Brunetti esperó un momento y preguntó:
– ¿Y la santurronería?
Ella buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un estrecho rectángulo de papel, un poco más pequeño que un naipe y lo dio a Brunetti, que lo contempló. El papel era rígido, una especie de pergamino de imitación con la imagen de una mujer vestida de monja que tenía los dedos entrelazados y los ojos mirando al cielo, en actitud piadosa. Brunetti leyó las primeras líneas impresas al pie, una oración con la inicial, una «O» iluminada.
– Santa Rita -dijo ella, cuando él hubo contemplado la estampa un rato-. La patrona de los Imposibles, al parecer, otra abogada de las causas perdidas. La signora Volpato se siente muy identificada con la santa porque está convencida de que también ella ayuda a las personas cuando se les han cerrado todas las puertas. Ésa es la razón de su especial devoción por santa Rita. -La signorina Elettra se paró un momento a reflexionar sobre esa curiosa particularidad y consideró oportuno agregar-: Que me dijo que es más fuerte que la que siente por la Madonna.
– Pues puede considerarse afortunada la Madonna -dijo Brunetti devolviendo la estampa a la signorina Elettra.
– Ah, quédesela, comisario -dijo ella agitando la mano en señal de rechazo.
– ¿No le han preguntado por qué no acudía a un banco, si es dueña de una casa?
– Sí, y les he dicho que la casa me la había regalado mi padre y que no quería arriesgarme a que él se enterase. Si acudía al banco, donde conocen a toda la familia, él descubriría lo que ha hecho mi hermano. Procuré llorar un poquito al decirlo. -La signorina Elettra esbozó una pequeña sonrisa y prosiguió-: La signora Volpato ha dicho que sentía mucho lo de mi hermano, que el juego es un vicio terrible.
– ¿Y la usura no? -preguntó Brunetti, pero en realidad no era una pregunta.
– Por lo visto, no. Me ha preguntado cuántos años tenía él.
– ¿Y usted qué le ha dicho? -preguntó Brunetti, sabiendo que ella no tenía hermanos.
– Treinta y siete y que hacía años que jugaba. -Calló, pensó en los sucesos de la tarde y dijo-: La signora Volpato ha sido muy amable.
– ¿En serio? ¿Qué ha hecho?
– Me ha dado otra estampa de santa Rita y me ha dicho que rogaría por mi hermano.
Lo único que Brunetti hizo aquella tarde antes de irse a su casa fue firmar los papeles para autorizar el envío del cadáver de Marco Landi a sus padres. Después llamó a la oficina de los agentes y preguntó a Vianello si estaría dispuesto a acompañar el cuerpo al Trentino. Vianello accedió inmediatamente y sólo preguntó si podría ir de uniforme, ya que al día siguiente no estaría de servicio.
Brunetti, sin saber si se excedía en sus atribuciones, dijo:
– Cambiaré los turnos. -Abrió un cajón y se puso a buscar la lista de turnos, sepultada bajo el montón de papeles que cada semana llegaban a su mesa y que él acumulaba y reexpedía sin leer-. Considérese de servicio y vaya de uniforme.
– ¿Qué les digo si me preguntan si hemos adelantado algo en la investigación?
– No se lo preguntarán. Todavía no -contestó Brunetti, seguro de no equivocarse, aunque sin saber por qué.
Cuando llegó a casa, encontró a Paola sentada en la terraza con los pies descansando en uno de los sillones de mimbre que habían resistido otro invierno a la intemperie. Le sonrió y retiró los pies del sillón. Él aceptó la invitación y se sentó frente a ella.
– ¿Puedo preguntar qué tal ha sido el día? -dijo.
Él se hundió un poco más en el sillón y movió la cabeza negativamente, pero consiguió sonreír.
– Vale más no preguntar. Un día como tantos.
– ¿Cargado de?
– Usura, corrupción y codicia.
– Sí. Un día como tantos. -Ella sacó un sobre del libro que tenía en el regazo y se inclinó para dárselo-. Quizá esto te lo arregle.
