Donna Leon - Líbranos del bien

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Tres hombres, entre ellos un carabiniere, irrumpen en el apartamento de un pediatra en plena noche, lo atacan y se llevan a su hijo de dieciocho meses. ¿Qué ha motivado un ataque tan violento por parte de las fuerzas del orden? Cuando el comisario Brunetti es convocado al hospital en que ingresa la víctima del cruel asalto, deberá enfrentarse a más preguntas que respuestas. Sl mismo tiempo, el inspector Viaenllo descubre una estafa que implica a los farmacéuticos y médicos de Venecia. Y tras la estafa… algo más que dinero. Líbranos del bien, el decimosexto caso protagonizado por el cominsario Brunetti, el más negro y el primero sin crimen, urde dos tramas paralelas en torno a tráfico ilegal de menores para la adopción y a un dilema médico. Con el ingenio y la lucidez habitual en ella, Donna Leon demuestra que el camino del Infierno puede estar sembrado de buenas intenciones.

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Una de las cosas que Brunetti siempre había admirado en secreto de los ciudadanos de la Antigüedad era la aparente facilidad con que tomaban decisiones éticas. Bueno o malo, blanco o negro. Ah, qué tiempos aquéllos.

Pero vino la ciencia, que levantó obstáculos a la decisión ética, mientras las reglas trataban de adaptarse a la ciencia y la tecnología. La concepción se conseguía de distintas maneras, los muertos no estaban del todo muertos ni los vivos bien vivos y quizá existía un lugar en el que se vendían hígados y corazones.

Brunetti quería decir todo esto para responder a Vianello, pero no encontraba la manera de condensarlo o articularlo de forma que tuviera sentido. En lugar de intentarlo, se volvió hacia el inspector y le puso una mano en el hombro.

– No tengo grandes respuestas, sólo pequeñas ideas.

– ¿Qué significa eso?

– Significa -empezó aunque la idea no se le ocurrió sino a medida que iba hablando- que, ya que no lo hemos arrestado nosotros, quizá podamos tratar de protegerlo.

– No sé si acabo de entender -dijo Vianello.

– Yo tampoco, Lorenzo, pero pienso que ese hombre puede necesitar protección.

– ¿De Marvilli?

– No de él, sino de la clase de hombres para los que Marvilli trabaja.

Vianello se sentó en una de las sillas del despacho de Brunetti.

– ¿Has tenido tratos con ellos?

Brunetti, que aún sentía el hormigueo del café y el azúcar y estaba muy agitado para sentarse, se apoyó en la mesa.

– No me refería a los de Verona en particular, sino a la especie en general.

– ¿Los hombres que son capaces de dar a los niños al orfanato? -preguntó Vianello, incapaz de superar la impresión que la idea le había causado.

– Sí -convino Brunetti-, supongo que se les puede describir así.

Vianello acogió el concepto meneando la cabeza.

– ¿Cómo vamos a protegerlo?

– De entrada, averiguando si tiene abogado y quién es -respondió Brunetti.

Con una sonrisa maliciosa, Vianello comentó:

– Da la impresión de que quieres apostar contra nosotros.

– Si van a acusarlo de todo lo que ha dicho Marvilli, necesitará a un buen abogado.

– ¿Donatini? -sugirió Vianello, pronunciando el nombre como si fuera una obscenidad.

Brunetti levantó la mano con falso horror.

– No; yo no llegaría a tanto. Necesitará a alguien que sea tan bueno como Donatini, pero íntegro.

Más por fórmula que por convicción, Vianello repitió:

– ¿Integro? ¿Un abogado?

– También los hay. Está la Rosato, aunque no sé en qué medida se dedica a lo criminal. Y Barasciutti, y Leonardi… -Su voz, poco a poco, se apagó.

Vianello no juzgó necesario señalar que, entre los dos, llevaban casi medio siglo trabajando con abogados criminalistas y sólo habían podido mencionar a tres que fueran honrados, y se limitó a decir:

– Deberíamos buscarlos, más que íntegros, eficaces.

De común acuerdo, soslayaron la evidencia de que ello situaba el nombre de Donatini en cabeza de la lista.

Brunetti miró el reloj.

– Cuando hable con la esposa le preguntaré si sabe de alguno. -Se enderezó, dio la vuelta a la mesa y se sentó.

Vio unos papeles que no estaban allí la víspera, pero apenas los miró.

– Habrá que averiguar una cosa -dijo.

– ¿Quién autorizó la operación? -preguntó Vianello.

– Exactamente. Una patrulla de carabinieri no entrarían en la ciudad e irrumpirían en un domicilio particular sin autorización judicial y sin habernos informado a nosotros.

