Donna Leon - Nobleza obliga

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Durante las obras de reforma de una finca abandonada en la campiña veneciana, se desentierra un cadáver parcialmente descompuesto y semidevorado por las alimañas. Cerca del lugar, se encuentra un valioso anillo de sello, pista crucial que permite identificar el macabro descubrimiento: se trata de Ro-berto Lorenzoni, hijo de una de las familias más poderosas de Venecia, secuestrado dos años atrás y dado por desaparecido.
Encargado de reabrir el caso, el comisario Brunetti necesitará el apoyo de la rama noble de su familia para adentrarse en el palpitante corazón de la aristocracia veneciana, donde los secretos están más que bien guardados. Una vez más, Donna Leon combina con increíble acierto la crudeza de la corrupción italiana, el encanto de sus personajes y el hechizo de la ciudad de Venecia.

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Durante el silencio que siguió, a Brunetti casi le parecía oír al conde repasar décadas de la información, los escándalos y los rumores que guardaba en la memoria acerca de la mayoría de los notables de la ciudad.

– ¿Por qué te interesan, Guido? -preguntó el conde, y agregó-: Si no es indiscreción.

– Se ha encontrado cerca de Belluno el cadáver de un hombre joven. En el hoyo había un anillo con el escudo de los Lorenzoni.

– Podría ser la persona que se lo hubiera robado -sugirió el conde.

– Podría ser cualquiera -convino Brunetti-. De todos modos, he estado leyendo los informes de la investigación del secuestro, y me gustaría ver si puedo aclarar un par de cosas.

– ¿Por ejemplo? -preguntó el conde.

En las más de dos décadas que hacía que Brunetti conocía al conde, nunca había observado en él ni la menor indiscreción. Por otra parte, nada de lo que Brunetti pudiera decir tenía por qué ocultarse a quienquiera que mostrara interés en la investigación.

– Dos personas dijeron que pensaban que había sido una broma. Y la piedra que bloqueaba la verja tuvieron que ponerla desde dentro.

– No lo recuerdo con mucha claridad, Guido. Creo que cuándo aquello ocurrió, nosotros estábamos de viaje. ¿Fue en su casa, verdad?

– Sí -respondió Brunetti, y algo que había notado en la voz del conde le hizo preguntar-: ¿Tú has estado allí?

– Una o dos veces. -El tono del conde era totalmente neutro.

– Entonces habrás visto la verja -dijo Brunetti, sin atreverse a preguntar directamente la índole de la relación que existía entre el conde y los Lorenzoni. Por lo menos, de momento.

– Sí -respondió el conde-. Se abre hacia adentro. Hay un interfono en la pared, y el visitante no tiene más que oprimir un pulsador y anunciarse. La verja se abre desde la casa.

– O desde fuera, si conoces la clave -agregó Brunetti-. Es lo que hizo la chica, pero la verja no se abrió.

– Era la chica Valloni, ¿verdad? -preguntó el conde.

El apellido le sonaba, por haberlo leído en el informe.

– Sí, Francesca.

– Una chica muy bonita. Fuimos a la boda.

– ¿La boda? -preguntó Brunetti-. ¿Cuándo fue?

– Hará poco más de un año. Se casó con el chico Salviati, Enrico, el hijo de Fulvio. El aficionado a las lanchas motoras.

Brunetti gruñó al recordar vagamente al chico.

– ¿Tú conocías a Roberto?

– Lo vi varias veces. La verdad es que no tenía muy buena opinión de él.

Brunetti se preguntó si era la posición social del conde lo que le permitía hablar mal de los difuntos, o era la circunstancia de que el chico hubiera muerto hacía dos años.

– ¿Por qué no?

– Porque tenía todo el orgullo de su padre pero nada de su talento.

– ¿Qué clase de talento tiene el conde Ludovico?

Oyó un ruido al otro extremo de la línea, como de una puerta al cerrarse, y el conde dijo entonces:

– Perdona, Guido. Aguarda un momento, por favor. -Transcurridos unos segundos, volvió a oírse la voz del conde-. Lo siento, Guido, pero me ha llegado un fax, y tengo que hacer varias llamadas mientras mi agente en Ciudad de México está en la oficina.

Aunque muy seguro no estaba, Brunetti tenía la idea de que Ciudad de México tenía medio día de retraso respecto a ellos.

– ¿No es de noche allí ahora?

– Sí, y aunque él hace horas extra, quiero pillarlo antes de que se marche.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Cuándo puedo llamarte?

