Donna Leon - Amigos en las altas esferas

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Cuando, recién casados, el comisario Brunetti y Paola encontraron piso, no se hicieron demasiadas preguntas: un apartamento con vistas sobre los tejados de Venecia era un estupendo hallazgo. Veinte años después, un inspector del catastro llama inesperadamente a su puerta para pedirles papeles y permisos que no tienen. Días más tarde, el funcionario llama a Brunetti a la comisaría completamente aterrorizado y con algo muy importante que revelarle. Nunca llegan a encontrarse porque un oportuno accidente va a costarle la vida al joven burócrata.
Así, con algo más que averiguar que la legalidad de su propio apartamento, comienza Brunetti una investigación que le arrastrará hasta desconocidas facetas de la ciudad de los canales -drogas, chantaje, corrupción y especulación- para demostrarle que en Venecia es indispensable tener amigos en las altas esferas.

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– ¿Adónde fue?

– A casa. Era la hora del almuerzo, y Loredana se preocupa si me retraso.

– ¿Usted se lo dijo?

– ¿Si le dije qué?

– Lo sucedido.

– Yo no quería. Pero ella lo notó. Lo adivinó al ver que yo no podía comer. Y tuve que contarle lo que había pasado.

– ¿Qué dijo ella?

– Que estaba muy orgullosa de mí -respondió él con cara radiante-. Dijo que yo había defendido nuestro honor y que lo ocurrido había sido un accidente. Él me empujó. Juro por Dios que es la verdad. Me tiró al suelo.

Giovanni miró nerviosamente hacia la puerta y preguntó:

– ¿Sabe ella que estoy aquí?

Al ver a Brunetti mover la cabeza negativamente, Dolfin se llevó una mano inmensa a los labios y se los golpeó varias veces con el canto de los dedos crispados.

– Se pondrá furiosa. Me dijo que no fuera al hospital. Que era una trampa. Y tenía razón. Debí hacerle caso. Ella siempre tiene razón. En todo tiene razón. -Se puso la mano en el brazo, en el lugar de la inyección, y frotó con suavidad, pero no dijo más.

En el silencio que siguió, Brunetti se preguntaba qué parte de verdad encerraba lo que Loredana Dolfin había dicho a su hermano. Brunetti no dudaba de que Rossi había descubierto la corrupción del Ufficio Catasto, pero dudaba que su descubrimiento afectara al honor de la familia Dolfin.

– ¿Y qué pasó cuando volvió usted a la casa? -preguntó. Empezaban a preocuparle las muestras de nerviosismo que observaba en Dolfin.

– El otro, el que se drogaba, estaba allí cuando ocurrió aquello. Me siguió a casa y preguntó a la gente quién era yo. La gente me conoce, a causa de mi apellido. -Brunetti oyó la nota de orgullo con que lo decía-. Cuando salí de casa para ir a trabajar, lo encontré esperándome. Me dijo que lo había visto todo y que quería ayudarme para que no tuviera problemas. Yo le creí, y volvimos a la casa y nos pusimos a limpiar la habitación. Dijo que quería ayudarme, y yo le creí. Y mientras estábamos allí vinieron unos policías, pero él les habló y se marcharon. Cuando los policías se fueron, él me dijo que si no le daba dinero, llamaría a los policías y les enseñaría la habitación, y yo estaría perdido y todo el mundo sabría lo que había hecho. -Aquí Dolfin se interrumpió, pensando en las consecuencias que eso hubiera tenido.

– ¿Y qué más?

– Yo le dije que no tenía dinero, que se lo daba todo a Loredana, que es la que sabe lo que hay que hacer con él.

Dolfin se levantó a medias y empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda, como atento a un sonido que fuera a salirle de la nuca.

– ¿Y después?

– Se lo dije a Loredana, naturalmente. Y entonces volvimos.

– ¿No volvió solo? -preguntó Brunetti y al momento le pesó haber hablado.

Hasta oír la pregunta de Brunetti, Dolfin había seguido moviendo la cabeza hacia uno y otro lado. Pero las palabras de Brunetti, o el tono de voz, lo hicieron detenerse. El comisario vio cómo se evaporaba la confianza en él de su interlocutor y cómo Dolfin se percataba de encontrarse en campo enemigo.

Brunetti dejó pasar por lo menos un minuto.

Signor conte ? -instó.

Dolfin movió la cabeza negativamente con firmeza.

Signor conte, decía usted que volvió a la casa con otra persona. ¿Quiere decirme quién era?

