– Bien, gracias, Pucetti. Puede volver a ponerse en el turno ordinario de servicio -dijo, olvidando que, a falta de la signorina Elettra que supervisara la rotación de los turnos, hacía dos semanas que regía la misma lista.
Una vez en su despacho, Brunetti, acomodándose a la ausencia de la versátil secretaria de Patta, llamó personalmente a la oficina de la Guardia di Finanza, y pidió por el maresciallo Resto.
Le dijeron que el maresciallo había salido un momento y preguntaron si deseaba hablar con otra persona. Su negativa fue instantánea y automática, y cuando colgó el teléfono comprendió el significado de su reacción. Incluso en algo tan normal, una comunicación entre dos agencias del Estado, no quería revelar la razón de su llamada a alguien que, independientemente de su rango o posición, no estuviera avalado por una persona de su plena confianza. Lo triste era no tanto que las personas con las que trataba pudieran estar a sueldo de la mafia o ser sospechosas por alguna otra razón, como el hecho de que la desconfianza fuera un instinto tan fuerte que impedía a priori toda colaboración entre las distintas fuerzas del orden público. Y si el maresciallo Resto gozaba de su confianza era porque merecía la de la signorina Elettra. Esa idea le hizo volver con la imaginación a Pellestrina, al ya identificado joven y a la signorina Elettra. Con estos pensamientos se entretuvo un cuarto de hora, y volvió a llamar a la Finanza.
– Resto -dijo una voz aguda.
– Maresciallo, aquí el comisario Guido Brunetti de la questura. Le llamo para pedirle información.
– ¿Es el jefe de Elettra? -preguntó el hombre, sorprendiendo a Brunetti no con la pregunta sino con la familiaridad con que mencionaba a la joven.
– Sí.
– Bien. Entonces pregunte lo que quiera. -Brunetti esperaba el habitual encomio de las muchas virtudes de la signorina Elettra, pero esperaba en vano.
– Deseo información acerca de un caso que trataron ustedes hace dos años. A un pescador de Burano, Vittorio Spadini, le fue confiscado el barco. -Esperó el comentario del otro hombre, pero éste callaba y Brunetti prosiguió-: Me gustaría saber qué puede usted decirme del caso, o de él.
– ¿Tiene que ver con los asesinatos? -preguntó Resto, sorprendiéndolo.
– ¿Por qué lo pregunta?
Resto rió brevemente.
– Durante los diez últimos días, ha habido en Pellestrina, tres muertes; dos, de pescadores. Y ahora la policía me hace preguntas sobre un pescador. Tendría que ser un carabiniere para no ver la relación.
Lo dijo en son de broma, pero no era broma.
– Dicen que Spadini estaba liado con una de las víctimas -explicó Brunetti.
– ¿Lo ha interrogado?
– No hay ni rastro de él. Una vecina me dijo que estaba fuera.
Resto no respondió enseguida.
– Un momento -dijo al fin-. Sacaré la carpeta. -Se fue y, al cabo de unos instantes, volvió y dijo-: Está abajo en el archivo. Yo lo llamaré. -Y colgó.
De modo que también Resto quería cerciorarse de la identidad de su comunicante. Brunetti sospechaba que el maresciallo tenía la carpeta en su despacho, pero consideraba más prudente llamar a la questura y preguntar por Brunetti.
Cuando, al cabo de un momento, sonó el teléfono, el comisario contestó dando su apellido y, como nada hubiera ganado con una provocación, resistió la tentación de preguntar a Resto si ahora ya estaba seguro de con quién hablaba.
Brunetti oyó ruido de papeles y a Resto que decía:
– Empezamos la investigación hace dos años, en junio. Le intervenimos la cuenta del banco y el teléfono, y también el teléfono y el fax del gestor. Controlamos lo que vendía en el mercado y comprobamos cuánto declaraba.
– ¿Qué más?
– Las comprobaciones habituales.
– ¿Que son…?
– Eso prefiero reservármelo -respondió Resto-. Pero al fin averiguamos que vendía almejas y pescado por valor de mil millones de liras al año y declaraba ingresos de menos de cien millones.
