Donna Leon - Amigos en las altas esferas

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Cuando, recién casados, el comisario Brunetti y Paola encontraron piso, no se hicieron demasiadas preguntas: un apartamento con vistas sobre los tejados de Venecia era un estupendo hallazgo. Veinte años después, un inspector del catastro llama inesperadamente a su puerta para pedirles papeles y permisos que no tienen. Días más tarde, el funcionario llama a Brunetti a la comisaría completamente aterrorizado y con algo muy importante que revelarle. Nunca llegan a encontrarse porque un oportuno accidente va a costarle la vida al joven burócrata.
Así, con algo más que averiguar que la legalidad de su propio apartamento, comienza Brunetti una investigación que le arrastrará hasta desconocidas facetas de la ciudad de los canales -drogas, chantaje, corrupción y especulación- para demostrarle que en Venecia es indispensable tener amigos en las altas esferas.

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Seguía el silencio.

– ¿Me oye, dottore ? -preguntó Brunetti afablemente.

– Sí, sí, le oigo -dijo Carraro con aquella voz nueva y más suave.

– Bien. Sabía que se alegraría de oírlo.

– En efecto, me alegro.

– Aprovechando que está al aparato -dijo Brunetti, consiguiendo que se notara que no acababa de ocurrírsele la idea-, me gustaría saber si querría hacerme un favor.

– Desde luego, comisario.

– Mañana o dentro de un par de días, quizá se presente en la sala de Urgencias un hombre con una herida en la mano o el brazo, producida por una mordedura. Probablemente, le dirá que le ha mordido un perro o, quizá, su amiguita.

Carraro callaba.

– ¿Me escucha, dottore ? -preguntó Brunetti alzando bruscamente la voz.

– Sí.

– Bien. En cuanto llegue ese hombre, quiero que llame usted a la questura, dottore. En el mismo instante -repitió, y dio el número a Carraro-. Si usted se va, deberá dejar las instrucciones oportunas a quien lo sustituya.

– ¿Y qué se supone que hemos de hacer con él mientras esperamos que lleguen ustedes? -preguntó Carraro de nuevo con su tono habitual.

– Retenerlo ahí, dottore, mentir e inventar una cura que dure hasta que lleguemos nosotros. Deben impedir que salga del hospital.

– ¿Y si no podemos? -preguntó Carraro.

Brunetti estaba seguro de que Carraro lo obedecería, pero le pareció conveniente mentir.

– Todavía tenemos la facultad de revisar los registros del hospital, dottore, y nuestra investigación de las circunstancias de la muerte de Rossi no habrá terminado hasta que yo lo diga. -Imprimió dureza en su voz al pronunciar la última, y falsa, afirmación, hizo una pausa y agregó-: Bien, entonces confío en su colaboración.

Dicho esto, no quedaba sino intercambiar banalidades y despedirse.

Brunetti se encontró entonces sin nada que hacer hasta que salieran los periódicos, a la mañana siguiente. Al mismo tiempo, se sentía inquieto, una sensación que siempre había temido porque lo inducía a la audacia. Le era difícil resistirse al impulso de, por así decir, meter al gato en el palomar, a fin de precipitar los acontecimientos. Bajó al despacho de la signorina Elettra.

Al verla con los codos en la mesa, la barbilla entre los puños y la mirada fija en un libro, preguntó:

– ¿Interrumpo?

Ella levantó la mirada, sonrió y rechazó la sola idea con un movimiento de la cabeza.

– ¿Es usted dueña del apartamento en que vive, signorina ?

Acostumbrada como estaba a las ocasionales excentricidades de Brunetti, ella no mostró curiosidad:

– Sí -respondió únicamente, dejando que él se explicara, si lo consideraba oportuno.

Brunetti, que se había tomado tiempo para pensar, dijo:

– De todos modos, no creo que eso importe.

– Me importa a mí, comisario, y mucho.

– Ah, sí, por supuesto -dijo él, advirtiendo la confusión a que se prestaban sus palabras-. Signorina, si no tiene mucho trabajo, me gustaría que hiciera algo por mí.

Ella alargó la mano hacia el bloc y el lápiz, pero él la detuvo.

– No -dijo-. Deseo que vaya a hablar con una persona.

Brunetti tuvo que esperar más de dos horas a que la signorina Elettra volviera de la calle. A su regreso a la questura, subió directamente al despacho del comisario. Entró sin llamar y se acercó a la mesa.

