Se fue, antes de que los hijos mayores volvieran a casa, con la impresión de que aquella era la familia adecuada. Solo le quedaba volver a revisar la contabilidad de la empresa del padre y sus declaraciones de la renta; a la mañana siguiente volvería para seguir las idas y venidas de los niños en la medida de lo posible.
Pronto no habría vuelta de hoja, y pensar eso le hizo bien.
La mujer que lo acogió en su casa se llamaba Isabel, pero no era ni la mitad de exótica que su nombre. Novelas policíacas suecas en la estantería, y Anne Linnet en el CD. Nada de aventurarse por caminos no trillados.
Consultó el reloj. Isabel volvería a casa dentro de media hora. Así que había tiempo para ver si podía recibir sorpresas desagradables en el futuro. Se sentó en su escritorio, encendió el portátil, gruñó un poco cuando le pidió la contraseña, hizo seis o siete intentos en vano, hasta que levantó la carpeta del escritorio y encontró un papelito con contraseñas para todo tipo de cosas, desde citas online hasta banca electrónica y cuentas de correo. Casi nunca fallaba. Las mujeres como ella tendían a emplear fechas de nacimiento, nombres de hijos o perros, números de teléfono o simplemente una sucesión ordenada de números, casi siempre descendente; y si no era el caso, entonces apuntaban las contraseñas por precaución. Los papelitos raras veces estaban a más de medio metro del teclado. Tampoco era cuestión de tener que levantarse.
Entró en su correspondencia de citas online y comprobó satisfecho que Isabel había encontrado en él al hombre que llevaba tiempo buscando. Tal vez algo más joven de lo planeado, pero ¿qué mujer diría que no a eso?
Miró su libreta de direcciones de Outlook. Había una que salía muchas veces en los buzones. Un tal Karsten Jønsson. Puede que fuera su hermano, tal vez un ex, no era tan importante. Lo importante era que su dirección de correo terminaba en politi.dk.
Diablos, pensó. Cuando llegara el momento, tenía que guardarse de actuar con violencia; en su lugar le diría groserías o dejaría la ropa sucia en cualquier parte, porque en su perfil de la página de citas decía que eran cosas que la cabreaban.
Sacó su lápiz de datos y lo introdujo en la entrada USB. La cuenta de Skype, el microcasco, el listín de teléfonos correspondiente, todo a la vez. Luego marcó el número del móvil de su mujer.
En aquel momento estaba de compras. Siempre a la misma hora. Iba a proponerle que comprara una botella de champán y la pusiera a enfriar.
A la décima señal frunció el ceño. Antes jamás le había ocurrido que no respondiera la llamada. Si había algo de lo que estaba colgada su mujer, era del móvil.
De modo que volvió a llamar. Una vez más, no tuvo suerte.
Se inclinó hacia delante y se quedó mirando el teclado mientras su rostro se acaloraba.
Esperaba que su mujer tuviera una buena excusa para aquello. Si ella desvelaba facetas desconocidas de su personalidad, corría el riesgo de que él se viera obligado a enseñarle aspectos completamente nuevos de la suya.
Y eso era lo último que ella podría desear, lo último.
– Bueno, debo reconocer que la observación de Assad nos ha dado en qué pensar aquí arriba, Carl -admitió el inspector jefe de Homicidios, con la chaqueta de cuero medio echada sobre los hombros. Dentro de diez minutos iba a estar en una esquina del barrio del noroeste, examinando la mancha de sangre del tiroteo de aquella noche. No lo envidiaba.
Carl asintió en silencio.
– Entonces ¿crees como Assad que podría haber una relación entre los incendios? -preguntó.
– En dos de los tres incendios se da el mismo estrechamiento en la falange del dedo meñique de la víctima. Desde luego, da que pensar. Pero veamos. En este momento el material está en el Instituto Forense para que lo sometan a examen, a ver qué dicen. Pero me da en la nariz…
Se tocó levemente su famosa protuberancia. Pocas narices se habían metido en tantos asuntos sucios a lo largo de los años como aquella. Sí, seguramente, Assad y Jacobsen tenían razón. Había una relación. Hasta él se daba cuenta.
