– No puedes dejarlo allí para siempre -decía Ophelia Boyle.
– Bien -dijo su madre-. Pues llévatelo a casa contigo. He pensado que le iría bien pasar una temporada con su padre. ¿Quieres que lleve a Daniel al club o que pasemos por su despacho?
A Boyle le habían dicho que su padre había muerto en un accidente de coche antes de que él naciera.
– No es la primera vez que Daniel hace algo así -dijo su madre-. Ya te conté lo de los animales que desaparecieron por aquí el verano pasado… Y no olvidemos aquella vez en que Marsha Erickson lo pilló atisbando por la ventana del cuarto de su hija en plena noche.
Boyle pensó en su primo, Richard Fowler. Richard era amigo de Marsha. Había estado en casa de ésta varias veces, le había robado dinero y ropa interior de encaje. Había sido Richard quien había echado los somníferos en la cerveza de Marsha. Cuando ella se durmió, Richard llamó a Boyle y ambos pasaron un buen rato jugando con Marsha en su dormitorio. Sus padres estaban de viaje aquel fin de semana.
Después de aquel fin de semana, Boyle se despertó muchas veces a medianoche, sumido en los recuerdos del rato pasado con Marsha. En varias ocasiones se aventuró a salir: se apostaba frente a la ventana de su cuarto y la veía dormir, mientras imaginaba todas las cosas maravillosas que podría hacerle, sólo que esta vez ella estaría consciente. Era más emocionante cuando oponían resistencia. Pensó en la prostituta que Richard había asfixiado en el asiento trasero del coche. Aquélla no se había encomendado a Dios, ni había rogado por su vida; luchó con todas sus fuerzas y habría podido herir gravemente a Richard si Boyle no hubiera intervenido con aquella roca.
La voz de su abuela sacó a Boyle de su ensimismamiento.
– Daniel es problema tuyo, Cassandra. Eres tú quien tiene que decidir…
– Quiero que se vaya.
– Tuviste tu oportunidad -dijo la abuela-. Te hablé del médico suizo que nos habría librado de ese bastardo con una sencilla operación, pero tú te negaste en redondo porque querías chantajear…
– Lo que quería, madre, es que me protegieras. Papá se metió en mi cama, me puso las manos entre las…
– Ya me has castigado bastante, Cassandra, y no me negarás que le has sacado provecho a la situación. He atendido todas tus demandas. Te construí esta casa nueva, la llené con todo lo que pediste. Te he comprado coches caros… Te he concedido todos los caprichos, sin contar con la generosa suma de dinero que me exigiste. Ahora has dilapidado el dinero. Bien, pues no pienso darte más.
– Y tú pareces empeñada en olvidar que fue papá quien me dejó embarazada -dijo su madre-. Esa… cosa de ahí abajo es tu hijo, no el mío.
– Cassandra…
– Líbrate de él -dijo su madre-. O lo haré yo.
Días más tarde, su abuela abrió la puerta. Le dijo que se duchara y que se pusiera su mejor traje. Él lo hizo. Le dijo que subiera al coche. Lo hizo. Cuatro horas después, cuando ella aparcó delante de una academia militar especializada en tratar lo que llamaban «chicos problemáticos», le dijo que no llamara a casa con ningún pretexto. Su abuela correría con todos los gastos. Le dio un número privado para que llamara.
Boyle nunca lo usó. La única persona con la que habló fue la única con quien quería hablar: su primo Richard.
Durante los dos años en la Academia Mount Silver de Vermont, Boyle aprendió disciplina. Cuando se graduó, se alistó en el ejército. Fue allí donde aprendió a anteponer los planes y la organización al ansia secreta que ardía en su mente como una supernova. Tenía que aplicar aquella disciplina a la nueva situación.
A sus cuarenta y ocho años, Daniel Boyle entró en el cuarto contiguo y contempló el resplandor verde que emanaba de las seis pantallas del estante. La celda de Rachel Swanson estaba a oscuras. Las otras cinco estaban ocupadas. Carol Cranmore parecía estar despertando.
