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Anne Holt: La Diosa Ciega

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Anne Holt La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica. En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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– Y en cuanto a tu condición de testigo, si te soy sincero, en estos momentos me importa una mierda. Lo más importante es que el tipo empiece a hablar. Es evidente que no lo va a hacer hasta que te tenga a ti como abogada defensora. Podemos volver a la cosa esa de que seas testigo cuando se le ocurra a alguien, pero para eso falta mucho.

«La cosa esa de que seas testigo.» Su lenguaje jurídico nunca fue especialmente preciso, aun así, a Borg le costaba mucho aceptarlo. Sand era fiscal adjunto de la Policía [1]y, en teoría, un guardián de la ley y el orden. Ella quería seguir pensando que la Policía se tomaba en serio el derecho.

– ¿No podrías al menos hablar con él?

– Con una condición. Tienes que darme una explicación creíble de cómo sabe quién soy.

– La verdad es que eso, precisamente, fue culpa mía.

Sand sonrió con el mismo alivio que había sentido cada vez que ella le explicaba algo que había leído diez veces sin entenderlo. Se dirigió a la salita a buscar dos tazas de café.

A continuación, le contó la historia de un joven súbdito holandés cuyo único acercamiento al mundo de los negocios -según las teorías provisionales de la Policía – había sido el tráfico de estupefacientes en Europa. La historia trataba de cómo este neerlandés, que ahora esperaba mudo como una ostra a Karen Borg en el patio trasero más rancio de Noruega -los calabozos de la jefatura de Policía de Oslo-, sabía quién era ella: una desconocida pero sumamente exitosa abogada dedicada al mundo de la empresa que tenía treinta y cinco años.

– ¡Bravo dos-cero llamando a cero-uno!

– Cero-uno a Bravo dos-cero, ¿qué ocurre?

El policía hablaba en voz baja, como si esperara que le confiaran un secreto. No fue así. Estaba de guardia, en la Central de Operaciones. En la gran sala de suelo inclinado el vocerío era tabú; la determinación, virtud; y la facultad de expresarse con brevedad, una necesidad. El turno de funcionarios uniformados, como las gallinas cuando aovan, estaba sentado en hilera en la pendiente de la escena teatral; en la pared que estaba situada frente a ellos, sobre el escenario principal, había un plano gigantesco de la ciudad de Oslo. La sala se encontraba en el mismísimo centro del edificio, sin una sola ventana que diera al exterior, hacia la bulliciosa tarde del sábado. Aun así, la noche capitalina se abría paso a través de las comunicaciones con los coches patrulla y el voluntarioso teléfono 002 que socorría a los habitantes más o menos necesitados de Oslo.

– Hay un hombre sentado en medio de la calle Bogstad. No hay quien hable con él, tiene la ropa ensangrentada, pero no parece estar herido. No lleva identificación. No ofrece resistencia, pero obstaculiza el tráfico. Nos lo llevamos a jefatura.

– De acuerdo, Bravo dos-cero. Avisad cuando volváis a salir. Recibido. Corto y cierro.

Media hora más tarde, el arrestado se encontraba en la recepción de detenidos. Sin duda alguna, la ropa estaba empapada de sangre. Bravo dos-cero no había exagerado. Un joven aspirante se puso a cachear al hombre. Con sus impecables hombreras azules, sin un solo galón que le resguardara de los trabajos sucios, le aterraba tal cantidad de sangre, presumiblemente contaminada de VIH. Dotado con guantes de plástico, quitó al detenido la chaqueta de cuero abierta y pudo constatar que la camiseta había sido blanca en algún momento. El rastro de sangre bajaba hasta los vaqueros; por lo demás, el tipo tampoco parecía ir muy aseado.

– Datos personales -preguntó el jefe de servicio, mirándolo por encima del mostrador con los ojos cansinos.

El arrestado no contestó. En lugar de eso, contempló con deseo el paquete de cigarrillos que el aspirante introdujo en una bolsa de papel color castaño claro, junto con un anillo de oro y un juego de llaves atadas con un cordel de nailon. Las ganas de fumar eran lo único que se podía leer en su rostro y el rasgo desapareció en cuanto soltó la bolsa con la mirada y reparó en el jefe de servicio. La distancia entre ambos era de casi un metro. El joven permanecía de pie detrás de un sólido arco metálico que le llegaba hasta la cadera y que casi tenía forma de herradura, con los dos extremos fijados en el suelo de hormigón, a medio metro de distancia del altísimo mostrador de madera. Este, a su vez, era considerablemente ancho y sólo asomaba el flequillo gris y deshilachado del policía.

