Anne Holt - Bienaventurados los sedientos

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En Oslo el verano promete ser largo y caluroso. Las elevadas temperaturas del mes de mayo han sorprendido a los noruegos; entre ellos a Hanne Wilhelmsen, que ha sido enviada a investigar un macabro escenario criminal: una caseta abandonada en los arrabales de Oslo regada, literalmente, de sangre. En una de las paredes destacan ocho dígitos escritos también en sangre. No hay rastro de la víctima. Aunque tampoco es seguro que haya una víctima humana hasta que se verifique la procedencia del fluido.
Una semana más tarde, también un domingo, se reproduce la misma escena sanguinaria, esta vez en un párking. Y de nuevo, los ocho dígitos y ni víctima, ni testigos, ni motivo aparente. A Wilhelmsen le inquieta el tema, pero no tiene a qué agarrarse. Además, hay otro caso que ocupa su agenda estos días: una violación. Curiosamente, ésta ha coincido en un domingo en el que no se han repetido los desagradables episodios anteriores. Pero Hanne no es la única interesada en el caso, el padre de la chica violada está dispuesto a todo para dar con el culpable.
Bienaventurados los sedientos es la segunda entrega de la serie protagonizada por la subinspectora Hanne Wilhelmsen y su equipo. La serie se caracteriza por la interesante descripción del trabajo cotidiano de una jefatura de Policía que Holt conoce bien por sus años como asesora legal de la policía noruega. El primer libro de esta serie, La diosa ciega, recibió el prestigioso premio Riverton.
«Hanne Wilhelmsen es una detective brillante que domina el humor y las formas duras características del género, sin caer en la parodia de una mujer con gabardina». Politiken

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– ¡No, ni hablar, ya las lavo yo!

El aroma de un perfume envolvía el despacho, desconocido y algo fuerte. La fragancia procedía de una fina carpeta verde situada encima de la mesa entre ambos.

– Por cierto, este es nuestro caso -dijo, tras evitar que el derramamiento del café provocara un daño mayor, y le alcanzó los papeles.

– Violación. Jodidamente horrible.

– Todas las violaciones son horribles -murmuró él; tras haber leído algunos párrafos, estuvo de acuerdo-. ¿Qué impresión te dio?

– Una chica estupenda, guapa, correcta en todos los sentidos. Estudiante de Medicina, lista, exitosa y… violada.

Se estremeció.

– Permanecen allí sentadas, hundidas y perdidas, mirando al suelo y entrelazando los pulgares como si tuvieran la culpa. Me siento tan desalentada, a veces hasta más perdida que ellas, creo.

– Y qué crees que siento yo -le dijo Håkon-. Al menos eres mujer, no eres culpable de las violaciones de ciertos hombres.

Golpeó la mesa con los papeles de unos interrogatorios realizados a dos estudiantes de Medicina.

– Bueno, tampoco es exactamente culpa tuya -sonrió la agente.

– No…, pero me siento más que incómodo cuando debo adoptar una postura respecto a ellas. Pobres chicas. Pero… -Extendió los brazos encima de la cabeza, bostezó y acabó lo que le quedaba de café-. Normalmente evito tener que verlas, son los fiscales del Estado quienes se ocupan de estos casos, por suerte. Para mí, son solo nombres escritos en un papel. Por cierto, ¿sacaste la dos ruedas?

Hanne dibujó una amplia sonrisa y se levantó.

– Ven aquí -le contestó, moviendo el brazo para que se acercara a la ventana-. ¡Allí! ¡La rosa!

– ¿Tienes una moto rojo pálido?

– No es rojo pálido -dijo, muy molesta-. Es rosa, o pink . En cualquier caso, no es en absoluto rojo pálido.

Håkon se mofó y le propinó un empellón en el costado.

– ¡Una Harley-Davidson rosa pálido! ¡Qué espanto!

La miró de abajo hacia arriba.

– Por otro lado, eres demasiado guapa para conducir un vehículo de dos ruedas, sea cual sea. Al menos, tendría que ser rojo pálido.

Por primera vez, desde que se habían conocido hacia cuatro años, vio que Hanne empezaba a ruborizarse. La apuntó triunfante a la cara con el dedo.

– ¡Rojo pálido!

La botella de refresco le alcanzó en pleno pecho. Por fortuna, era de plástico.

Por mucho que lo intentara, no conseguía dar una descripción precisa del violador. En algún lugar recóndito de su cabeza se escondía su imagen con total claridad, pero no era capaz de sacarla.

El dibujante era un hombre paciente. Esbozaba y borraba, trazaba nuevas líneas y proponía un mentón diferente. La mujer ladeó la cabeza, observó el retrato manteniendo los ojos entreabiertos y quiso recortar un poco las orejas. No había nada que hacer, no se parecía en absoluto.

Lo intentaron durante más de tres horas. El dibujante tuvo que cambiar cuatro veces de hoja; estaba a punto de desistir. Colocó los bocetos inacabados delante de la mujer.