Sonó el móvil de Boyle. Era Richard. Boyle oía de fondo el ruido del tráfico. Richard llamaba desde una cabina. Siempre llamaba desde una cabina. Siempre andaba con mucho tiento.
– He estado pensando en Rachel -dijo Richard-. ¿Todavía conservas el Cok Commander de Slavick?
– Sí.
– Bien. Ahora escucha: quiero que lleves a Carol de regreso a Belham.
– No.
– Tenemos que librarnos de ella, Danny.
– No quiero.
– Vas a devolver a Carol a Belham.
– No.
– La llevarás al bosque y le pegarás un tiro en la nuca… Y asegúrate de que dejas el cuerpo bien visible. Quiero que la encuentren enseguida.
– Quiero mantenerla aquí -dijo Boyle.
– Después de matarla, quiero que dejes la sangre de Slavick por su ropa y debajo de sus uñas. La policía creerá que plantó cara a su asesino. Investigarán y descubrirán que la sangre pertenece a Slavick. Encajará con la sangre que dejaste en casa de Carol.
– Juguemos un poco con Carol. Ya sabes cómo se ponen las chicas cuando ven el sótano por primera vez.
– No podemos arriesgarnos. El sótano puede dejar demasiadas pruebas. No queremos que la policía encuentre nada que la relacione con Rachel.
– ¿Qué vamos a hacer con ella?
– Aún le estoy dando vueltas.
– Está en el Mass General. Sé cuál es su habitación.
– Hablaremos de eso cuando llegue. Estaré ahí en un par de horas.
– Espera, tengo que contarte algo -dijo Boyle-. Es acerca de Victor Grady.
– ¿Grady? ¿Qué pinta Grady ahora?
– ¿Recuerdas los nombres de las tres chicas que me vieron con Samantha Kent?
– Sé que dos están muertas.
– Me refiero a la pelirroja, Darby McCormick.
Richard no contestó.
– Es la adolescente que se dejó la mochila en el bosque -dijo Boyle-. Tú entraste en su casa y ella te fracturó el brazo con el martillo…
– Sé quién es.
– ¿Sabes que es investigadora forense del Laboratorio Criminalístico de Boston?
Richard no contestó.
– Está trabajando en el caso de Carol Cranmore -dijo Boyle.
– El caso Grady está cerrado.
– No me gusta la idea de que ande husmeando.
– Olvídate de Grady. Es un punto muerto. Prepara a Carol.
– Dejémosla aquí sólo por esta noche. Dame sólo una noche…
– Hazlo -dijo Richard, y colgó.
Boyle sólo necesitó un momento para organizarse.
Guardó el Colt Commander en la pistolera que llevaba bajo el chaleco. Dejó el silenciador y la munición en el bolsillo derecho del chaleco para tenerlos a mano. Tomó nota mental de hacerle un corte a Carol y recoger un poco de su sangre. Quería ponerla en casa de Slavick. Sería pan comido. Boyle disponía de un juego de llaves, tanto de la casa de Slavick como de su cobertizo.
Boyle estaba a punto de cerrar con llave el archivador cuando abrió el cajón y sacó la vieja máscara confeccionada con vendajes cosidos. Hacía años que no se la ponía. Sonriendo, Boyle se colocó la máscara en la cabeza y cogió la cuerda de la pared.
Carol Cranmore estaba sentada en la cama, cubierta con una manta de lana áspera que le provocaba escozor en la piel. No sabía cuánto tiempo llevaba despierta. Sabía que ya no llevaba puesta la camiseta de Tony. La ropa que vestía -leotardos ajustados y una camiseta ancha- olía a suavizante.
No recordaba haber sido desnudada. El único recuerdo que volvía una y otra vez a su mente era el de un extraño tapándole la boca con un trapo maloliente.
Carol se mesó los cabellos. «Esto no debería estar pasándome. Hoy debía estar en el colegio, había planeado comer con Tony y luego ir con Kari al centro comercial porque Abercrombie & Fitch está de rebajas y he ahorrado mucho dinero de los canguros porque soy buena persona no debería estar aquí oh Dios por qué me está pasando esto…»
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