Donna Leon - Nobleza obliga

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Durante las obras de reforma de una finca abandonada en la campiña veneciana, se desentierra un cadáver parcialmente descompuesto y semidevorado por las alimañas. Cerca del lugar, se encuentra un valioso anillo de sello, pista crucial que permite identificar el macabro descubrimiento: se trata de Ro-berto Lorenzoni, hijo de una de las familias más poderosas de Venecia, secuestrado dos años atrás y dado por desaparecido.
Encargado de reabrir el caso, el comisario Brunetti necesitará el apoyo de la rama noble de su familia para adentrarse en el palpitante corazón de la aristocracia veneciana, donde los secretos están más que bien guardados. Una vez más, Donna Leon combina con increíble acierto la crudeza de la corrupción italiana, el encanto de sus personajes y el hechizo de la ciudad de Venecia.

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– Ella lo sabe todo -dijo con voz ronca de desesperación-. Pero usted, ¿cómo lo ha descubierto? -Su tono era tan fatigado como el de su esposa.

Brunetti volvió a sentarse y rechazó la pregunta con un ademán.

– No importa.

– Eso mismo le he dicho yo. -Al ver la expresión interrogativa de Brunetti, el conde explicó-: Ya nada importa.

– Por qué murió Roberto importa -dijo el comisario. La única respuesta que el conde dio fue la de encoger un hombro, pero Brunetti insistió-: Importa encontrar a quien lo hizo.

– Usted ya sabe quién lo hizo -dijo el conde.

– Sí; sé quién los envió. Lo sabemos los dos. Pero quiero encerrarlos -dijo Brunetti levantándose a medias y sorprendiéndose a sí mismo por aquella vehemencia que no había podido reprimir-. Quiero sus nombres. -Otra vez el tono agresivo. Se dejó caer en el asiento y bajó la cabeza, violento por su furor.

– Paolo Frasetti y Elvio Mascarini -dijo el conde sencillamente.

En el primer momento, Brunetti no sabía qué era lo que estaba oyendo y, cuando lo entendió, no podía creerlo; y, cuando lo creyó, todo el esquema de los asesinatos Lorenzoni que había empezado a dibujarse con el descubrimiento de aquellos maltratados huesos en una zanja, volvió a modificarse tomando una forma nueva, mucho más horrenda que los descompuestos restos de su hijo. Brunetti reaccionó instantáneamente y, en lugar de mirar al conde con asombro, sacó el bloc del bolsillo interior de la chaqueta y anotó los nombres.

– ¿Dónde podemos encontrarlos? -Se esforzó para que su voz fuera serena, perfectamente natural, mientras pensaba rápidamente en todas las preguntas que tenía que hacer antes de que el conde se diera cuenta de lo fatal que había sido para él aquella mala interpretación.

– Frasetti vive cerca de Santa Marta. El otro, no sé.

Brunetti, con las emociones y la expresión facial ya bajo control, miró al conde.

– ¿Cómo los encontró?

– Me hicieron un trabajo hace cuatro años, y volví a llamarlos.

No era el momento de preguntar por el otro trabajo; sólo interesaba el secuestro, Roberto.

– ¿Cuándo se enteró usted de que estaba contaminado? -No podía haber otra razón.

– Poco después de que regresara de Bielorrusia.

– ¿Cómo ocurrió?

El conde enlazó los dedos ante sí y los miró.

– En un hotel. Llovía y Roberto no quería salir. No entendía la televisión, todos los programas eran en ruso o en alemán. Y aquel hotel no podía, o no quería, encontrarle a una mujer. Entonces, sin nada que hacer, se puso a pensar en el motivo del viaje. -Miró a Brunetti-. ¿Es necesario que le cuente todo esto?

– Creo que debo saberlo.

El conde asintió, pero no para aceptar lo que decía Brunetti. Carraspeó y prosiguió:

– Dijo, esto se lo contó después a Maurizio, dijo que había sentido curiosidad de por qué le habíamos hecho cruzar media Europa para traer una maleta, y decidió ver qué contenía. Pensaba que podía ser oro o piedras preciosas. Por cómo pesaba. -Hizo una pausa-. Estaba forrada de plomo. -Volvió a callar y Brunetti se preguntó cómo hacerle continuar.

– ¿Pensaba robarlas? -preguntó.

El conde levantó la mirada.

– Oh, no; Roberto nunca hubiera robado, y mucho menos a mí.

– ¿Por qué entonces?

– Curiosidad. Y celos, supongo, porque pensaría que yo me fiaba de Maurizio más que de él, y la prueba era que Maurizio conocía el contenido de la maleta y él, no.

