Anne Holt - Castigo

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Holt es, junto a Mankell, el referente de la literatura policíaca escandinava actual. En un frío sótano en algún lugar de Noruega se halla encerrada Emilie, una niña de nueve años. Desconoce donde está y el motivo de su encierro. Tampoco sabe quién es el hombre que regularmente le ofrece comida y bebida; sin embargo, su instinto le dice que se comporte bien con él. Los días se suceden y la intranquilidad se va apoderando del país.Yngvar Stubo, el comisario del servicio de criminología noruego encargado del caso, decide solicitar la ayuda de Inger Johanne Vik, una psicóloga que en el pasado trabajó como profiler para el FBI. Anne Holt es una de las autoras escandinavas más populares del momento, con más de tres millones de ejemplares vendidos en Alemania y los países nórdicos.

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– Es curioso que hable con un fontanero sobre una novela -murmuró Yngvar mirando la taza.

– Quizá la novela trata de un técnico en fontanería -aventuró ella-. Quién sabe. ¡Pero mira esto! ¡23 de julio de 1991!

¿Qué? ¿Dónde?

– Lena Baardsen ha declarado que fue novia de Karsten Åsli en 1991. La relación tiene que haberla marcado profundamente para que se acuerde de la fecha de la última vez que lo vio, ¡a pesar de que fue hace casi diez años, el 23 de julio de 1991! ¿Tú te acuerdas de este tipo de cosas?

Él estaba sentado demasiado cerca; ella sentía su respiración contra el cuello, percibía su aliento que olía a café con leche. Enderezó la espalda.

– La verdad es que nunca he estado con nadie que no sea mi mujer -reconoció él-. Éramos novios desde el bachillerato, así que… -Sonrió, y ella ya no pudo continuar ahí sentada-. La verdad es que sobre ese tipo de cosas no sé gran cosa. -La siguió con la mirada mientras ella se dirigía a la cocina-. En todo caso, creo que es más típico de las mujeres acordarse de ese tipo de detalles.

Cuando Inger Johanne volvió, sin haber ido a buscar nada en realidad, se sentó en la silla al otro lado de la mesa de cristal. Él la contemplaba con expresión impenetrable.

Ella no lo entendía. Por un lado el hombre demostraba un interés por ella que a veces la agobiaba y que no podía obedecer exclusivamente a motivos profesionales. Esto se evidenciaba en la perseverancia con que la había perseguido: primero prácticamente la había obligado a ir a su despacho, luego la había localizado en Estados Unidos y finalmente la había ido a buscar al ICA. Vaya sitio. Era obvio que estaba interesado, pero como nunca seguía adelante, nunca hacía otra cosa que venir, buscarla, hablar, la hacía sentirse… «Como una tonta -pensó ella-. No te entiendo. Te invito a comer, andas por mi casa, con mi camiseta, que lleva mi nombre. Arropas a mi niña con el edredón. Te dejo estar con mi niña, Yngvar. ¿Por qué no pasa nada?»

– Me parece curioso -dijo- recordar una fecha como ésa.

La hoja estaba entre ellos.

– Siempre he desconfiado de los fotógrafos -sonrió Yngvar-. Retuercen la realidad y luego dicen que eso es lo auténtico.

– Y yo no me fío de los ginecólogos -dijo ella sin mirarlo-. A menudo son incapaces de mostrar la más elemental comprensión hacia las personas. Los varones son los peores.

Los dos se rieron. A él no parecía molestarle que ella se hubiera sentado más lejos. El hombre, por el contrario, se acomodó mejor, como si en realidad le resultara agradable tener todo el sofá para sí solo.

– ¿Habéis averiguado algo más respecto a la causa de la muerte de Kim y de Sarah?

– No. -Se bebió lo que le quedaba en la taza.

– Si damos por supuesto que realmente hay una causa de muerte -dijo Inger Johanne-, entonces…

– ¡Claro que hay una causa de muerte! ¡Estamos hablando de dos niños sanos y fuertes!

Cuando fruncía el ceño parecía mayor. Mucho mayor. Que ella.

– ¿Crees que los puede haber… matado de miedo o algo así?

– No, no lo creo. ¿Crees que eso es posible? ¿Matar de miedo a personas que tienen el corazón sano?

– No tengo la menor idea, pero si un hombre ha encontrado una manera de matar gente sin dejar huella… -Inger Johanne volvió a sentir frío en la nuca. Se llevó las manos a la cabeza y se pasó los dedos por el pelo-. Eso quiere decir que ha alcanzado el control total, cosa que encaja bastante bien con su perfil.

