en el guardarropa. Se lo voy a dar a Mabel y Meriel ha estado armando mucho jaleo para conseguirlo, así que he pensado que será mejor dejarlo abajo y ponérmelo una o dos veces antes. Mabel también podrá ponérselo si quiere y después se lo podrá llevar cuando se marche y no se producirá más alboroto. ¡Meriel es terrible cuando se propone conseguir algo!

Janet habló con tono de voz suave y mimoso:

– En realidad, ella lo desea mucho.

Adriana emitió una risa seca.

– ¿Te ha enviado para que me lo pidas?

– Bueno, le dije que no…

Adriana le dio una palmadita en la mejilla.

– No permitas que la gente te utilice, o terminarás bajo el pie de alguien. No puedes imaginarte cómo se pone Meriel cuando -quiere conseguir lo que desea.

– ¿Y realmente no puede conseguir ese abrigo?

Adriana frunció el ceño.

– No -contestó-, no puede, y te voy a decir por qué. Está demasiado gastado y yo misma lo he llevado demasiadas veces. No quiero que la gente vaya diciendo por ahí que no doy a Meriel el dinero suficiente, hasta el punto de que tiene que llevar mi ropa. Y sabes muy bien que eso es lo que dirían. En quince kilómetros a la redonda, todo el mundo me ha visto con ese abrigo puesto y has de admitir que es una prenda que no se olvida… ¿no te parece?

Cuando Janet se volvió hacia la puerta con el abrigo colgado del brazo, Mabel Preston llegó desde el dormitorio, vestida con un vestido de fiesta negro y amarillo que le daba la más desgraciada semejanza con una avispa. Se había peinado el pelo rojo en rulos de aspecto bastante desordenado y había estado experimentando con el colorete y el lápiz de labios de Adriana. El resultado tenía que ser visto para ser creído, pero era evidente que ella se sentía muy contenta. Entró en el cuarto haciendo una imitación bastante buena del pase de una maniquí.

– ¡Mira! -dijo-. ¿Qué te parece esto? Bastante bueno, ¿no crees? Y nadie lo recuerda, así que lo podré llevar mañana en la fiesta…, ¿no te parece, querida? ¡Qué elegante me siento! ¡Y es bastante nuevo! Nadie pensaría que ha sido llevado alguna vez… al menos mientras no lo miren muy atentamente, y nadie va a hacerlo.

Janet se escapó. Se llevó el abrigo a su cuarto y cuando fue a recoger a Stella a la vicaría, lo bajó consigo y lo colgó en el guardarropa.

16

Ninian se quedó aquella noche en la ciudad. Llamó por teléfono a las siete, pidió hablar con Janet en el teléfono supletorio de su habitación y fue muy pródigo con el tiempo.

– ¿Está la niña en cama…? ¡Bien! Pensaba haber calculado con acierto. ¡Escucha! El parquet tiene un color bastante agradable, y no se ve muy gastado. Las cortinas están muy bien. ¿Qué te parece si pudieras imaginártelas con una descripción? Sólo tienes que poner en marcha la imaginación.

– Esta mañana, Meriel me ha dicho más o menos que no tengo ninguna imaginación. Soy la afortunada poseedora de una mentalidad ordinaria, sin ninguna clase de esas percepciones que son una verdadera carga para las personas sensibles.

Ella le oyó reír.

– No importa. Regresaré mañana y te protegeré. Y ahora, haz todo lo que puedas con respecto a las cortinas. El dormitorio da al noroeste y las que hay allí son de un bonito color amarillo crema, con un dibujo de malvas. Están calculadas para dar la impresión de que el sol está brillando, aunque no se haya asomado por entre las nubes durante días. Bastante bonito para despertarse, ¿no crees?

– Ninian…

– Querida, no me interrumpas, por favor. Se supone que debes estar escuchándome. Las cortinas de la sala de estar me hicieron bastante gracia. Un agradable sombreado verde, y forradas, de modo que no perderán el color. Son de un color excelente… muy relajan te para la vista. Así es que he dado el salto y le he dicho a Hemming que nos quedaremos con todo. Espero que estés de acuerdo.

– Ninian…

– Si no lo estás, será por culpa tuya porque yo quería que vinieras conmigo, y lo podrías haber hecho con bastante facilidad. Así es que cuando-¿o debería decir si?- te despiertes y no te gusten las cortinas que veas, tendrás que recordarte a ti misma que fuiste tú quien se ha condenado a ellas.

– Ninian…

– ¡Déjame, mujer! Este es mi espectáculo y quiero hablar. Ahora te toca a ti escuchar… ¡resígnate! También he dicho que me quedaré con… -siguió perdiendo tiempo, enumerando cosas, como una esterilla para la puerta principal y un armario de cocina-. Su tía tiene cosas como esas que hay en… ¡es la superioridad de las casas escocesas! También hay una de esas perchas para secar la ropa, y dos estanterías de libros en más o menos buen estado.

Como él empezó a describir todas estas cosas hasta en sus más pequeños detalles, con comentarios e interjecciones evidentemente destinados a ponerla furiosa, Janet pensó que lo mejor que podía hacer para frustrar sus in tenciones era mantener la boca cerrada. No hay nada que desaliente más que lanzar un castillo de fuegos artificiales sin que nadie grite o exclame: «¡Oh!» Había estado hablando ya un buen rato cuando preguntó:

– Querida, ¿estás ahí?

– Justo -contestó Janet.

– Creía que habías caído en éxtasis.

– ¿Por oírte decir insensateces? No hay nada de nuevo en eso.

– Querida, eso suena a escocés puro.

Los acentos de la lengua dórica

de los que pende su más ligero murmullo…

– Creo que esas hermosas estrofas son originales, pero juraría que fueron escritas por Sir Walter Scott en uno de sus momentos más exaltados.

– ¡No creo que eso sea muy probable!

– Querida, te podría estar escuchando toda la noche, pero las señales de paso del tiempo están aumentando. ¡Oye, a propósito! He leído en el periódico vespertino que el primer actor de la obra de Star ha sido llevado a toda prisa al hospital con una pierna rota y que el estreno se retrasa. Van a llenar el hueco con la representación de cualquier cosa hasta que él esté bien. Un golpe bastante duro para Star… había puesto muchas esperanzas en ese espectáculo. Me pregunto si no regresará ahora.

– ¿No tendrá un papel en la nueva obra que vayan a hacer?

– ¡Oh, no! No es lo que le va a ella… Creo que es una obra de Josefa Clark. Oye, esta conversación ya está siendo muy cara. ¡Buenas noches! ¡Y sueña conmigo!

Al día siguiente, la casa adquirió todas las características de las prisas usuales en vísperas de una fiesta. Mrs. Simmons desplegó el temperamento en el que se basa toda gran cocinera, como cualquier otra gran forma de arte. Es triste pensar que la mano que actúa con tanta ligereza sobre las pastas y el soufflé, debe moverse después tan pesadamente por el ámbito de la cocina. Se produce un cierto acaloramiento que, cuando llega a la frente, puede ser considerado como una señal de peligro. Aparece en la voz un tono ante el que hasta el más atrevido de los ayudantes domesticaos se apresura a cumplir la tarea asignada, y ni siquiera sueña con replicar. Simmons, un esposo que había aprendido a ser prudente con los años, sabía que era mejor no comportarse como lo que su esposa habría estigmatizado como estar «debajo del pie». Por eso, regresó a la despensa donde ordenó las botellas y limpió las cocteleras hasta que brillaron como el cristal.

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