– ¿Y abrió la maleta?

El conde asintió.

– Dijo que utilizó un abrelatas del hotel, que era del tipo anticuado, con la punta triangular, como los que usábamos antes para abrir las latas de cerveza.

Brunetti asintió.

– Si no lo hubiera tenido en la habitación, no hubiera podido abrir la maleta, y no hubiera pasado nada. Pero aquello era Bielorrusia, y los abrelatas que tienen allí son de éstos. Así que forzó la cerradura y abrió la maleta.

– ¿Y dentro qué había?

El conde lo miró sorprendido.

– Usted acaba de decírmelo.

– Eso ya lo sé, pero quiero que me diga cómo lo enviaban. Qué forma le habían dado.

– Perlas azules. Una especie de cagaditas de conejo pero más pequeñas. -El conde levantó la mano derecha separando ligeramente el índice y el pulgar para indicar el tamaño y repitió-. Cagaditas de conejo.

Brunetti no dijo nada; la experiencia le había enseñado que hay un momento en el que no se debe apremiar a la gente, hay que dejar que vayan a su ritmo, porque, si no, sencillamente, se paran.

Finalmente, el conde siguió hablando:

– Después cerró la maleta, pero la había tenido abierta el tiempo suficiente. -No era necesario que el conde especificara suficiente para qué. Brunetti había leído los efectos que había tenido aquella exposición.

– ¿Cuándo se enteraron de que había abierto la maleta?

– Cuando nuestro comprador recibió el material. Me llamó para decirme que la cerradura había sido forzada. Pero eso no fue hasta casi dos semanas después. El envío se hizo por barco.

Brunetti dejó pasar esto por el momento.

– ¿Y cuándo empezaron los problemas?

– ¿Problemas?

– Los síntomas.

El conde asintió.

– Ah. -Hizo una pausa-. Al cabo de una semana. Al principio, creí que era una gripe o algo por el estilo. Todavía no habíamos hablado con el comprador. Pero luego empeoró. Y entonces me enteré de que la maleta había sido abierta. Sólo había una explicación.

– ¿Usted se lo preguntó?

– No, no. No era necesario.

– ¿Él lo dijo a alguien?

– Sí; lo dijo a Maurizio, pero cuando ya estaba muy mal.

– ¿Y entonces?

El conde se miró las manos, midió una pequeña distancia entre el índice y el pulgar de la derecha, como para indicar otra vez el tamaño de las bolitas que habían matado a su hijo, o que habían sido la causa de que mataran a su hijo. Levantó la mirada.

– Entonces decidí lo que había que hacer, y llamé a esos hombres, Frasetti y Mascarini.

– ¿De quién fue la idea de cómo hacerlo?

El conde desechó la pregunta por intrascendente.

– Yo les dije lo que tenían que hacer. Pero lo importante era que mi esposa no sufriera. Si ella se hubiera enterado de lo que hacía Roberto, de lo que había provocado su muerte… no sé lo que hubiera sido de ella. -Miró a Brunetti y luego se miró las manos-. Pero ahora ya lo sabe.

– ¿Cómo se ha enterado?

– Me vio con Maurizio.

Brunetti pensó en la encorvada mujer-gorrión, en sus manos pequeñas aferradas al puño del bastón. El conde quería ahorrarle sufrimientos, ahorrarle la vergüenza. Ah, sí.

– ¿Y el secuestro? ¿Por qué no enviaron más cartas?

– Él murió -dijo el conde con voz opaca.

– ¿Roberto? ¿Murió?

– Eso me dijeron.

Brunetti asintió, como si lo comprendiera, como si siguiera sin dificultad la tortuosa senda por la que lo llevaba el conde.

– ¿Y entonces?

– Entonces les dije que tenían que dispararle, para que pareciera que había muerto de un disparo. -Mientras el conde iba explicando estas cosas, Brunetti empezaba a comprender que aquel hombre estaba convencido de que todo lo que se había hecho era lo más lógico y correcto. No había duda en su voz, ni incertidumbre.

– ¿Por qué lo enterraron allí, cerca de Belluno?

– Uno de esos hombres tiene una cabaña en los bosques, para la temporada de caza. Llevaron allí a Roberto y, cuando murió, les dije que lo enterraran allí mismo. -La expresión del conde se suavizó momentáneamente-. Pero les dije que lo enterraran a flor de tierra, con el anillo. -Al ver la extrañeza de Brunetti, explicó-: Para que se encontrara su cuerpo. Por su madre. Ella tenía que saberlo. Yo no podía dejarla en la incertidumbre de si su hijo vivía o no. Eso la hubiera matado.

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