La respuesta del conde no tardó en llegar.

– ¿Podríamos almorzar juntos, Guido? Hay varias cosas de las que hace tiempo que quiero hablarte. Quizá podamos hacer las dos cosas.

– Encantado. ¿Cuándo?

– Hoy mismo. ¿O es muy precipitado?

– En absoluto. Avisaré a Paola. ¿Quieres que venga ella también?

– No -dijo el conde casi ásperamente, y agregó-: Algunas de esas cosas la conciernen, y prefiero que no esté presente.

Desconcertado, Brunetti sólo dijo:

– Está bien. ¿Dónde nos encontramos? -Esperaba que el conde mencionara un restaurante famoso de la ciudad.

– Hay un sitio cerca de Campo del Ghetto. Lo llevan la hija de un amigo mío y su marido, y la cocina es muy buena. Si no es muy lejos para ti, podríamos encontrarnos allí.

– Está bien. ¿Cómo se llama?

– La Bussola. Está casi esquina a San Leonardo, en dirección a Campo del Ghetto Nuovo. ¿A la una?

– De acuerdo. Allí estaré. A la una. -Brunetti colgó, atrajo la guía telefónica hacia sí y buscó la «S». Había varios Salviati pero sólo un Enrico, con la indicación de consulente, término que a Brunetti siempre le había divertido e intrigado al mismo tiempo.

El teléfono sonó seis veces antes de que una voz de mujer, molesta ya con el que llamaba, contestara:

Pronto.

– ¿ Signora Salviati? -preguntó Brunetti.

La mujer jadeaba, como si hubiera corrido para contestar al teléfono.

– Sí, ¿quién es?

Signora Salviati, aquí el comisario Guido Brunetti. Deseo hacerle unas preguntas acerca del secuestro Lorenzoni. -Al otro extremo de la línea, Brunetti oyó un estridente llanto infantil, ese berrido genéticamente impostado al que no hay oído humano que pueda permanecer insensible.

El teléfono golpeó una superficie dura, a él le pareció oír que ella le decía que esperase un momento, y luego todos los sonidos quedaron ahogados por el llanto que culminó en un súbito alarido y a continuación, con la misma brusquedad con que había empezado, cesó.

La mujer volvió al teléfono.

– Ya se lo conté todo hace años. Ya ni me acuerdo de aquello. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas.

– Comprendo, signora, pero para nosotros sería una gran ayuda si pudiera concederme unos minutos. Le prometo que no llevará mucho tiempo.

– Entonces, ¿por qué no podemos hablarlo por teléfono?

– Preferiría hacerlo personalmente, signora. Lo siento, pero no soy partidario del teléfono.

– ¿Cuándo? -preguntó ella, con súbita condescendencia.

– Veo que su dirección está en Santa Croce. Tengo que ir ahí esta mañana. -No era verdad, pero quedaba cerca del traghetto de San Marcuola, por lo que desde allí podría trasladarse rápidamente a San Leonardo para almorzar con el conde-. Podría pasar por su casa. Si no tiene inconveniente, desde luego.

– Déjeme ver la agenda -dijo ella, volviendo a dejar el teléfono.

La muchacha tenía diecisiete años en la época del secuestro, por lo que aún no habría cumplido los veinte, ¿y con un niño de meses, agenda?

– Si viene a las doce menos cuarto, podremos hablar. Pero tengo compromiso para almorzar.

– Perfecto, signora. Hasta luego -dijo él y colgó antes de que ella pudiera cambiar de opinión o volver a mirar la agenda.

Llamó a Paola y le dijo que no iría a casa a almorzar. Ella, como de costumbre, lo tomó con tanta ecuanimidad que Brunetti no pudo menos que preguntarse si su mujer no habría hecho ya otros planes.

– ¿Qué harás tú? -preguntó.

– ¿Humm? -hizo ella-. Oh, leer.

– ¿Y los niños? ¿Qué harás con los niños?

– No te preocupes, Guido, les daré de comer. Pero ya sabes cómo devoran cuando no estamos los dos para ejercer una cierta influencia civilizadora. De modo que me quedará mucho tiempo para mí.

– ¿Comerás también tú?

– Guido, tú tienes obsesión por la comida. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?

– Es sólo por las muchas veces que tú me la recuerdas, tesoro -rió él. Iba a decirle que ella tenía obsesión por la lectura, pero Paola lo hubiera tomado como un cumplido, por lo que sólo dijo que cenaría en casa y colgó.

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