Donna Leon - Nobleza obliga

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Durante las obras de reforma de una finca abandonada en la campiña veneciana, se desentierra un cadáver parcialmente descompuesto y semidevorado por las alimañas. Cerca del lugar, se encuentra un valioso anillo de sello, pista crucial que permite identificar el macabro descubrimiento: se trata de Ro-berto Lorenzoni, hijo de una de las familias más poderosas de Venecia, secuestrado dos años atrás y dado por desaparecido.
Encargado de reabrir el caso, el comisario Brunetti necesitará el apoyo de la rama noble de su familia para adentrarse en el palpitante corazón de la aristocracia veneciana, donde los secretos están más que bien guardados. Una vez más, Donna Leon combina con increíble acierto la crudeza de la corrupción italiana, el encanto de sus personajes y el hechizo de la ciudad de Venecia.

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– Si van a volver a abrir la investigación, ¿quiere que haga otra copia para el vicequestore ?

– Aún es pronto para decir si volveremos a abrir la investigación. Por el momento, bastará una sola copia -dijo Brunetti con su voz más neutra.

– Sí, dottore -fue la neutra respuesta de la signorina Elettra-. Luego devolveré los originales al archivo.

– Bien. Muchas gracias.

– Y llamaré a Cesare.

– Gracias, signorina -dijo Brunetti y subió a su despacho cavilando sobre un país que tenía demasiados doctores y en el que cada día era más difícil encontrar un carpintero o un zapatero.

5

Aunque Brunetti no conocía al hombre de Treviso que había llevado el secuestro Lorenzoni, se acordaba bien de Gianpiero Lama, que se había encargado de la parte de la investigación realizada por la policía de Venecia. Lama, un romano que había llegado a Venecia con la fama de haber conseguido el arresto y condena de un asesino de la Mafia, sólo había trabajado en la ciudad dos años, antes de ser ascendido al cargo de vice questore y trasladado a Milán, donde, que Brunetti supiera, aún debía de seguir.

Lama y Brunetti habían trabajado juntos, pero ninguno de los dos había disfrutado mucho de la experiencia. Para Lama, su colega mostraba demasiados escrúpulos en la persecución del crimen y los criminales y era reacio a correr los riesgos que Lama consideraba necesarios. Como Lama también consideraba que, en determinadas circunstancias, para conseguir un arresto, se podía cerrar los ojos a la ley y hasta quebrantarla, a menudo sus detenidos eran puestos en libertad por algún defecto técnico descubierto por la magistratura. Pero, como esto sucedía algún tiempo después de la intervención de Lama, raras veces se veía en su forma de proceder la causa de la posterior desestimación de los cargos o la anulación de una sentencia. La evidente audacia de la conducta de Lama había propulsado su carrera. Cada ascenso preparaba el camino para el siguiente, y el hombre subía y subía como un cohete.

Brunetti recordaba que fue Lama quien interrogó a la novia del chico Lorenzoni y quien hizo caso omiso de la sugerencia, apuntada por ella y por el padre, de que el secuestro podía ser una broma. O, si lo preguntó, no lo hizo constar en el informe.

Brunetti se acercó el sobre y empezó otra lista, ésta, de las personas que podían ayudarle a saber más cosas no ya del secuestro en sí, sino de la familia Lorenzoni. Automáticamente, en cabeza de la lista, puso el nombre del conde Orazio Falier, su suegro. Si había en la ciudad alguien que conociera la fina telaraña en la que se entretejían los hilos de la aristocracia, la gran industria y las finanzas, ése era el conde Orazio.

La entrada de la signorina Elettra lo distrajo momentáneamente de la lista.

– He hablado con Cesare -dijo mientras ponía una carpeta en el escritorio-. En su ordenador ha encontrado la fecha, por lo que dice que no tendrá dificultad en hacer una copia de la cinta. Esta misma tarde me la mandará por mensajero. -Adelantándose a su pregunta de cómo lo había conseguido, la signorina Elettra explicó-: No tiene nada que ver conmigo, dot tore. Dice que piensa venir a Venecia dentro de un mes, y yo sospecho que pretende usar el haber hablado conmigo como excusa para volver a acercarse a Barbara.

– ¿Y el mensajero? -preguntó Brunetti.

