Donna Leon - Un mar de problemas

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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática signorina Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable signorina Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a Un mar de problemas en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

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El perro corría por el césped en dirección a una niñita rubia que estaba al pie de la escalera de un alto tobogán. Al ver acercarse al perro, la niña se agarró a los barrotes y empezó a subir la escalera rápidamente. El amo del perro, con la inútil correa colgando de la mano, llamaba al animal desde el otro lado del parque.

El perro llegó al tobogán sin dejar de ladrar furiosamente. Arriba, la niña daba gritos de terror. De repente, el perro se puso a subir la escalera del tobogán, para asombro de Brunetti que, impotente, lo vio llegar arriba. La niña se dejó caer por la plancha metálica y el perro se lanzó tras ella, con las patas delanteras rígidas.

La pequeña quedó tendida en la arena, y Brunetti se levantó y echó a correr en dirección a ella, mientras su mano buscaba inútilmente la pistola que, una vez más, había olvidado. Apretó el puño y siguió corriendo.

El perro aterrizó a la izquierda de la niña, que abrió los brazos y le rodeó la enorme cabeza. Los ladridos del animal quedaron ahogados por la risa infantil, y al poco cesó el ruido, mientras el animal se dedicaba a lamer la cara de la niña.

Brunetti se paró en seco y estuvo a punto de caer de bruces en la hierba. Miró al dueño del perro, que agitó una mano y empezó a andar en dirección a él. La niña se levantó y corrió a la escalera, seguida con júbilo por el perro. Nuevamente, el animal trepó tras ella y se tiró por el tobogán, y abajo se repitió la escena de los lametones. Sin esperar al dueño del perro, Brunetti dio media vuelta y se alejó hacia campo Vigner, la dirección de Vittorio Spadini que indicaba la guía de teléfonos.

La casa de la derecha de la de Spadini estaba pintada de un rojo vivo y la de la izquierda, de un azul brillante. La casa de Spadini, por el contrario, tenía un color rosa desteñido por años de lluvia y de sol. Brunetti observó, en una ventana, un visillo medio desprendido de la varilla y el ángulo de una persiana podrido. Esas señales de abandono chocaban, ya que los buranesi tenían merecida fama de ser cuidadosos de sus casas.

Brunetti llamó al timbre, esperó y volvió a llamar.

En vista de que nadie contestaba, fue a la casa roja y pulsó el timbre. Abrió una mujer redonda, por lo menos, a primera vista, le pareció redonda. Era bajita, más que Chiara, y debía de pesar más de cien kilos, depositados la mayor parte entre los pechos y las rodillas. Tenía la cabeza redonda, la cara redonda y hasta los ojitos, incrustados en abultadas carnes, eran redondos.

– Buenas tardes, signora. Busco al signor Spadini.

– Pues no es el único -dijo ella, con una risa que hizo tremolar la mayor parte de su cuerpo.

– ¿Cómo dice?

– Lo busca su mujer, lo buscan sus hijos y también lo buscaría mi marido, si creyera que iba a poder recuperar el dinero que le prestó. -Volvió a reír y a tremolar.

Brunetti, desconcertado por la extraña disonancia entre lo que decía la mujer y su manera de decirlo, preguntó:

– ¿Cuándo lo vio usted por última vez?

– Oh, no sé qué día de la semana pasada. -Y entonces, para explicar la vaguedad de su respuesta, agregó-: Siempre hace lo mismo: desaparece y no vuelve a casa hasta que se ha gastado todo el dinero y tiene que volver a trabajar.

– ¿A pescar?

– Naturalmente -dijo ella, pero ahora no se reía sino que su cara expresaba la extrañeza que le producía que ese desconocido que había llamado a su puerta imaginara que un hombre de Burano podía hacer otra cosa para ganarse la vida.

– ¿Y su esposa?

– Trabaja -dijo la mujer y, al ver que Brunetti iba a pedir una aclaración, explicó-: Hace la limpieza en la escuela primaria. -Y como si, de repente, hubiera caído en la cuenta de que ese hombre, que evidentemente no era buranés, a pesar de hablar veneciano, no le había explicado la razón de su curiosidad, preguntó-: ¿Por qué quiere verlo?