– Ah, signorina -dijo él invitándola a tomar asiento y se sentó a su lado, expectante pero en silencio.

– Usted no acostumbra a hacerme un regalo en Navidad, ¿verdad, comisario?

– No. ¿Habré de hacerlo a partir de ahora?

– Sí, señor -dijo ella con énfasis-. Espero una docena, no, dos docenas de rosas blancas de Biancat y, pongamos, una caja de prosecco.

– ¿Y cuándo le gustaría recibir el regalo, signorina ?

– Para evitar las prisas de la Navidad, comisario, podría enviármelo la semana próxima.

– No faltaba más. Considérelo hecho.

– Muy amable, signore -dijo ella con una cortés inclinación de cabeza.

– Será un placer -respondió él. Contó hasta seis y preguntó:

– ¿Y bien?

– He preguntado en la librería del campo, la dueña me ha dicho dónde vivían y he ido a hablar con ellos.

– ¿Y? -instó él.

– Puede que sean las personas más odiosas que he visto en mi vida -dijo ella en un tono de fría indiferencia-. A pesar de que hace más de cuatro años que trabajo aquí y he visto a unos cuantos criminales, y de que la gente del banco en el que estaba antes quizá fueran peores. Pero esos dos merecen punto y aparte -terminó diciendo con lo que parecía un escalofrío de repulsión.

– ¿Por qué?

– Porque en ellos se combinan la codicia y la santurronería.

– ¿De qué manera?

– Cuando les dije que necesitaba dinero para pagar las deudas de juego de mi hermano, me preguntaron qué podía ofrecer en garantía y entonces mencioné el apartamento. Yo procuraba aparentar nerviosismo, como usted me dijo. El hombre me preguntó la dirección, yo se la di, entonces se fue a la otra habitación y oí que hablaba con alguien.

Aquí se interrumpió y agregó:

– Debía de tener un telefonino, porque no vi cajas de conexión de teléfono en ninguna de las dos habitaciones en las que estuve.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Brunetti.

Ella alzó la barbilla y contempló la parte alta del armadio que estaba en el otro extremo del despacho.

– Cuando él volvió, sonrió a su mujer, y entonces empezaron a hablar de la posibilidad de ayudarme. Me preguntaron cuánto necesitaba y les dije que cincuenta millones.

Era la cantidad que habían convenido: ni muy grande ni muy pequeña, la suma que un jugador podía arriesgar en una noche de audacia y la suma que creería poder recuperar con facilidad, si encontraba a alguien que pagara la deuda y podía volver a la mesa.

Ella miró a Brunetti.

– ¿Usted los conoce?

– No. Lo único que sé de ellos es lo que me contó una amiga.

– Son horribles -dijo ella en voz baja.

– ¿Qué más?

Ella se encogió de hombros.

– Imagino que hicieron lo que acostumbran. Me dijeron que necesitaban ver los papeles de la casa, aunque estoy segura de que él llamó a alguien para asegurarse de que el apartamento es mío y está registrado a mi nombre.

– ¿Quién puede ser ese alguien? -preguntó él.

Ella miró el reloj antes de contestar.

– No es probable que a esas horas hubiera alguien en el Ufficio Catasto, de modo que debe de ser alguien que tiene acceso directo a sus registros.

– Usted lo tiene, ¿no?

– No; a mí me lleva tiempo colarme… acceder al sistema. Quienquiera que pueda darle esa información inmediatamente ha de tener acceso directo a los archivos.

– ¿Cómo han quedado?

– Hemos quedado en que mañana volveré con los papeles. Ellos tendrán allí a un notario a las cinco. -Lo miró sonriendo-. Imagine: puedes morirte antes de que un médico se digne venir a visitarte a tu casa, y ellos tienen a su disposición a un notario de un día para otro. -Arqueó las cejas ante la idea-. Así que mañana a las cinco voy, firmamos y me dan el dinero.

Antes ya de que ella acabara de decirlo, Brunetti había levantado el índice y lo movía de derecha a izquierda en muda señal de negación. No estaba dispuesto a permitir que la signorina Elettra volviera a acercarse a aquellas personas. Ella sonrió acatando la orden con alivio, según le pareció a él.

– ¿Y el interés? ¿Le han dicho el tipo?

– Han dicho que de eso hablaríamos mañana, que estaría en los documentos. -Cruzó las piernas y juntó las manos en el regazo-. Por lo tanto, imagino que no llegaremos a hablar del tema -concluyó.

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