– ¿Patta? -preguntó Vianello-. ¿Lo sabría él?

El nombre del vicequestore era el primero que le había venido a la cabeza a Brunetti, pero cuanto más lo pensaba menos probable le parecía la idea.

– Es posible. Pero nos habríamos enterado. -No mencionó que la inevitable fuente de tal información no habría sido el propio vicequestore sino su secretaria, la signorina Elettra.

– Entonces, ¿quién? -preguntó Vianello.

Al cabo de un momento, Brunetti dijo:

– Podría ser Scarpa.

– Pero él pertenece a Patta -dijo Vianello sin disimular su antipatía por el teniente.

– Últimamente ha cometido errores. Podría haber informado directamente al questore, para hacer méritos.

– ¿Y cuando se entere Patta? -preguntó Vianello-. No le gustará que Scarpa le haya ninguneado.

No era la primera vez que Brunetti reparaba en la simbiosis existente entre aquellos dos caballeros del Sur: el vicequestore Patta y su perro guardián, el teniente Scarpa. Siempre había supuesto que Scarpa aspiraba a ser el protegido del vicequestore. Pero, ¿y si el teniente picaba más alto, y si su obsequiosidad para con Patta era un simple coqueteo, el medio para escalar un peldaño en el camino hacia una meta más alta? ¿Y si había puesto las miras en el propio questore?

Con los años, Brunetti había aprendido a no subestimar a Scarpa, por lo que quizá conviniera contemplar esta posibilidad y, en lo sucesivo, tomarla en consideración en sus tratos con el teniente. Patta podía ser un idiota inclinado a la indolencia y la vanidad, pero Brunetti no tenía pruebas de que fuera corrupto -o sólo en trivialidades- ni de que estuviera en manos de la Mafia.

Desvió la mirada mientras desarrollaba este razonamiento. «¿Es que hemos llegado al punto en el que la ausencia de vicio es ya la virtud? -se preguntaba-. ¿Nos hemos vuelto todos locos?»

Vianello, conocedor de los hábitos de Brunetti, esperó a que su superior saliera de su abstracción para preguntar:

– ¿Le pedimos a ella que lo averigüe?

– Creo que lo hará con mucho gusto -respondió Brunetti inmediatamente, pese a reconocer que no debía alentar a la signorina Elettra a practicar su afición de infiltrarse en el ámbito de la seguridad policial.

– ¿Te acuerdas de la mujer que hará unos seis meses vino a hablarnos de aquella muchacha embarazada? -preguntó Brunetti.

Vianello asintió.

– ¿Por qué?

Brunetti evocó a la mujer que había hablado con él: baja, más de sesenta años, pelo rubio con una fuerte permanente, y muy preocupada de que su marido pudiera enterarse de su visita a la policía. Pero alguien le había dicho que fuera. Una hija o una nuera la había convencido, si mal no recordaba.

– Me gustaría que comprobaras si se hizo transcripción de la entrevista. No recuerdo si la pedí, y he olvidado el nombre de la mujer. Fue en primavera, ¿no?

– Creo que sí -respondió Vianello-. Veré si la encuentro.

– Quizá no tenga nada que ver con esto, pero me gustaría leer qué dijo y, quizá, volver a hablar con ella.

– Si hay transcripción la encontraré -dijo Vianello.

Brunetti miró el reloj.

– Voy al hospital, a hablar con la esposa. Y pregunta a la signorina Elettra si podría averiguar quién fue informado de la… operación de los carabinieri. -Quería utilizar una palabra más dura (incursión, asalto), pero se contuvo.

– Hablaré con ella por la tarde -dijo el inspector.

– ¿Por la tarde? -se sorprendió Brunetti.

– Hoy es martes -dijo Vianello, a modo de explicación, como quien dice: «Las tiendas de alimentación cierran los miércoles por la tarde, los restaurantes de pescado no abren los lunes y la signorina Elettra no trabaja los martes por la mañana.»

– Ah, sí, claro.

CAPÍTULO 7

Era una mujer fuerte. Si a Brunetti le hubieran preguntado por qué se le había ocurrido esta palabra nada más ver a la esposa de Pedrolli, le habría costado trabajo dar con la respuesta, pero su sola presencia se la sugirió y la tuvo presente mientras estuvo hablando con ella. Estaba de pie al lado de la cama de su marido y tuvo un gesto de extrañeza al ver entrar a Brunetti, a pesar de que él había llamado a la puerta. Quizá esperaba a otra persona, alguien con bata blanca.

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