Donna Leon - Nobleza obliga

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Durante las obras de reforma de una finca abandonada en la campiña veneciana, se desentierra un cadáver parcialmente descompuesto y semidevorado por las alimañas. Cerca del lugar, se encuentra un valioso anillo de sello, pista crucial que permite identificar el macabro descubrimiento: se trata de Ro-berto Lorenzoni, hijo de una de las familias más poderosas de Venecia, secuestrado dos años atrás y dado por desaparecido.
Encargado de reabrir el caso, el comisario Brunetti necesitará el apoyo de la rama noble de su familia para adentrarse en el palpitante corazón de la aristocracia veneciana, donde los secretos están más que bien guardados. Una vez más, Donna Leon combina con increíble acierto la crudeza de la corrupción italiana, el encanto de sus personajes y el hechizo de la ciudad de Venecia.

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Desde el principio, el caso había sido presentado apelando a la compasión, trufado de aquella sensiblería que tanto detestaba Brunetti en sus compatriotas. Al mágico conjuro de la emoción barata, aparecieron fotos: Roberto en la fiesta de sus dieciocho años, sentado al lado de su padre, rodeándole los hombros con el brazo; una foto de la condesa tomada hacía décadas, bailando con su marido, los dos muy guapos, con el esplendor de la juventud y la riqueza; hasta el pobre Maurizio salía en el periódico, andando por la Riva degli Schiavoni tres elocuentes pasos detrás de su primo Roberto.

Frasetti y Mascarini se presentaron en la questura dos días después del arresto de Lorenzoni, acompañados por dos de los abogados del conde. Sí, fue Maurizio quien los contrató; fue Maurizio quien planeó el secuestro y les dio las instrucciones. Insistieron en que Roberto había muerto de causas naturales; fue Maurizio quien les ordenó que dispararan contra su primo muerto, para falsear la causa de la muerte. Y los dos exigieron que se les hiciera un reconocimiento médico completo, para determinar si se habían contaminado durante el tiempo pasado con su víctima. Los resultados fueron negativos.

– Lo hizo él -repitió Brunetti recuperando el tazón y apurando el té. Se volvió para dejarlo en la mesita de noche, pero Paola se lo quitó y lo sostuvo entre las manos para aprovechar su calor.

– Pues lo meterán en la cárcel -dijo Paola.

– Eso es lo que menos me importa.

– ¿Qué es lo que te importa entonces?

Brunetti se hundió un poco en la cama y se subió la ropa hacia la barbilla.

– ¿Te reirás si te digo que lo que me importa es la verdad? -preguntó.

Ella movió la cabeza negativamente.

– Claro que no me río. Pero, ¿servirá de algo?

Él le quitó la taza, la dejó en la mesita de noche y le tomó las manos.

– A mí, sí, creo.

– ¿Por qué? -preguntó ella, aunque probablemente ya lo sabía.

– Porque detesto ver a esa clase de gente, a la gente como él, que pasan por la vida sin tener que pagar por lo que hacen.

– ¿No te parece que la muerte de su hijo y de su sobrino es ya un precio lo bastante alto?

– Paola, él envió a esos hombres a matar al muchacho, a secuestrarlo y luego matarlo. Y mató a su sobrino a sangre fría.

– Eso no lo sabes.

– No puedo probarlo, ni podré. -Movió la cabeza tristemente-. Pero me consta como si hubiera estado allí. -Paola no dijo nada y la conversación cesó durante un minuto. Finalmente, Brunetti dijo-: El muchacho se iba a morir de todos modos, sí. Pero piensa por lo que tuvo que pasar al final, el miedo, el no saber qué iba a ser de él. Esto no podré perdonárselo.

– No eres tú quien debe perdonar, ¿verdad, Guido? -preguntó ella, pero su voz era suave.

Él sonrió y denegó con la cabeza.

– No; no soy yo. Pero ya sabes lo que quiero decir. -Como Paola no respondiera, preguntó-: ¿O no lo sabes?

Ella asintió y le oprimió la mano.

– Sí -dijo, y otra vez-: Sí.

– ¿Qué harías tú? -preguntó él de pronto.

Paola le soltó la mano y retiró un mechón de pelo que le caía sobre los ojos.

– ¿Quieres decir si yo fuera el juez? ¿O la madre de Roberto? ¿O si fuera tú?

Él volvió a sonreír:

– Me parece que con eso me has dicho que no le dé más vueltas, ¿verdad?

Paola se puso en pie y se agachó a recoger los periódicos, que fue doblando y amontonando. Luego se volvió hacia la cama:

– Últimamente, he pensado mucho en la Biblia -dijo, con lo que sorprendió a Brunetti, que sabía que su mujer no tenía nada de religiosa-. Eso de ojo por ojo. -Él asintió y Paola prosiguió-: Antes me parecía una de las peores cosas que había dicho aquel dios adusto, vengativo y sanguinario. -Se abrazó a los periódicos y desvió la mirada, buscando la manera de continuar. Luego volvió a mirar a su marido-: Pero ahora se me ocurre que quizá nos exhorte a todo lo contrario, que esté diciéndonos que hay un límite; que si perdemos un ojo no pidamos más que un ojo, y que si un diente, un diente, no una mano ni -aquí hizo una pausa- un corazón. -Volvió a sonreír, se agachó y le dio un beso en la mejilla haciendo crujir los diarios.

Al enderezarse dijo:

– Voy a atarlos. ¿El cordel está en la cocina?

– Sí.

Ella asintió y salió de la habitación.

Brunetti se puso las gafas y siguió leyendo a Cicerón. Más de una hora después, sonó el teléfono, pero alguien contestó antes de que pudiera hacerlo él.

Esperó un minuto, pero Paola no lo llamó. Volvió a la lectura; no tenía ganas de hablar por teléfono con nadie.

A los pocos minutos entró Paola en el dormitorio.

– Guido, era Vianello -dijo.

Brunetti dejó el libro abierto cara abajo en la cama y miró a su mujer por encima de las gafas.

– ¿Qué hay?

– La condesa Lorenzoni -empezó Paola, que calló y cerró los ojos.

– ¿Qué?

– Se ha ahorcado.

Sin pensar en lo que decía, Brunetti suspiró:

– Ay, ese pobre hombre.

Donna Leon

Nobleza obliga - фото 2
***
Nobleza obliga - фото 3
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