Donna Leon - Líbranos del bien

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Tres hombres, entre ellos un carabiniere, irrumpen en el apartamento de un pediatra en plena noche, lo atacan y se llevan a su hijo de dieciocho meses. ¿Qué ha motivado un ataque tan violento por parte de las fuerzas del orden? Cuando el comisario Brunetti es convocado al hospital en que ingresa la víctima del cruel asalto, deberá enfrentarse a más preguntas que respuestas. Sl mismo tiempo, el inspector Viaenllo descubre una estafa que implica a los farmacéuticos y médicos de Venecia. Y tras la estafa… algo más que dinero. Líbranos del bien, el decimosexto caso protagonizado por el cominsario Brunetti, el más negro y el primero sin crimen, urde dos tramas paralelas en torno a tráfico ilegal de menores para la adopción y a un dilema médico. Con el ingenio y la lucidez habitual en ella, Donna Leon demuestra que el camino del Infierno puede estar sembrado de buenas intenciones.

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Marvilli no disimuló su extrañeza.

– Ya se lo he dicho, comisario. Nosotros nos encargamos de que sean llevados a un orfanato, y los servicios sociales y el Tribunal de Menores asumen su tutela.

Brunetti se reservó sus comentarios al respecto y sólo dijo:

– Ya. O sea que, en cada caso, ustedes… -Brunetti trató de decidir cuál era la palabra apropiada: «confiscan», «incautan», «roban»-… entregan al niño a los servicios sociales.

– Es nuestro cometido -convino Marvilli llanamente.

– ¿Y Pedrolli? -preguntó Brunetti-. ¿Qué pasará con él?

Marvilli reflexionó antes de responder:

– Eso depende del magistrado, supongo. Si Pedrolli decide colaborar, los cargos serán más leves.

– ¿Colaborar cómo? -preguntó Brunetti. El silencio de Marvilli le hizo comprender que no tenía que haber hecho esta pregunta, y antes de que pudiera hacer otra, Marvilli miró el reloj.

– Tengo que volver al cuartel, signori. -Desplazando el cuerpo hacia un lado, se levantó de la banqueta. Ya de pie, preguntó-: ¿Me permiten que les invite?

– Muchas gracias, capitán, pero no -respondió Brunetti con una sonrisa-. Me gustaría haber salvado dos vidas en un día.

Marvilli se rió. Tendió la mano a Brunetti y después, inclinándose sobre la mesa, estrechó también la de Vianello con un cortés:

– Adiós, inspector.

Si Brunetti esperaba que el capitán hiciera referencia a mantener informada a la policía local o a que ésta compartiera con los carabinieri la información que pudieran obtener, se vio defraudado. Marvilli volvió a dar las gracias por el café, giró sobre sí mismo y salió del bar.

Brunetti miró los platos y las servilletas usadas.

– Si tomo otro café, podré llegar a la questura volando.

– Lo mismo digo -murmuró Vianello, y preguntó-: ¿Por dónde empezamos?

– Por Pedrolli, me parece, y luego quizá deberíamos buscar esa clínica de Verona -respondió Brunetti-. También me gustaría saber cómo descubrieron los carabinieri lo de Pedrolli.

Vianello señaló el sitio que había ocupado Marvilli.

– Sí; estaba muy evasivo al respecto.

Ninguno hizo conjeturas y, finalmente, tras un silencio contemplativo, Vianello dijo:

– Probablemente, la esposa estará en el hospital. ¿Quieres que vayamos a hablar con ella?

Brunetti asintió. Se levantó y se acercó al bar.

– Diez euros, comisario -dijo Sergio.

Brunetti puso el billete en el mostrador y se volvió a medias hacia la puerta en la que ya le esperaba Vianello. Por encima del hombro preguntó:

– ¿Bambola?

Sergio sonrió.

– Vi su verdadero nombre en el permiso de trabajo, pero en mi vida podría pronunciarlo. Entonces él sugirió que podía llamarle Bambola, que es lo que más se parece a su verdadero nombre en italiano.

– ¿Permiso de trabajo? -preguntó Brunetti.

– Trabaja en la pasticceria que está en Barbaria delle Tolle -dijo Sergio pronunciando el nombre de la calle en veneciano, cosa que Brunetti nunca había oído de boca de un forastero-. Lo tiene, de verdad.

Brunetti y Vianello salieron del bar y se encaminaron hacia la questura. Aún no eran las siete, por lo que fueron a la sala de patrullas, donde había un vetusto televisor en blanco y negro, en el que podrían ver el informativo de la mañana. Aguantaron los interminables vídeos en los que ministros y políticos aparecían hablando delante de micrófonos mientras la voz del locutor explicaba lo que se suponía que habían dicho. Luego, un coche bomba. La pretensión del Gobierno de que la inflación no había subido. Nuevas canonizaciones.

