– ¿Hola?
Nadie respondió. Habían colgado. También ella colgó, con las manos temblorosas. Empezaba a tener miedo. Se sentó en el sofá y se mordió las uñas. Se oía un suave rumor procedente de los árboles del jardín. Nadie la oiría si gritaba. El miedo estaba a punto de vencerla. Encendió el televisor, pero volvió a apagarlo. Si alguien llegaba hasta la puerta, no lo oiría con tanto ruido. Decidió acostarse. Se cepilló los dientes a toda prisa y subió corriendo al piso de arriba. Echó las cortinas. Se quitó rápidamente la ropa, se metió en la cama y se tapó con el edredón. Escuchó. Tenía la sensación de que había alguien fuera. Era una tontería. Nunca había habido nadie fuera de su casa, excepto los corzos que se comían las manzanas caídas que a ella y a su madre no les había apetecido coger. Apagó la luz y se acurrucó bajo el edredón. El hombre que había cometido aquella atrocidad no iría a su casa. Se habría escondido. Trescientas personas habían llamado a la línea de teléfono abierta por la policía. Ella solo era una de esas trescientas. Entonces oyó un ruido. Era completamente real y claro, no eran imaginaciones. Se incorporó sobresaltada en la cama, y escuchó sin aliento. Luego oyó arrastrarse algo. Linda sintió náuseas. Estaba sentada en la cama, inclinada hacia delante, con una mano en el pecho. ¡Había alguien fuera! Alguien en el jardín. Puso los pies en el suelo, lista para saltar. No tardarían en manipular la cerradura de abajo. Le zumbaban los oídos, era incapaz de pensar. Volvió a hacerse el silencio. Se levantó de la cama temblando. La habitación estaba sumida en la oscuridad. Se acercó a la ventana, metió dos dedos por la cortina y miró a través de la rendija. Al principio solo vio oscuridad, pero luego se puso en funcionamiento su visión nocturna y vislumbró los árboles de fuera y la tenue luz de la cocina que caía sobre el césped. Entonces vio a un hombre. Estaba mirando hacia arriba, hacia su ventana. Linda se metió en un rincón, respirando muy deprisa. Este es el castigo, pensó. Ahora el hombre se vengaría porque ella había llamado. Cegada por el miedo, bajó atropelladamente la escalera. Cogió el teléfono y marcó el número de Jacob, su número particular, que se sabía de memoria. Sollozó en el auricular cuando él contestó.
– ¡Hay alguien aquí! -susurró desesperada -. Está en el jardín, mirando hacia mi ventana.
– Perdone -oyó decir a alguien -, ¿con quién hablo?
– ¡Jacob! -gritó -. Estoy sola en casa. ¡Hay un hombre en el jardín!
– ¿Linda? -dijo Skarre -. ¿De qué estás hablando?
Sintió un gran alivio cuando oyó su voz. Linda se echó a llorar.
– Un hombre. Ha intentado esconderse detrás de unos árboles, pero lo he visto.
Skarre entendió por fin de qué se trataba, y adquirió un tono profesional y tranquilizador:
– ¿Estás sola y te ha parecido ver a alguien?
– ¡He visto a alguien! Clarísimamente. Y también lo he oído. Estaba junto a la pared de mi casa.
Jacob Skarre nunca en su vida había vivido algo semejante. Permaneció unos instantes pensando. Al final, decidió tranquilizarla hablando, pues la chica estaría exaltada.
– ¿Cómo has conseguido mi teléfono particular? -preguntó.
– Está en la guía telefónica.
– Claro, tienes razón. Pero ahora no estoy en el trabajo.
– Ya. Pero ¿y si intenta entrar?
– ¿Has cerrado la puerta?
– Sí.
– Linda -dijo -. Acércate a la ventana y comprueba si sigue ahí fuera.
– No.
– Haz lo que te digo.
– ¡No me atrevo!
– Yo espero al teléfono. No cuelgo.
Linda fue de puntillas hasta la ventana y miró hacia el jardín. Estaba desierto. Se quedó unos instantes mirando aturdida; luego volvió lentamente.
– ¿Estaba ahí?
– No.
– Tal vez sean imaginaciones tuyas provocadas por el miedo.
– Crees que soy una histérica, pero no es así.