– ¿A cuál de estos se parece más?

– A ninguno…

Era hora de dejarlo.

Hanne y el fiscal adjunto Sand no eran los únicos que sentían aversión por los casos de violación. El inspector Kaldbakken, el superior más inmediato de Hanne, también estaba harto de estos sumarios. Su rostro equino parecía encontrarse ante un saco de avena podrida y decir que prefería rechazar la invitación.

– La sexta en menos de dos semanas -musitó-. Aunque esta tiene un modus operandi diferente. Las otras cinco son imputables a las propias víctimas, no esta.

Relaciones consentidas… Aquello era indignante. Sobraba. Chicas que habían acompañado a casa a hombres, más o menos desconocidos, tras una noche por la ciudad. Las llamadas «violaciones after hours». No salía casi nunca nada en claro de aquellos episodios, era siempre la palabra de uno contra la del otro. No obstante, tenían muy poco que ver con la autoinculpación, pero optó por no decir nada. No ya porque tuviera miedo de su superior, sino porque, sencillamente, no le apetecía.

– La chica no consigue fijar un retrato robot -prefirió responder-. Y tampoco encuentra al hombre en los archivos. Complicado.

Efectivamente, lo era, y no porque el caso fuera a quedarse sin resolver; por desgracia, no era el único de la lista. Era por culpa del modus operandi en sí, algo muy preocupante.

– Ese tipo de personas no se rinden hasta que las cogen.

Kaldbakken lanzó una mirada al despacho, sin fijar la vista en nada concreto. Ninguno de los dos soltó palabra, pero ambos presagiaban algo, en aquel maravilloso día de mayo, tan tentador al otro lado de la sucia ventana. El hombre flacucho golpeaba la carpeta con su dedo curvo.

– Este nos puede tener entretenidos esta primavera -dijo, francamente preocupado-. Voy a proponer el sobreseimiento en los otros cinco casos y vamos a priorizar este. Dele prioridad a este asunto, Wilhelmsen, ¿me ha oído? Prioridad absoluta…

Hacía tanto calor en el cuarto que incluso el fino suéter, con la insignia de los Washington Redskins inscrita en el pecho, le sobraba, así que se lo quitó. El canalillo de la camiseta de tirantes estaba mojado e intentó tirar de la tela sin demasiado éxito. La ventana estaba abierta de par en par, pero mantenía la puerta cerrada. La corriente no era buena para el escaso orden que había conseguido sobre su mesa de trabajo.

Poco podía hacer. Ciertamente habían recabado algunos indicios en el lugar de los hechos: un par de cabellos que podían pertenecer al criminal, manchas de sangre que probablemente no era suya y restos de semen que, con toda seguridad, eran suyos. Con un retrato robot poco convincente, había poco que sacar de los medios de comunicación, aunque lo iban a intentar. Tampoco había dado resultado el repaso de los archivos fotográficos.

Llevaría tiempo analizar el poco material del que disponían, así que, mientras tanto, había que contentarse con preguntar a los vecinos si habían visto u oído algo. Pero nada, nunca sabían nada.

Marcó cuatro cifras en el interfono.

– ¿Erik?

– ¿Sí?

– Soy Hanne. ¿Tienes tiempo para dar una vuelta conmigo?

Lo tenía. Era el cachorro de Hanne, un agente de primer año, pelirrojo y con tantas pecas que con una más sería indio. Al cabo de medio minuto, esperaba en la puerta moviendo la colita.

– ¿Voy a por un coche?

Se levantó, sonrió de oreja a oreja y le tiró un casco de moto negro. Él lo atrapó sonriendo más si cabe.

– ¡Guay!

Hanne movió la cabeza.

– Mola, Erik. No guay.

El edificio parecía ser de finales del siglo XX. Descansaba en uno de los mejores barrios al oeste de la ciudad y estaba reformado con devoción. Nada que ver con los inmuebles famélicos del este, que chillaban unos más que otros, con sus colores morados y rosas y otros que, probablemente, no existían cuando se construyeron. Esta finca era de color gris perla. Las ventanas y puertas estaban ribeteadas en azul oscuro y la rehabilitación tuvo que llevarse a cabo hacía muy poco tiempo.

Hanne aparcó la moto en la acera. Erik el Rojo se apeó de la moto con las piernas separadas. Lo hizo antes que ella, orgulloso, sudado y aturdido.

– ¿Podemos tomar un desvío a la vuelta?

– Ya veremos.

El portero automático mostraba dos columnas con cinco nombres cada una. En la primera planta vivía K. Håverstad, un rótulo conciso y neutro, aunque a la pobre chica de poco le sirvió la medida de seguridad. En la planta baja vivía alguien recién llegado, porque la placa con el nombre ni era uniforme ni estaba colocada de un modo reglamentario debajo del cristalito, sino que estaba sujeta con celo. Un apellido raro, el único del bloque que confesaba su origen foráneo. Hanne llamó a los vecinos de planta de K. Håverstad.

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