Carl trató de imprimir un tono de autoridad a su voz. No era fácil antes de las diez de la mañana.
– Así que supongo que os dejamos el caso.
– De momento, sí. De momento.
Carl asintió en silencio. Iba a bajar directamente a marcar el viejo caso de los incendios como terminado para el Departamento Q.
Cualquier cosa con tal de adornar las estadísticas.
– Ven, Carl. Rose tiene, o sea, algo para enseñarte. -La voz de Assad retumbó, como si las estancias del sótano estuvieran ocupadas por monos aulladores de Borneo. Assad no sufría inflamación de cuerdas vocales, eso por descontado.
Lucía una amplia sonrisa y llevaba un taco de fotocopias en la mano. No eran expedientes, por lo que veía Carl. Más bien ampliaciones de fragmentos de algo que, en el mejor de los casos, podría calificarse de impreciso.
– Mira qué se le ha ocurrido.
Assad señaló el tabique del pasillo, que el carpintero acababa de montar como protección del amianto; o más bien señaló el lugar donde debía de estar el tabique. Porque lo cierto era que tanto el tabique como la puerta estaban completamente cubiertos por un montón de fotocopias pegadas con cuidado hasta completar una imagen. Si alguien quería pasar, iba a tener que emplear unas tijeras.
A diez metros de distancia ya se veía que se trataba de una enorme ampliación del mensaje de la botella.
«SOCORRO», empezaba el texto que bloqueaba el pasillo del sótano.
– Sesenta y cuatro folios en total, no está mal, ¿eh? Estos son los últimos cinco, entonces. Dos metros cuarenta de alto y uno setenta de ancho. Es grande, ¿no? ¿Verdad que es lista en la cabeza?
Carl se acercó otro par de metros mientras Rose, de rodillas y proyectando el trasero, pegaba las fotocopias de Assad en la esquina inferior.
Carl observó primero el trasero y después la obra. La impresionante ampliación tenía ventajas e inconvenientes, se veía enseguida. Las zonas donde el papel había absorbido las letras estaban muy borrosas, mientras que otras zonas, con letras casi ilegibles y torcidas que los restauradores escoceses habían vuelto a marcar por encima, de repente cobraban sentido.
Resumiendo, que de pronto se podían leer por lo menos veinte letras más.
Rose se volvió hacia él un segundo, no hizo caso de la mano que la saludaba y llevó una escalera hacia el centro del pasillo.
– Sube, Assad. Ya te diré yo dónde poner los puntos, ¿vale?
Apartó a Carl de un empujón y se colocó en el sitio exacto donde había estado él.
– No escribas muy fuerte, Assad. Hay que poder borrarlos después.
Assad asintió en silencio desde lo alto de la escalera con el lápiz preparado.
– Empieza debajo de «SOCORRO», antes de «l». Creo que veo un punto. ¿Estás de acuerdo?
Assad y Carl observaron la mancha, que parecía una nube aborregada grisnegra junto a la letra escrita «l».
Assad asintió en silencio y marcó un punto en la mancha.
Carl se hizo a un lado. Parecía bastante acertado. Debajo del nítido titular «SOCORRO» había, en efecto, una mancha vaga antes de la siguiente letra. El salitre y la condensación habían hecho su trabajo. La letra escrita con sangre hacía tiempo que se había disuelto en el interior de la masa de papel. Ojalá supieran cuál era…
Observó un rato el espectáculo mientras Rose dirigía a Assad. Era un trabajo lento. Y a fin de cuentas, ¿a qué iba a conducir aquello? A interminables horas de conjeturas. ¿Por qué? Porque la botella podía tener decenas de años. Además, seguía existiendo la posibilidad de que todo fuera una broma pesada. Las letras parecían escritas por un niño, de toscas que eran. Un par de boy scouts y un pequeño corte en el dedo. Eso era todo. Claro que…
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