– ¿Y…? -preguntó Brunetti en el silencio que siguió.
– Lo tuvimos vigilado durante varios meses. Y entonces lo atrapamos.
– ¿Como un pez?
– Exactamente. Como un pez, pero se nos cerró como una almeja. Nada. Ni dinero, ni el menor indicio de dónde pueda tenerlo. Si lo tiene.
– ¿Durante cuánto tiempo cree que estuvo ganando eso?
– No lo sé. Quizá cinco años. O más.
– ¿Y no saben dónde lo tiene?
– Quizá se lo haya gastado.
Brunetti, que había visto el estado de la casa de Spadini, lo dudaba, pero no dijo nada. Después de reflexionar, preguntó:
– ¿Qué les puso sobre su pista?
– Uno uno siete.
– ¿Cómo?
– Es el número para las denuncias anónimas.
Hacía años que Brunetti oía hablar de este número, 117, al que los ciudadanos podían llamar para hacer denuncias anónimas de evasión de impuestos. No obstante, no había acabado de creer en su existencia, y pensaba que el 117 era otra leyenda urbana. Pero todo un maresciallo de la Finanza acababa de decirle que era verdad: el número existía y había sido utilizado para promover la investigación de Vittorio Spadini que le había acarreado la pérdida del barco.
– ¿Se lleva algún registro de esas llamadas?
– Lo siento, comisario, pero no puedo hablar de eso con usted -dijo Resto, sin que en su voz se notara ni pesar ni reticencia.
– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Se presentaron cargos criminales contra él?
– No. Se optó por una sanción.
– ¿De cuánto?
– Quinientos millones de liras -dijo Resto-. Es decir, finalmente. Al principio era más alta, pero fue reducida.
– ¿Por qué?
– Repasamos su activo, y no tenía más que el barco y dos pequeñas cuentas bancarias.
– Pero ustedes sabían que estaba ganando quinientos millones al año.
– Teníamos motivos para creerlo así, en efecto. Pero, a falta de otro capital, tuvimos que fijar un importe menor.
– ¿Que correspondía…?
– Al barco y el saldo de las dos cuentas.
– ¿La casa no?
– La casa es de la esposa. Ella la aportó al matrimonio, y no podíamos tocarla.
– ¿Tiene idea de adonde puede haber ido a parar el dinero?
– No. Pero hay rumores de que es jugador.
– Y perdedor -observó Brunetti.
– Todo el que juega pierde.
Brunetti recibió la salida con la carcajada que merecía y preguntó:
– ¿Y desde entonces?
– Nada -respondió Resto-. No hemos vuelto a saber de él, por lo que nada más puedo decirle.
– ¿Usted lo vio personalmente? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– ¿Y qué le pareció?
– Un hombre muy desagradable -respondió Resto sin vacilar-. Y no por lo que hubiera hecho. Todo el mundo defrauda. Eso no es una sorpresa para nosotros. Pero en su manera de resistirse a nosotros había un furor como pocas veces he visto. Y no creo que tuviera que ver con el dinero que debía desembolsar, aunque quizá me equivoque.
– ¿Si no era por el dinero, por qué?
– Por el hecho de haber perdido. De haber sido derrotado. Nunca he visto a nadie tan furioso por haber sido atrapado, a pesar de que hubiera sido imposible no pillarlo, con lo estúpido que había sido. -Sonaba como si lo que Resto reprochaba a Spadini fuera su imprudencia y no su fraude.
– ¿Diría usted que es un tipo violento? -preguntó Brunetti.
– ¿Quiere decir capaz de asesinar?
– Sí.
– No lo sé. Supongo que la mayoría de la gente lo es, aunque no se da cuenta hasta que se encuentra en las mejores circunstancias. O quizá deba decir en las peores -rectificó rápidamente-. Quizá sí. O quizá no. -Como Brunetti no decía nada, Resto agregó-: Siento no poder contestar a eso, pero es que no lo sé.
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