Brunetti, con una sonrisa fácil y, así lo esperaba él, compungida, respondió:

– Me parece que estoy en la misma situación que su marido, signora. -Suspiró, meneó la cabeza y abrió las manos en un ademán que expresaba a un tiempo decepción y resignación-. ¿Alguna idea de dónde podría encontrarlo?

Ella volvió a reír, ahora, por lo absurdo de su pretensión.

– No, hasta que él decida volver. Vittorio es como los pájaros del bosque, viene y va a su antojo, y no hay manera de agarrarlo, hagas lo que hagas.

Durante un momento, Brunetti estuvo tentado de darle el número de teléfono de su casa para que lo llamara si Spadini aparecía, pero renunció, le dio las gracias por su ayuda y agregó:

– Espero que su marido tenga más suerte.

Las carnes de la mujer volvieron a tremolar ante tan vana ilusión, lo despidió con una sonrisa y cerró la puerta, y Brunetti se encaminó entre el gentío a la parada del vaporetto de vuelta a Venecia.

Al entrar en la questura, lo sorprendió ver a Pucetti de uniforme en la puerta del Ufficio Straniero, vigilando a las personas que hacían cola para tramitar papeles.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó al no menos sorprendido agente.

– Esta mañana he llamado para hablar con usted, señor -dijo Pucetti, desentendiéndose de las personas que estaban detrás de él-. Me han puesto con el teniente Scarpa. Supongo que había dado instrucciones en ese sentido. Me ha ordenado que me presentara inmediatamente, de uniforme, que tenía órdenes expresas del vicequestore. Cuando he tratado de explicarle que estaba en misión especial, me ha dicho que, si no obedecía, podía ser expulsado. -Pucetti sostuvo la mirada de Brunetti con valentía-. He pensado que no podía desobedecer una orden directa, señor. Y he regresado.

– ¿Ya lo ha visto? -preguntó Brunetti, reprimiendo la indignación.

– ¿A Scarpa?

– Sí -respondió Brunetti sin rectificar a Pucetti por haber omitido el título-. ¿Qué ha dicho?

– Me ha preguntado dónde había estado. Le he dicho que tenía instrucciones de no hablar de ello con nadie.

– ¿Le ha preguntado quién le había dado la orden?

– Sí, señor. -La voz de Pucetti era tranquila-. Le he contestado que había sido usted y ha dicho que hablaría con usted.

– ¿Algo más?

– No, señor. No ha dicho más.

Aunque Brunetti pensaba hacer regresar a Pucetti a Venecia, lo enfurecía que Scarpa se hubiera permitido saltarse su autoridad.

– Lo siento, señor -dijo Pucetti, y se volvió hacia un barbudo que increpaba al que estaba detrás de él en la cola. Bastó una mirada de Pucetti para que los dos hombres callaran. El agente miró de nuevo a Brunetti.

– ¿Ha tenido ocasión de hablar con la signorina Elettra? -preguntó el comisario con indiferencia.

– Una o dos veces , cuando le servía el café, pero siempre había alguien delante y teníamos que hacer nuestro papel. Hablábamos del tiempo o de la pesca.

– Ese joven… -dijo Brunetti-, ¿tiene idea de quién es? -No se le ocurrió pensar que daba por descontado que Pucetti deduciría a quién se refería, ni le pareció significativo que Pucetti lo supiera inmediatamente.

– Es sobrino de un pescador.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Quién, él o el tío?

– Él. ¿Cómo se llama? -Brunetti advirtió entonces lo perentorio de su tono, y metió una mano en el bolsillo e hizo bascular el peso del cuerpo, adoptando una postura más relajada-. Si es que lo sabe -agregó blandamente.

– Targhetta -respondió Pucetti, sin mostrar extrañeza por el interés de Brunetti-. Carlo.

Brunetti iba a seguir preguntando por el joven y lo que hacía en Pellestrina, cuando notó que se despertaba la curiosidad de Pucetti por su interés en la vida personal de la signorina Elettra.

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