Él tomó el sobre y lo miró. Era del Ufficio Catasto. No comprendía cómo podía aquello arreglarle el día.
Sacó la carta y la leyó.
– ¿Es un milagro? -preguntó y, bajando la mirada, leyó la última frase en voz alta-: «Habiéndose presentado documentación suficiente, toda comunicación anterior expedida por esta oficina queda sustituida por el presente documento de condono edilizio.» -Brunetti dejó caer la mano en el muslo, sin soltar la carta-. ¿Significa esto lo que imagino? -preguntó.
Paola asintió, sin sonreír ni desviar la mirada.
Él buscó las palabras y el tono precisos y, habiéndolos encontrado, preguntó:
– ¿No podrías ser un poco más explícita?
La explicación fue inmediata.
– Tal como yo lo veo, significa que el asunto ha terminado, que han encontrado los papeles necesarios y que no van a marearnos más .
– ¿Encontrado? -repitió él.
– Encontrado.
Él miró la hoja de papel que tenía en la mano, en la que aparecía la palabra «presentado». La dobló y la introdujo en el sobre, mientras pensaba cómo preguntar y si debía preguntar.
Devolvió el sobre a su mujer y dominando todavía el tono pero no las palabras, inquirió:
– ¿Tu padre tiene algo que ver con esto?
Él la observaba. La experiencia le dijo durante cuánto tiempo pensó ella en mentirle y también el momento en que abandonó la idea.
– Es probable.
– ¿De qué manera?
– Estábamos hablando de ti -empezó ella, y Brunetti disimuló la sorpresa por el hecho de que Paola hablara de él con su padre-. Me preguntó cómo estabas, cómo iba tu trabajo, y le dije que tenías más problemas de los habituales. -Antes de que él pudiera acusarla de revelar sus secretos profesionales, Paola explicó-: Ya sabes que nunca hablo de cosas concretas, ni con él ni con nadie, pero sí le dije que estabas más sobrecargado que de costumbre.
– ¿Sobrecargado?
– Sí -y explicó-: Con lo del hijo de Patta y la forma en que va a librarse. Y esos pobres chicos muertos. -Al ver su expresión, dijo-: No; a él no le dije nada de eso, sólo le insinué que últimamente estabas agobiado. Recuerda, Guido, que vivo y duermo contigo, y que no es necesario que me des el parte diario de cómo te afectan esas cosas.
Él la vio erguir el tronco, como si creyera que la conversación había terminado y ya podía ir a buscar unas copas.
– ¿Qué más le dijiste, Paola? -preguntó él antes de que ella pudiera levantarse.
La respuesta tardó en llegar, pero cuando llegó era cierta.
– Le hablé de esa tontería del Ufficio Catasto que, a pesar de que no habíamos sabido más, aún pendía sobre nuestras cabezas, como una especie de espada de Damocles de la burocracia. -Él conocía la táctica: la frase ingeniosa para salirse por la tangente. No se dejó distraer.
– ¿Y qué dijo él?
– Preguntó si podía hacer algo.
Si Brunetti hubiera estado menos cansado, menos deprimido por un día cargado de reflexiones sobre la corrupción humana, probablemente, hubiera desistido de continuar la conversación, dejando que los acontecimientos siguieran su curso a espaldas suyas. Pero algo, quizá la autocomplaciente duplicidad de Paola o su propio sonrojo ante ella, le hizo decir:
– Te dije que no hicieras eso. -Rápidamente, rectificó-: Te pedí que no lo hicieras.
– Ya lo sé. Por eso no le pedí que nos ayudara.
– No tuviste que pedírselo, ¿verdad? -dijo él, empezando a levantar el tono.
El de ella subió en la misma medida.
– Yo no sé lo que ha podido hacer. Ni sé si ha hecho algo.
Brunetti señaló el sobre que ella tenía en la mano.
– No hace falta ir muy lejos para encontrar la respuesta. Te pedí que no hicieras que nos ayudara, que no le hicieras utilizar su red de amigos e influencias.
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