Dolfin apoyó los codos en la mesa, bajó la cabeza y se cubrió los oídos con la palma de las manos. Cuando Brunetti empezó a hablarle otra vez, Dolfin movió violentamente la cabeza de derecha a izquierda. Furioso consigo mismo por haber empujado a Dolfin a un terreno desde el que sería imposible hacerle volver, Brunetti se puso en pie y, consciente de que no tenía alternativa, fue a llamar por teléfono a la hermana del conte Dolfin.

25

La mujer contestó al teléfono con un escueto «Cà Dolfin» y el sonido sorprendió a Brunetti como un solo de trompeta que no tuviera más que notas discordantes, por lo que se quedó un momento en suspenso antes de identificarse y explicar el motivo de su llamada. Si la inquietó lo que él le decía, lo disimuló perfectamente y se limitó a responder que llamaría a su abogado y pronto estarían en la questura. No hizo preguntas ni mostró curiosidad alguna ante la noticia de que su hermano estaba siendo interrogado en relación con unos asesinatos. A juzgar por su reacción, hubiera podido tratarse de una simple llamada de trabajo, por ejemplo, un error en un plano. Por no descender de un dux -por lo menos, que él supiera-, Brunetti ignoraba cómo trataban las personas de alcurnia el tema de la implicación de la familia en un asesinato.

Brunetti no desperdició ni un instante en tomar en consideración la posibilidad de que la signorina Dolfin hubiera intervenido en algo tan vil como el vasto sistema por el que circulaban los sobornos hacia y desde el Ufficio Catasto, descubierto por Rossi: «Los Dolfin no hacemos las cosas por dinero.» Brunetti estaba convencido de ello. Fue Dal Carlo, con su estudiada perplejidad ante la posibilidad de que alguien del Ufficio Catasto se aviniera a aceptar un soborno, el que había instalado la red de corrupción descubierta por Rossi.

¿Qué había hecho el infeliz de Rossi, tan ingenuo él, y tan peligrosamente íntegro? ¿Enfrentarse a Dal Carlo con sus pruebas, amenazarlo con denunciarlo a la policía? ¿Y lo habría hecho dejando abierta la puerta de aquel cancerbero con su conjunto de punto, su moño rancio y su pasión trasnochada? ¿Y Cappelli? ¿Le habían causado la muerte sus conversaciones telefónicas con Rossi?

Brunetti estaba seguro de que Loredana Dolfin había aleccionado a su hermano sobre lo que debía decir si era interrogado: al fin y al cabo, ya le había advertido que no fuera al hospital. No hubiera dicho que era una «trampa» si no hubiera sabido cómo había recibido su hermano aquella delatora mordedura en el brazo. Y él, pobre desgraciado, aterrado por el peligro de infección, había desoído su advertencia y caído en la trampa de Brunetti.

Dolfin había dejado de hablar desde el momento en que empezó a usar el plural. Brunetti estaba seguro de la identidad de su acompañante, pero sabía que, en cuanto el abogado de Loredana hablara con Giovanni, se desvanecería toda posibilidad de demostrarla.

Menos de una hora después, sonó el teléfono: la signorina Dolfin y el avvocato Contarini habían llegado. Brunetti dijo que los acompañaran a su despacho.

Ella entró la primera, conducida por uno de los agentes uniformados que hacían guardia en la puerta de la questura. La seguía Contarini, orondo y sonriente, el hombre que siempre encontraba la fisura precisa para que su cliente se beneficiara de todos los tecnicismos jurídicos.

Brunetti no tendió la mano a ninguno de los dos sino que dio media vuelta invitándolos a pasar con un ademán, y se parapetó detrás de su mesa.

El comisario miró a la signorina Dolfin, que mantenía los pies juntos, la espalda erguida, sin rozar el respaldo de la silla y las manos enlazadas encima del bolso. Ella le devolvió la mirada pero guardó silencio. No estaba distinta de cuando él la había visto en su oficina: competente, ajada, interesada en lo que sucedía a su alrededor, pero sin implicarse del todo.

– ¿Y qué es lo que cree usted haber descubierto acerca de mi cliente? -preguntó Contarini sonriendo con afabilidad.

– En el curso de un interrogatorio grabado en esta questura esta misma tarde, él ha confesado haber dado muerte a Francesco Rossi, empleado del Ufficio Catasto, donde la signorina Dolfin -inclinó la cabeza en dirección a la aludida- trabaja en calidad de secretaria.

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