– Yo no he dicho eso, pero lo que estás temiendo no va a suceder, Linda.
– Todo el mundo sabe lo que he contado -lloriqueó -, todo el pueblo.
– ¿Son desagradables contigo?
– ¡Sí!
Linda apretó el auricular con todas sus fuerzas. No quería que colgara. Quería hablar con Jacob hasta que se hiciera de día.
– Escúchame, Linda -le rogó Skarre -, mucha gente es demasiado cobarde para llamar. Han visto cosas, pero no quieren verse mezclados en nada. A ningún precio. Tú has sido valiente, has contado lo que sabes. Nos has dado una posible marca de coche, eso es todo. Nadie puede acusarte de nada.
– Ya lo sé. Pero estoy pensando en Gøran. Seguro que está enfadado.
– No tiene motivos para estarlo -repuso Skarre -. ¿Sabes una cosa? Te sugiero que te metas en la cama corriendo y que te duermas cuanto antes. Mañana lo verás todo diferente.
– ¿No vas a venir a investigarlo?
– No creo que haga falta. Pero puedo llamar a la comisaría y pedir que envíen a un hombre, si realmente lo necesitas.
– Prefiero que vengas tú -dijo Linda en voz baja.
Skarre suspiró.
– Hoy tengo el día libre -dijo tranquilamente -. Intenta relajarte, Linda. La gente sale a dar paseos, ¿sabes? A lo mejor alguien que paseaba por la noche ha tomado un atajo por tu jardín.
– Sí. Perdóname.
Linda apretó el auricular contra su oreja con tanta fuerza que tuvo la sensación de que Skarre estaba dentro de su cabeza.
– Vale, ya no diré nada más -dijo con terquedad.
– De acuerdo, pero ya has contado todo lo que sabes, ¿no?
– Sí -contestó en voz baja.
– Venga. Vete ya a dormir. Entiendo que tengas miedo. Lo que ha ocurrido es terrible -dijo Skarre.
¡No cuelgues!, gritaba una voz dentro de ella. ¡No, Jacob, no!
– Buenas noches, Linda.
– Buenas noches.
Gunder tenía las mejillas hundidas. No se había afeitado y el borde del cuello de la camisa estaba marrón. Menos mal que Marie no puede verme, pensó. Miró las cosas de Poona extendidas sobre la mesa. La ropa estaba seca, pero manchada de agua sucia. Y, sin embargo, aún podía apreciarse lo bonita que era. Ahí está la ropa de mi mujer, pensó. El camisón y el cepillo del pelo. Al cerrar los ojos recordó cómo ella se colocaba el pelo sobre el hombro para cepillarlo.
– En cuanto nos sea posible, se lo llevaremos a su casa -le dijo Sejer.
Gunder asintió con la cabeza.
– Estaría muy bien que pudiera quedarme con algo -dijo valientemente.
– Una cosa más -añadió Sejer -. Hemos recibido una carta de la policía de Nueva Delhi. Puede verla, si quiere.
Gunder cogió la hoja. Le costó un poco entender el texto, escrito en inglés: «Mr. Shiraz Bai, living in New Delhi, confirms one sister Poona, born on the first of June 1962. Left for Norway on the 19th of August. Mr. Bai will come to Oslo the 10th of September, to take his sister home».
Gunder jadeó.
– ¿A la India? ¡Pero si es mi mujer! Tengo aquí el certificado de matrimonio. ¿No soy yo el más allegado? ¿Puede él legalmente hacer eso?
Gunder estaba tan alterado que pataleaba. Se veía el miedo reflejado en sus ojos azules y la carta le temblaba en la mano.
Sejer intentó tranquilizarlo.
– Le ayudaremos todo lo que podamos. Seguro que encontramos una solución.
– Tengo derechos, ¿no? Un matrimonio es un matrimonio.
– Por supuesto que lo es -asintió Sejer. Abrió un cajón del escritorio -. Pero esto sí que quiero dárselo ya para que se lo lleve. -Dio a Gunder un sobre alargado -. El broche.
Gunder tuvo que secarse una lágrima cuando vio la hermosa alhaja.
– Lo llevará puesto cuando la entierre -dijo con firmeza.
Con sumo cuidado, colocó el broche en el bolsillo interior y se abrochó la chaqueta.
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