– ¡Datos personales! ¡Tu nombre, chaval! ¿Fecha de nacimiento?

El desconocido dibujó una sonrisa, aunque no era en absoluto desdeñosa. Mostraba más bien signos de leve simpatía hacia el fatigado policía, como si el chico quisiera expresar que no era nada personal. No pensaba abrir la boca, así que por qué no encerrarle sin más en una celda y acabar con aquello. La sonrisa era casi afable. El hombre se mantuvo en silencio. El jefe de servicio no lo entendió, claro.

– Mete a este tío en una celda. La cuatro está libre. Por mis cojones que no va a seguir provocándome.

El hombre no protestó y caminó dócilmente hasta el calabozo número cuatro. En el pasillo había un par de zapatos colocados delante de cada celda. Zapatos viejos de todos los tamaños, como placas identificativas que contaban quién vivía dentro. Es probable que pensara que dicha norma también valía para él. En cualquier caso, se deshizo de sus playeras y las colocó con cuidado delante de la puerta, sin previa petición.

La lúgubre celda medía tres metros por dos. Las paredes y el suelo eran de color amarillo mate, con una llamativa falta de grafitis. La única y levísima ventaja que pudo constatar enseguida en aquello que ni de lejos era comparable a un hotel, era que el anfitrión no escatimaba en electricidad. La luz era demasiado intensa y la temperatura del cuartucho alcanzaba los veinticinco grados.

A un lado de la puerta se encontraba la letrina. No merecía la denominación ni de aseo ni de servicio. Era una estructura de ladrillo con un agujero en el centro. Nada más verlo, se le encogió el estómago en un terrible estreñimiento.

La falta de pintadas de anteriores inquilinos no impedía que el lugar mostrara signos de haber sido visitado con frecuencia. Aunque él mismo no estaba ni mucho menos recién duchado, sintió convulsiones en la zona del diafragma cuando lo alcanzó el hedor. La mezcla de orina y excrementos, sudor y ansiedad, miedo y maldición, había impregnado las paredes; era evidente que resultaba imposible eliminarlo. Salvo la letrina, que recibía las diversas evacuaciones, cuya limpieza era totalmente irrealizable, el resto del cuarto, de hecho, estaba limpio. Era probable que lo lavaran a diario con una manguera.

Escuchó el cerrojo de la puerta a sus espaldas. A través de los barrotes pudo oír cómo su vecino de celda continuaba con el interrogatorio allí donde había desistido el jefe de servicio.

– ¡Oye, soy Robert! ¿Cómo te llamas? ¿Por qué te persigue la pasma? -Tampoco el tal Robert tuvo suerte y hubo de resignarse tan irritado como el jefe de servicio-. Tío mierda -murmuró al cabo de unos minutos, aunque lo bastante alto como para que el mensaje llegara a su destinatario.

Al fondo del cuarto, una elevación que ocupaba todo el ancho de la celda podía tal vez, con considerable buena voluntad, representar un catre. Carecía de colchón y no se veía ni una manta en toda la celda. Tampoco es que importara demasiado, estaba sudando con el calor. El sin-nombre hizo una almohada con su chaqueta de cuero, se tumbó sobre el lado ensangrentado de su cuerpo y se durmió.

Cuando el fiscal adjunto, Håkon Sand, llegó a su trabajo a las diez y cinco del domingo por la mañana, el arrestado desconocido seguía durmiendo. Sand no lo sabía. Tenía resaca, algo que debería haber evitado, y el arrepentimiento del campesino hacía que la camisa del uniforme se le adhiriera aún más al cuerpo. Al pasar por el puesto de control de seguridad, de camino a su despacho, empezó a tirarse del cuello de la camisa. Los uniformes eran una mierda. Al principio, todos los criminalistas estaban fascinados con ellos. Ensayaban en casa, de pie ante el espejo, y acariciaban las distinciones que les cubrían las hombreras: un galón, una corona y una estrella para los ayudantes de la fiscalía. Una estrella que podía convertirse en dos o tres, dependiendo de si se aguantaba lo suficiente como para llegar a fiscal adjunto o inspector jefe. Sonreían a su propio reflejo en el espejo, enderezaban espontáneamente la espalda, advertían que tenían que cortarse el pelo y se sentían limpios y arreglados. Sin embargo, al cabo de pocas horas de trabajo, constataban que el acrílico hacía que olieran mal y que los cuellos de las camisas eran demasiado rígidos y les producían heridas y marcas rojas alrededor del cuello.

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