– Ha dicho que lo cargará al informe que está haciendo la RAI sobre la carretera del aeropuerto -dijo ella, recordando a Brunetti uno de los últimos escándalos. Se habían pagado miles de millones a amigos de funcionarios del gobierno que habían promovido el proyecto y la construcción de la inútil autostrada al minúsculo aeropuerto de Venecia. Posteriormente, algunos de ellos habían sido condenados por prevaricación, pero el caso se encontraba atascado en el interminable proceso de apelación, mientras el ex ministro que había hecho una fortuna planeando la operación, no sólo seguía cobrando su pensión del Estado, cifrada en más de diez millones de liras al mes, sino que en la actualidad se le suponía en Hong Kong, amasando otra fortuna.

Brunetti, saliendo de sus divagaciones, miró a la sig norina Elettra y dijo:

– Haga el favor de darle las gracias en mi nombre.

– Oh, nada de eso, dottore. Creo que deberíamos hacerle creer que somos nosotros los que le hacemos un favor al darle una excusa para ponerse en contacto con Barbara. Hasta le he dado a entender que hablaría con ella, para prepararle el terreno por si deseaba llamarla.

– ¿Y eso por qué?

Ella parecía sorprendida de que Brunetti no lo hubiera comprendido.

– Por si volvemos a necesitarlo. Nunca se sabe cuándo a uno puede hacerle falta utilizar una cadena de televisión. -Recordando las demenciales elecciones últimas, en las que el dueño de tres de las mayores cadenas de televisión las había utilizado descaradamente para hacer campaña, él aguardaba su comentario final-: Creo que ya va siendo hora de que sea la policía quien las utilice, antes que otros.

Brunetti, siempre remiso a las discusiones políticas, optó por no hacer comentarios, se acercó la copia del expediente y le dio las gracias mientras ella se iba.

Antes de que Brunetti pudiera empezar a pensar en las llamadas que tenía que hacer, sonó el teléfono. Al contestar, oyó la voz de su hermano.

Ciao, Guido, come stai?

Bene -contestó Brunetti, mientras se preguntaba por qué Sergio lo llamaría a la questura. Al pensamiento y, enseguida, al sentimiento, le vino la madre-. ¿Ha ocurrido algo, Sergio?

– Nada, nada en absoluto. No te llamo por la mam ma. -La voz de Sergio, como había ocurrido desde que eran niños, tuvo la virtud de calmarlo y de darle la seguridad de que todo iba bien o que todo se arreglaría-. Bueno, no directamente.

Brunetti esperaba.

– Guido, ya sé que has ido a ver a la mamma los dos fines de semana últimos. No, no digas nada. Este domingo iré yo. Pero he de pedirte que los otros dos siguientes vayas tú.

– No hay inconveniente.

Sergio siguió hablando como si no le hubiera oído.

– Se trata de algo importante, Guido. Si no lo fuera, no te lo pediría.

– Eso ya lo sé, Sergio. Iré. -Dicho esto, a Brunetti le violentaba preguntar la razón.

Sergio prosiguió:

– Hoy he recibido una carta. Tres semanas ha tardado en llegar de Roma aquí. Puttana Eva, yo haría el camino a pie en menos tiempo. Tenían el número de fax del laboratorio, pero, ¿se les ocurrió mandar un fax? Quiá, los muy idiotas lo enviaron por correo.

Merced a una larga experiencia, Brunetti sabía que, cuando Sergio se ponía a despotricar sobre la incompetencia de uno cualquiera de los servicios estatales, había que cortar.

– ¿Qué dice la carta, Sergio?

– Es la invitación, claro.

– ¿A la conferencia sobre Chernobil?

– Sí, nos piden que leamos el trabajo. Bueno, lo leerá Battestini, ya que está a su nombre, pero me ha pedido que explique mi participación en la investigación y que después ayude a responder preguntas. Hasta que ha llegado la invitación, no sabía que fuéramos a ir. Por eso no te he llamado hasta ahora, Guido.

Sergio, que trabajaba en un laboratorio de radiología médica, había estado hablando de esta conferencia desde hacía años o, por lo menos, eso le parecía a Brunetti, aunque en realidad no hacía sino unos meses. El daño causado por la incompetencia de otro sistema estatalista no podía permanecer oculto por más tiempo, lo que había dado lugar a infinidad de conferencias sobre los efectos de la explosión y subsiguiente contaminación, y la próxima debía celebrarse en Roma dentro de una semana. Brunetti, en sus momentos de cinismo, pensaba que nadie se atrevía a sugerir que dejaran de construirse centrales nucleares -aquí maldecía en silencio a los franceses-, pero todo el mundo se apresuraba a acudir a aquellas conferencias a retorcerse las manos de angustia e intercambiar información horripilante.

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