– ¿Qué perfil?

– Espera.

Ella tenía la vista en la hoja, que estaba colocada de tal modo que Yngvar podía leerla cómodamente pero ella la veía al revés. Tenía un dedo levantado, como pidiendo un silencio absoluto para acabar de dar forma a una idea.

– Este hombre es un… vengador -dijo haciendo un esfuerzo-. Tiene un trastorno de la personalidad antisocial grave o es psicópata. Hace lo que hace porque cree que es lo correcto, lo justo. Cree que tiene derecho a algo. A algo que nunca ha tenido. O a algo que le han arrebatado. Algo que cree suyo. Está apoderándose… ¡de lo que es suyo!

Su dedo era como un signo de exclamación entre ellos. El semblante de Yngvar permanecía imperturbable.

– ¿Crees que… el asesino es en realidad el padre de estos niños? -inquirió ella.

Le temblaba la voz. Ella misma se dio cuenta y carraspeó. Yngvar estaba pálido.

– No -dijo él por fin-. No lo es.

El dedo de Inger Johanne descendió lentamente.

– Lo habéis comprobado -dijo, desalentada-. Los niños son hijos de sus padres legales.

– Sí.

– Deberías habérmelo dicho -le recriminó-, ya que quieres que te ayude.

– Es que todavía no había llegado a eso. Sabemos que Emilie tiene un padre biológico que no es Tønnes Selbu. Pero creemos que él no lo sabe. En cuanto al resto de los niños… -Se reclinó tranquilamente en el sofá y abrió ligeramente los brazos-. Todo indica que las paternidades están en orden.

Inger Johanne no despegaba la mirada de la hoja. El Rey de América gimoteaba al otro lado de la puerta cerrada de Kristiane, pero Inger Johanne no se levantó. Los gañidos sonaban cada vez más fuerte.

– ¿Quieres que…? -empezó Yngvar.

– Ayer tuve aquí una especie de fiesta de chicas -lo interrumpió ella-. Acabamos un poco achispadas todas.

Jack había empezado a aullar.

– Si quieres lo dejo salir -dijo Yngvar-. Seguro que tiene que hacer pis.

– Todavía no está educado del todo -se lamentó ella-. Lo único que quiere es compañía. Ahora Kristiane se va a despertar. Estamos apañados.

Yngvar dejó salir al perro del dormitorio de la niña, y éste se orinó en el suelo. Yngvar fue a buscar un cubo y un trapo. Poco después todo el salón olía a Ajax. El hombre regresó del baño con el perro en brazos.

– ¿Una fiesta? -preguntó con alegría fingida-. ¿Un miércoles?

– En realidad es una especie de tertulia literaria, con la salvedad de que casi nunca tenemos tiempo para leer, al menos los mismos libros. Pero llevamos reuniéndonos desde que íbamos al instituto, una vez al mes. Y como te he dicho acabamos un poco…

Se ruborizó. No era porque hubiera bebido demasiado la noche anterior; seguro que a Yngvar le daba igual lo que ella hiciera. Él se ponía cómodo en su casa y se sentaba con su perro en brazos, en su sofá. Todavía tenía las manos mojadas con su agua y sus productos de limpieza.

– Ya entrada la noche, una se empeñó en preguntarnos a las demás con cuántos hombres nos habíamos…

Yngvar nunca había estado más que con su mujer. Inger Johanne no creía haber conocido nunca a ningún otro hombre que pudiera decir lo mismo.

«¿Estás hablando en serio? -pensaba ella-. ¿O es sólo otro truco para impresionar, una manera de hacerte el especial?»

– … acostado -continuó.

– Ahora no te…

– ¿No me sigues? -Se arrepintió de haber sacado el tema-. Estoy intentando decir algo -añadió rápidamente-. Hubo mucha guasa y muchas risas, claro. De vez cuando las amigas en las fiestas juegan a eso. Más o menos como cuando los chicos tienen que nombrar los cinco mejores álbumes de rock de la historia, los diez mejores delanteros y cosas así.

Yngvar tenía los muslos anchos, y El Rey de América estaba tumbado sobre ellos con la boca abierta y los ojos cerrados, tan a gusto.

– Creo que todas mentimos un poco. La cosa es que…

– ¡Ahora sí que me tienes en ascuas!

Las palabras eran sarcásticas, la voz amable. Ella no sabía qué pensar.

– Omitimos nombres -dijo-. Todos tenemos alguna historia que no queremos confesar.

Él apartó la mirada del perro y la miró directamente a los ojos.

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