Iban llegando otros policías. Entró un vídeo borroso de un coche azul de los carabinieri que paraba delante de la questura de Brescia. Del coche se apeó un hombre que se tapaba la cara con las manos esposadas. El locutor explicó que los carabinieri habían realizado redadas nocturnas en Brescia, Verona y Venecia para desarticular una banda dedicada al tráfico de niños. Cinco personas habían sido arrestadas y tres niños, confiados a la tutela del Estado.

– Pobrecillos -murmuró Vianello, y estaba claro que se refería a los niños.

– ¿Y qué más se puede hacer con ellos? -respondió Brunetti.

Alvise, que había entrado sin que lo advirtieran y estaba de pie cerca de ellos, barbotó, como si hablara al televisor, pero dirigiéndose a Brunetti:

– ¿Qué más? ¡Dejarlos con sus padres, por el amor de Dios!

– Sus padres no los querían -observó Brunetti secamente-. Por eso pasa lo que pasa.

Alvise levantó la mano derecha.

– No me refería a las personas que los trajeron al mundo, sino a sus padres, los que han cuidado de ellos, los que los han tenido durante… -alzó un poco la voz-… algunos desde hace dieciocho meses. Es año y medio. Ya andan, ya hablan. No puedes meterte en su casa, quitárselos y llevarlos a un orfanato. Porco Giuda, son niños, no alijos de cocaína de los que nos incautamos y encerramos en un armario. -Alvise golpeó la mesa con la palma de la mano y miró a su superior, con la cara colorada-. ¿Qué país es éste, si aquí pueden pasar estas cosas?

Brunetti no podía estar más de acuerdo. La pregunta de Alvise era razonable. ¿Qué país, realmente?

La pantalla se llenó de futbolistas que o hacían huelga o eran arrestados, Brunetti no lo sabía ni le interesaba, por lo que dando la espalda al televisor salió de la sala seguido de Vianello.

Mientras subían la escalera, el inspector dijo:

– Tiene razón Alvise.

Brunetti no respondió, y Vianello añadió:

– Quizá sea la primera vez en la historia, pero tiene razón.

Brunetti se detuvo en lo alto de la escalera y, cuando Vianello llegó arriba, dijo:

– La ley es una bestia sin entrañas, Lorenzo.

– ¿Qué significa eso?

– Significa -empezó Brunetti parándose en la puerta de su despacho- que, si se permitiera a esas personas conservar a los niños, se sentaría un precedente: la gente podría comprar niños o hacerse con ellos como quisiera y donde quisiera, y para el fin que quisiera, y sería perfectamente legal.

– ¿Qué otro fin puede haber más que el de criarlos y quererlos? -preguntó un indignado Vianello.

La primera vez que oyó el rumor de la compra de niños para utilizarlos como involuntarios donantes de órganos, Brunetti decidió considerarlo una leyenda urbana. Pero, con los años, el rumor se había hecho más insistente y ya no se refería sólo a países del Tercer Mundo sino a los del Primero y ahora, aunque seguía resistiéndose a creerlo, cada vez que lo oía, sentía desasosiego. La lógica sugiere que una operación tan complicada como un trasplante requiere la intervención de numerosas personas y un entorno médico bien equipado y controlado, en el que por lo menos uno de los pacientes pueda recuperarse. Las posibilidades de que pudieran darse todas estas circunstancias y que todas las personas involucradas guardaran silencio parecían a Brunetti muy remotas.

Por lo menos, en Italia. Sobre lo que ocurría al otro lado de las fronteras no se atrevía a especular.

Aún recordaba haber leído la carta, publicada en La Repubblica más de diez años atrás, en la que una madre angustiada reconocía haber quebrantado la ley al llevar a su hija de doce años a la India para que se le practicara un trasplante de riñón. En la carta se mencionaba el diagnóstico y el puesto asignado a la niña en la lista de espera de la sanidad pública, que equivalía a una sentencia de muerte.

Decía en su carta la mujer que era consciente de que alguna otra persona, quizá otro niño, se vería obligado por la pobreza a vender parte de su cuerpo y que la salud del donante quedaría afectada de modo permanente, independientemente de lo que le pagaran y de lo que pudiera hacer con el dinero. Pero, al contraponer la vida de su hija al riesgo que correría la persona desconocida, había optado por cargar con la culpa. Había llevado a su hija a la India con un riñón enfermo y la había traído con un riñón sano.

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